Relatos breves de una vida
Miedo3/11/2021 Detrás de mí. Con cada paso, un latido. Detrás, más allá de mí. Más lejos ahora, más distante si esquivo el hueco de las miradas. Las manos cerradas, insatisfechas. Más cercano después, ahora, si tropiezo con los vaivenes del reloj. Camino perdido. No es soledad, ni desamparo. Camino perdido por un azar inquieto de amaneceres muertos, de albas marchitas, de luces oscuras, malogradas. Camino desfallecido entre ocasos de alientos podridos. No es desamparo, ni soledad. No es descuido, ni abandono. Es temor, es miedo. Es espanto, a veces, cuando tropiezo con los vaivenes del reloj. Detrás de mí. Camino perdido detrás de mí. Con cada paso, una herida. Pero no es soledad, es desamparo. Detrás, más allá de mis recuerdos vacíos, más allá del camino perdido, detrás de mí, distante si te esquivo, cercano ahora, junto a mí, si tropiezo con las agujas, con su vaivén, con su juego macabro, con su destino. Las manos cerradas, satisfechas. Pero no es descuido, es abandono. Y también es temor, es miedo. Es espanto, a veces, cuando acaricio el rencor de tu mirada. Detrás de mí. Puedo verte. Camino perdido. Con cada paso, más cerca la locura. Detrás, más allá de mí, del camino perdido, distante si te esquivo. Puedo verte. Puedo sentir tus latidos, las manos cerradas, puedo sentir tu ansia y mi propio desmayo. Allí, distante sólo si te esquivo, detrás de mí. Con cada paso, más cerca tu locura. Es soledad, y desamparo. Es descuido, y abandono. Camino desfallecido entre mentiras, entre tu odio y el mío, entre mi niñez y tus brazos podridos. Tengo miedo.
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Fragilidad19/10/2021
Su corazón es débil. Su alma es un juguete, una figura de cristal tallado. Su vida es un regalo sin abrir. ¿Qué se esconde al final del camino? ¿Quién la espera? ¿Es hoy el día? Su sueño es esquivo, tentador como el chocolate, y descansa bajo llave, celoso, en un cajón oscuro. Su felicidad es frágil. Su ilusión es quebradiza como el hielo. Su vida es un secreto susurrado al oído. ¿Qué se oculta al final del camino? ¿Quién la espera? ¿Es hoy el día? ¿Es esta primavera? ¿Quién es? Dime, ¿quién eres? Su sueño es escurridizo, hiriente como el filo de una noche cerrada, y descansa bajo llave, ajeno, en un cajón oscuro. Su amor es delicado y tenue. En sus manos, enredada entre los dedos, tiene una caricia. Y un beso pequeño en los bolsillos. Su inocencia es verdadera. Su vida es el agua de un río. ¿Qué le reserva el final del camino? ¿Quién la espera? ¿Es hoy el día? Su sueño es huidizo, amargo como el veneno de una sospecha, y descansa bajo llave, impaciente, en un cajón oscuro. Su locura es frágil. Su vida es la niñez de una promesa. Piezas tuyas18/9/2021 Hay un revuelo de ti en cada lugar, en cada sendero que piso, en cada viento que respiro, en cada viaje, en cada mejilla y en cada beso nuevo. Hay perfumes tuyos en cada habitación del hotel. La sonrisa del camarero es tuya, las manos amables del botones también. Me han enviado una chica al acabar la cena, y su ternura es tuya. Su amor prestado me resulta muy familiar, el negocio de sus caricias me recuerda demasiado a ti. Se ha marchado sin mediar más mentiras, y su brusquedad es tuya. <<Estimado pasado: Apenas ha transcurrido un mes, y ya se ha espesado la niebla. Solo un mes, y ya se ha hecho grande la añoranza. Llevo un desgarro en el tejido que cubre mis sueños. Es una estupidez intentar obrar un remiendo. La cicatriz lucirá mañana como el trazo de una mano joven y temblona. ¿Qué hay de ti? Me gustaría conocer tu rutina, ahora que no me pertenece. Sería maravilloso encontrarme unas líneas en el buzón. ¿Me escribirás? Si lo hicieras, sé piadoso. Omite los colores y el alba, no me hables de la música y tampoco de la miel que ayer recogí de sus labios. Si me escribieras, sé generoso. Necesito bálsamo para la herida y consuelo para las noches. Cuéntame que la viste un día asomada a su ventana, sé generoso, cuéntame que una lágrima moribunda se deslizaba por el dorso de su mano, y que era por mí, sé generoso, cuéntame que me evocaba. Apenas ha transcurrido un mes, y ya se ha empañado el cristal>>. Hay un revuelo de ti entre la gente. Piezas tuyas derramadas en cualquier lugar. Tu risa en cualquier conversación. Hay un revuelo de ti flanqueando mis pasos, una espiral de dolor y locura adornando las calles que camino. Me marcho sin mediar más mentiras. Y mi brusquedad es tuya. Su estrella6/8/2021 Se ha quedado solo. Cuando más la necesitaba, la ha perdido. Es un niño grande y vacío. Tenía una estrella y la ha perdido. El cielo se le ha quedado oscuro. Apenas hay nubes, apenas hay brisa en la frente de las casas, apenas hay vida ahora en sus manos vacías. Apenas quiere latir su corazón. Apenas quiere. Es un niño grande deambulante. Va caminando del dolor al llanto, del llanto al dolor, apenas descansa, apenas hace un alto, va caminando del dolor al cielo oscuro. La noche se le ha quedado grande. Apenas ve nubes, apenas oye risas en las barrigas de las casas, apenas hay vida ahora en sus ojos vacíos. Apenas quiere latir su corazón. Apenas quiere. Es un dolor grande deambulante. Va caminando de la herida a su fotografía, de su fotografía a la herida, apenas descansa, apenas hace un alto, va caminando de la herida al cielo oscuro. ¿Dónde está su estrella? Hace un momento la tenía, hace un momento lo guiaba. Pero se ha perdido, pero se ha perdido. ¿Dónde está su estrella? El cielo se ha quedado solo, como él. Apenas hay luna, apenas hay prisas en las calles, apenas hay vida ahora en sus gestos vacíos. Apenas quiere latir su corazón. Apenas quiere. No, apenas puede. Es un lamento grande deambulante. Va caminando del alba al ocaso, del ocaso al alba, apenas descansa, apenas hace un alto, va caminando del alba al cielo oscuro. En la mesita de noche, el niño grande ha encontrado una caricia abandonada. Es todo cuanto le queda. Es todo cuanto queda de su estrella. Se ha quedado solo. Cuando más la necesitaba, la ha perdido. Es un niño grande y vacío. Tenía una estrella y la ha perdido. Y ahora su propia vida le es ajena. Su noche se ha hecho eterna y oscura. Se ha quedado solo. El cielo se ha quedado solo. El invierno se ha quedado solo. Apenas hay nieve, apenas hay frío. Apenas hay vida en su vida vacía. Está solo. Ha perdido su estrella, ha perdido su alegría. Apenas hay alma en su abrazo vacío. Apenas hay nada. Cuánto la quería... Ahora, apenas le queda nada. El perro del vagabundo26/6/2021 El destino de cada hombre no siempre es exclusivo del que lo disfruta, o del que lo padece, sino que suele compartirse con alguien más: una mujer, un hijo, una hermana, un perro... Como, pongamos por ejemplo, el perro de este pobre hombre, o de este hombre pobre. El animal no tuvo nada que ver con la mala gestión de sus acciones, o con el descalabro de su empresa, otrora boyante, o con el continuado despilfarro de su dueño. El animal no dijo ni media palabra durante todos aquellos años de obnubilado y ciego comportamiento. El perro, qué culpa tuvo el angelito, asistió impasible a la caída vertiginosa de su amo en las finanzas. Tan impasible como ahora, que, sentado a medias en el portal de una casa vieja, muestra a los viandantes su porte orgulloso y jadeante, mientras aguarda con infinita paciencia y cariño a que su dueño acabe de rebuscar en los contenedores. El animal no entiende de pobrezas o de caprichos. Acaso, de frío o de humedad; no se duerme igual en la calle que en aquel lejano salón comedor, tan confortable como un jardín de algodón tibio. -Nada -dice el hombre. El perro se incorpora y se acerca a su amo. En el corazón del animal hay una sonrisa tan grande como la mansión en que antes vivía. -No hay nada, Gabi. Vámonos. El hombre echa a caminar y el perro lo acompaña, muy de cerca, procurándole su aliento. El animal tiene hambre y no sabe cuándo llegará el momento de comer alguna cosa. Por un hueso podría estar ladrando hasta enmudecer. Pero por una sonrisa de su dueño, podría maullar y volar como un pájaro. Niño sin regalo2/6/2021 Ocurrió una mañana de invierno y chocolate. Ocurrió mientras tú dormías. El niño se levantó de la cama y corrió a buscar el regalo de cumpleaños. Lo halló en la mesita del recibidor. Era una pelota roja. Y con tanto entusiasmo se abrazó a ella que se le escurrió y salió despedida. La pelota botó en el suelo varias veces y después escapó por la ventana, rompiendo el cristal. El niño bajó la escalera a toda prisa y persiguió la pelota calle abajo. La perdió de vista, y se detuvo. Miró a su alrededor y descubrió en un portal a una niña que jugaba con un muñeco de trapo. -Estoy buscando una pelota roja –dijo el niño sin regalo. -¿Es muy importante para ti? –le preguntó la niña. Y él contestó: -Si no la encuentro, seré infeliz. La niña le indicó el camino por donde se había alejado la pelota, y él corrió tras ella. La divisó al final de la calle, botando entre unas cajas de cartón. Luego, la perdió de vista. El niño se detuvo y miró a su alrededor, y descubrió en un portal a una mujer que jugaba con un gato. -Estoy buscando una pelota roja –dijo el niño sin regalo. -Te echan de menos en casa. ¿Por qué no regresas? –le preguntó la mujer. Y él contestó: -Si regreso sin ella, seré infeliz. La mujer le mostró el lugar por donde se había alejado la pelota, y él corrió tras ella. La avistó en un callejón, botando entre unas latas y una bicicleta abandonada. Luego, la perdió de vista. El niño se detuvo y miró a su alrededor, y descubrió en un portal a un hombre que jugaba con una escopeta de caza. -Estoy buscando una pelota roja –dijo el niño sin regalo. -Hay juguetes mejores que una pelota. ¿No quieres conocerlos? –le preguntó el hombre. Y él contestó: -Cualquier otra cosa me haría infeliz. Ocurrió una mañana de bruma y luces tibias. Ocurrió mientras tú dormías. El niño se levantó de la cama, hecho mayor, y corrió a buscar el regalo de cumpleaños. Lo halló en la mesita del recibidor. Era una pelota roja. Y con tanto entusiasmo se abrazó a ella que la hizo desaparecer. Y, mientras tanto, tú dormías. Una mañana de miel. Desencajado18/5/2021 Con los primeros fríos de mayo, apareció dibujada en el cristal la silueta de tu primer capricho. El cielo estaba más revuelto que nunca, mucho más agitado que entonces, y en él rompían las olas con furia, con enojo amargo e impaciente. En el tejado había un piano, y, junto a él, un hombre que no sabía tocar, y, junto a él, un niño que no sabía escuchar, y, junto a él, un gato sin vida que no sabía jugar. Hallé una alfombra en el aire, estrecha y azul, entre tu ventana y la mía, pero no encontré valor para caminarla. Siempre tuve miedo a las alturas. Había un sombrero colgado en la percha de la pared, muy cerca de la arena de la playa, y una mesita de noche en el portal. Con las primeras nieves de mayo, apareció dibujada en mis manos la huella de tu primera sonrisa. La calle había llorado esa noche y tenía los ojos hinchados. El semáforo de mi esquina había perdido la luz verde. Hallé un cuento mal escrito en el suelo del jardín, entre el río y la montaña, pero no encontré valor para caminarlo. Siempre tuve miedo a las alturas. En el vagón del tren había un acordeón viejo, y, junto a él, un cadáver que no recordaba la melodía, y, junto a él, un niño que no recordaba cómo apartar los ojos, y, junto a él, un muñeco de trapo que no recordaba el sendero de vuelta. Había una camisa sin botones sobre la silla, en mitad de las vías, aguardando a que el reloj sirviera el café. Había azúcar en los zapatos y galletas de madera en los bolsillos del pantalón. Con los primeros hielos de mayo, apareció dibujada entre las sombras el contorno de tu primer desaire. La niebla del amanecer se había dormido en el sofá y me miraba despacio, sin reproche. Tu ventana no estaba. La montaña no estaba. Sobre el puente había un violín desarmado, y, junto a él, un músico que fingía vivir, y, junto a él, un niño que fingía reír, y, junto a él, una gota de lluvia que fingía estar en calma. Me habría gustado subir a ese puente, pero siempre tuve miedo a las alturas. Me habría gustado fingirte allí. Y dar color, desde arriba, a este mundo desencajado. El cerdo y la mariposa4/5/2021 La culpa fue de ella, siempre fue de ella. Porque en su cabeza se había formado una idea equivocada, la idea absurda de un romance. Todo el mundo sabe que una mariposa no puede enamorarse de un cerdo, y, si lo hace, corre el riesgo de que la encierren en una jaula para mariposas locas. Además, un cerdo jamás se fijaría en una mariposa. Y, si lo hiciera, sería para después atraparla y comérsela. No repararía en ella como dama, menos aún como prometida; no ostentaría modales ni atenciones caballerosas, no se mostraría siquiera cordial o amable; solo querría comérsela. Sería la conducta normal en un cerdo. La culpa fue de ella, siempre fue de ella. Se había distraído una mañana, una mañana tonta y aburrida de sol parsimonioso. Se había distraído saltando de flor en flor como una borrica hasta que dio, sin pretenderlo, con el charco de barro donde retozaba el cerdo. Quizá fue el cansancio de la mariposa, que no había dejado de saltar en toda la mañana, o quizá fue que era idiota sin más; la cuestión es que vio en aquel gorrino sucio a su príncipe azul, un color que distaba mucho del que en realidad lo envolvía. Lo vio y pensó que era el hombre de su vida, el héroe de su cuento de hadas, su futuro marido. No vio el barro ni la actitud holgazana del cerdo, no escuchó sus gruñidos de cerdo ni vio la porquería que se le escurría por las orejas. La mariposa solo tuvo ojos para la belleza interna del animal, que debía de estar muy interna en aquel momento, a juzgar por la estampa de caca que lucía. Se enamoró de él, plenamente, sin reparos, sin prejuicios de ningún tipo. Se enamoró del cerdo abiertamente, y así se lo dijo: “Te quiero, cerdo”. Pero el cerdo no la oyó. Ni siquiera la había visto. Apenas percibió el revoloteo leve de la mariposa, que iba de un lado a otro con emoción y nerviosismo, cautivada, agitando frenética sus alas frágiles, tan sedosas, de colores horteras. El cerdo no escuchó su declaración amorosa; estaba inmerso en el disfrute de su retozar, estaba revolcándose feliz en el barro, estaba gozando de su recreo. Él no sabía nada de mariposas imbéciles que se enamoraban de cerdos. No era ese su estilo de vida. “Te quiero, cerdo”, repitió la mariposa. Y, como el cerdo no le hacía caso, ella volvió a repetirlo: “Te quiero mucho, cerdo”. Se lo dijo una y otra vez. Y después se acercó a él y se lo gritó a la cara, se lo gritó en las orejas, se lo gritó desesperadamente una y otra vez. Hasta que el cerdo, que seguía sin verla, dio un manotazo al aire y, sin querer, la despachurró. Pero la culpa fue de ella. Veneno16/4/2021 Resulta muy complicado creerte. Noches enteras de ojos abiertos. Noches de cortinas oscuras que vigilan con sigilo y calma el horizonte de las calles, allá donde acaban, allá donde muere su repecho y se convierten en montaña pobre. Noches de cortinas quietas que patrullan por mí. Alguien viene, alguien se tambalea en mitad de la bruma, eres tú. Y no eres. Alguien baja la pendiente hiriendo con tacones de acero este silencio de seda, eres tú. Y no eres. Un destello en la pared del dormitorio, el reposo de mi pecho en mil pedazos, eres tú. Y no eres. Se puede hilar con veneno una trampa y servirla como una pasta de té. Se puede. Es la argucia de un corazón infectado. Y se puede morder esa galleta con ojos cerrados y alma ansiosa de fe, y morir después, y estar muerto sin saberlo. Se puede también. Es la inocencia de un corazón que camina a tientas entre espinos. Resulta muy complicado quererte. Tardes enteras de brazos abiertos. Tardes tibias de relojes cansados, de pianos descalzos, de vientos descaminados que se levantan con languidez, sin ánimo, con el ánimo de levantarme el ánimo marchito; tardes plomizas de pájaros mudos, de un sol que me mira fijamente sin querer mirarme, sin querer y sin quererme, que me juzga y se apiada, que me acusa y me condena, y que después me indulta; tardes difuntas de esperas sin fruto, de flores difuntas sin color, de mariposas torpes, de recorridos vagos, de murmullos arrugados; tardes intrusas de atardecer prematuro. Alguien baja la calle, eres tú. Y no eres. Se puede morir con tu veneno. Se puede. Yo puedo. Resulta muy complicado perderte. En un banco5/4/2021 Lo malo de estar muerto es que ya no hay remedio. Son pocas las cosas que uno puede hacer cuando se ha ido. Contemplarse a sí mismo es una de ellas, es una de esas pocas cosas que uno puede hacer. O pensar en el pasado. O recrearse en la muerte, en la soledad, en la inmovilidad. Lo malo de estar muerto es que ya no hay vuelta atrás, ya no hay reproches, no sirven. Los reproches nunca sirvieron para nada, y hoy tampoco ayudan. La brisa del jardín apenas me acaricia, se ha vuelto antipática. Este banco frío es antipático. Son muy pocas las cosas que uno puede hacer cuando se ha ido. Lamentarse es una de ellas, es una de esas pocas cosas que uno puede hacer. O sufrir. O recrearse en la indiferencia del tiempo. Son muy pocas las cosas que uno quiere hacer cuando se ha ido. Sonreír es una de ellas. O fingir, encoger los hombros y fingir que todo sigue, que todo está bien, que nada ha cambiado. Lo malo de estar muerto es que solo hay distancia. Entre el día y yo, entre los objetos y yo, entre la realidad y yo solo hay distancia. Entre tú y yo, ahora, solo hay distancia. El ruido lejano de la calle apenas me recuerda que ayer estuve aquí, el color de la hierba ya no me conmueve, la melodía triste del viento ya no me conmueve. Solo el dolor lo hace, y el dolor es mío. Me conmueve porque es mío. Estoy dejándome llevar. En algún rincón oscuro de la conciencia se ha abierto una ventana. Estoy permitiendo que los lazos hirientes de la culpa se anuden y me asfixien. Si pudieras verme… Te colmaría de orgullo examinar mi derrota. Estoy dejándome arrastrar. Si pudiera verte… En algún peldaño mellado de la soberbia se ha abierto una brecha. Estoy consintiendo que el aire se escape, estoy cediendo al vacío. Lo malo de estar muerto es que te he perdido. Apenas quedan cosas que uno pueda hacer cuando se ha ido. Añorarte es una de ellas, es una de esas cosas que apenas quedan. O mentirme. O empolvar los motivos del corazón, diseñar de nuevo el engaño y maquillar los latidos. O rendirme. Porque lo malo de estar muerto, lo peor de esta vigilia que no acaba es que te he perdido. La vida huele24/3/2021 Estoy en la sala de espera de un hospital. Estoy esperando algo, no sé muy bien qué es. Estoy mal sentado en una silla rígida, mal dispuesto a seguir esperando, y el olor del amoniaco me aterroriza. Está por todas partes. Es un monstruo de zarpas amarillas que me espía por la rendija de una puerta entornada. Es un monstruo agrio que me intimida y, con alevosía, me aparta de los demás olores, encubriéndolos. Ha salido un médico a la sala de espera, a esta sala blanca que es como la habitación secreta y siniestra de un extraño museo de cera. Somos pocos los muñecos, aunque suficientes para completar una colección insólita. Somos la obra maestra de un artista perturbado, un trabajo perfecto de imperfecciones. Si hubiera un espectador, afortunado o no, admiraría nuestra belleza. Pero el médico recién llegado no es más que un mero conservador de museos, implacable en su oficio. Se acerca despacio a uno de nosotros y le habla con murmullos. En mi infancia había murmullos como esos, y olían a pan. En mi infancia había una diosa detrás de un mostrador, en una panadería, y todos la veneraban. Los hombres murmuraban junto a su puerta, enloquecidos, y yo acudía cada mañana a verla con el pretexto de un recado, con las monedas y mi firmeza débil de varón en un bolsillo, dulcemente estremecido, y le robaba con desmaña una sonrisa. Luego, regresaba a casa abrazado a su aroma a pan. Pero es el monstruo agrio quien ahora me aparta de él, egoísta y perverso, para acobardarme. El médico ha hecho llorar con sus murmullos al muñeco de cera, que poco a poco se derretirá, que acabará fundido por un dolor que debe de quemar como el fuego. O quizá más. Yo soy su próxima víctima, no hay duda, pues me ha mirado un momento con el disimulo torpe del verdugo. Se ha marchado, pero sé que volverá a por mí. En mi infancia había miradas parecidas, aunque más suaves e ingenuas, y olían a hierba mojada. Tenían la misma torpeza, la misma fugacidad. Eran las miradas de una niña en el parque, una niña del barrio en un parque del barrio, al atardecer, cada atardecer. Eran las miradas tibias y punzantes que me distraían del juego, de mis amigos, de mis años de adolescente, y que después me hurtaban el sueño en la cama. La almohada siempre me recordaba su aroma a hierba. Pero es el monstruo amargo quien ahora me aparta de él, malicioso y desalmado, para amedrentarme, para dejarme solo y desnudo de olores en esta habitación de museo. Ahí llega el médico de nuevo. Se acerca despacio. Solo somos muñecos. Paisajes de memoria15/3/2021 Hay un bosque de árboles altos junto al río, que corre despacio. Hay un río de aguas altas junto al camino, que viaja con pies ajenos. Hay un camino de hierbas altas junto a la casa, que alberga vidas. Hay una casa de muros altos junto al jardín, que esconde secretos. Hay un jardín de flores altas junto al columpio, que regala vértigos. Hay un columpio de vuelos altos junto a mi infancia, que me resulta intrusa. Hay una infancia de nostalgias altas junto a ese libro, que encadena recuerdos. Hay un libro de letras altas junto a la chimenea, que susurra a la mecedora. Hay una chimenea de fuegos altos junto al retrato, que no reconozco. Hay un retrato de colores altos junto a la ventana, que me arroja fuera. Hay una ventana de brisas altas junto al cielo, que vigila los pasos. Hay un cielo de nubes altas junto a la montaña, que se cubre de senderos. Hay una montaña de laderas altas junto al mar, que es espuma y reloj. Hay un mar de olas altas junto a la orilla, que le roba al sol. Hay una orilla de arenas altas junto a las rocas, que son testigos. Hay unas rocas de curvas altas junto a los balcones, que me asoman. Hay unos balcones de barandas altas junto a esas manos, que son desconocidas. Hay unas manos de caricias altas junto a esos ojos, que están enamorados. Hay unos ojos de azules altos junto a mi añoranza, y una añoranza de melancolías altas junto al puerto, y un puerto de grúas altas junto a un niño que mira, embelesado, el ir y venir de los barcos, embelesado, el ir y venir del tiempo. Historias que ruedan23/2/2021 Como la de Ernesto, que baja solitaria por las calles, con la madrugada, serpenteando entre la niebla, humedeciéndose con el rocío de la noche viuda, con el otoño pálido, solitaria por las calles, encogida de frío, depositando una lágrima en cada portal, en cada saliente de ladrillo, una lágrima de agua herida, acariciando el cristal de las ventanas con un dedo descarnado, murmurando un nombre de mujer, murmurando una vida, dibujando un rastro de ahogo y nostalgia en el suelo, derramando sin cuidado su pena azul, su pena. O como la de María, que gira empeñada alrededor de sus zapatos, arrastrándose igual que una maldición cenicienta, recordándole, al compás del corazón, que fue traviesa, que no hizo bien. Que gira alrededor de su sombra y se arrastra igual que un pecado encubierto, recordándole, al compás de sus pisadas, que fue egoísta. Que gira una y otra vez en torno a sus recelos, igual que un remordimiento amargo, siendo remordimiento amargo, que gira sin alivio, una y otra vez, alrededor de sus ojos inquietos, igual que la certeza incómoda de haber errado, siendo certeza incómoda, recordándole, al compás de su propio suspiro, que fue perversa. Maldito suspiro que delatas su tragedia, maldito escrúpulo, maldita culpa. Maldita, tú, maldita. O como la historia de Alberto, que llueve encaprichada y se arremolina bajo sus manos, que forma charcos espesos de envidia, que le arrebata la calma con su melodía impaciente, que le encadena las prisas y le enreda la cordura. Que llueve, testaruda, y se arremolina en los huecos de su conciencia, que forma barrizales de angustia, que le desvela el juicio con su chapoteo de infierno. Historias sencillas, historias que ruedan, como la de Alberto, que es la historia de un hombre que robó el amor de una mujer, María, y desvalijó el alma de Ernesto. De mano en mano4/2/2021 Así va, de dueño en dueño, de seda en seda, de carne en carne, de sangre en sangre. Así va, sin destino fijo, sin rumbo concertado. Es una daga pequeña de puño rugoso y frío y guarnición dorada, afilada como un viento de invierno. Es mortal como un beso envenenado, y se desliza en el tiempo cabalgando de muerte en muerte, y no distingue inocente de culpable, ni discierne señor de vasallo o ama de sirvienta, y no escoge nunca a su víctima. Así va, de mano en mano. Aúlla el lobo a la luna con dolor en mitad de una noche tramposa, aúlla el lobo mientras los pies descalzos de la mujer acarician el suelo. La daga está escondida bajo la almohada. Aúlla el lobo con angustia, con presagio, mientras la mujer oculta el arma en un pliegue del camisón. Así va, igual que una fábula, viajando de dueño en dueño, igual que una canción de cuna, igual que una herencia maldita, surcando los días, rasgando seda, abriendo carne, dejando una estela sangrienta a su paso. Es una daga pequeña de puño áspero y frío y guarnición de oro, y su filo hiere como la traición de un amante. Es letal como un fuego de infierno. El resplandor de su hoja hechiza al que la toma en sus manos, a aquel que la roba de su reposo, y conforta con su sortilegio el ánimo asesino. Así va, sin ayuda de brújula, de mano en mano. Implora el lobo a la luna que se marche, que se aleje, que se lleve con ella la noche, mientras los pies descalzos de la mujer recorren la oscuridad de la casa. Con la mujer avanza un jadeo leve y un quinqué, con ella camina una sombra deforme, con ella van la daga y la voluntad secreta de dar muerte. Implora el lobo a la luna, pero es tarde. Al final del corredor, la habitación se halla entreabierta. Hay un hombre dormido en la cama. Hay ventanas de par en par que arrebatan al cielo brillos de estrellas, hay una última súplica del lobo, que llega ya distante y sin aliento. Hay, en la estancia entreabierta, una brisa dulce y un aroma a pecado. Hay flores sobre una mesa, también dormidas. La mujer se desprende del quinqué y de la cordura y se precipita hacia la cama. El hombre despierta y la mira. El aturdimiento y la sorpresa se desvanecen pronto. Asoma una disculpa a los ojos del hombre, asoma el miedo. En los de ella no hay temor, solo rencor y entereza: no volverá a tocarla. Así es, pues, con pesar y tragedia, como va esta daga pequeña, de mano en mano, de sangre en sangre. Infiel12/1/2021 Contigo es nuevo. Las gotas de lluvia que me arroja este sol de ojos azules no me impiden contemplar tu ventana. No tengo intención de parpadear. Miraré tu ventana hasta caer desfallecido. Creo que son cinco los días que llevo de pie junto al buzón, bajo este sol llorón de ojos azules. Cinco los días, o quizá más, y cinco las veces que he compartido contigo la locura, o quizá más. Cuánto anhelo el temblor de las cortinas, la sombra y el carmín de tus manos en el cristal, el revuelo de tu blusa entornada. No tengo intención de parpadear. Miraré tu ventana hasta caer malherido. Contigo, ya lo sabes, es nuevo. Las gotas de lluvia que golpean el cristal no logran distraerme de ti. Sé que estás abajo, de pie junto al buzón que ayer alimentaron mis cartas. Pesa tanto en mis brazos el reproche que apenas puedo huir de esta cama. No alcanzo desde aquí a ver tu sonrisa, que ayer alimentó el latido tenue de mi corazón y convirtió mi aliento enfermo en un rugido. Son cinco o quizá más los días que tiene mi vida, y son cinco las veces que he caminado descalza contigo el lienzo de las pinturas, o quizá más. No tengo intención de dormir. Ocuparé las noches con el eco de tus manos hasta rendir tu recuerdo. Oigo pasos, pero no eres tú. Contigo, hoy estoy seguro, es nuevo. La lluvia que parpadea entre las luces del día moribundo no consigue alejar el temor con su belleza. Quiero ser fuerte para ignorar el fuego, para ignorar el metal frío que me acaricia el pecho como una seda maldita. No sé llorar. Sólo puedo contemplarte dormida en la cama y fingir que hoy nos conocimos. Cinco días me estrangula ya la sospecha, o quizá más, y cinco son ya los días que he vivido sin vida, o quizá más. No tengo intención de despertarte. Seré sigiloso en mi tortura para no perturbar tu descanso. Te besaré en la frente y, después, caeré malherido a los pies de tu cama. Sigilosamente malherido. Estar de paso15/12/2020 Luisito, a sus ochenta y dos años, todavía se estremece cuando la vecina del tercero golpea su puerta con los nudillos. El sonido hueco y urgente aún le tensa los riñones y los músculos de la mandíbula. Luisito ya se ha hecho mayor, y los mayores no lloran, pero el miedo no deja de hurgarle en las tripas. Porque, un buen día, Luisito pasaba por allí. Hacía sesenta años que Luisito había pasado por allí; hacía sesenta años que un militar con cara de bestia lo había empujado al interior de un vagón. Porque pasaba por allí. Lo habían empujado al vagón de un tren y lo habían conducido a un descampado. A él y a otros cientos de hombres y mujeres. Cuando alguien se interesa por su historia y le pregunta qué demonios había ido a buscar él a esa ciudad y en semejante momento, Luisito contesta: -Pasaba por allí. Ni siquiera recuerda el nombre de la ciudad. Ni siquiera recuerda si aquella había sido su juventud o la de otro. El rostro de su madre se confunde en su memoria de niño grande con el de la mujer del vestido azul a la que habían disparado en la frente. A los hombres los mataron por cualquier motivo: por ser marica, por ser judío, por ser gitano o por equivocar el saludo; a las mujeres, muchas veces, porque les daba la gana. -¿Qué pintabas tú allí, Luisito? -Estaba de paso. -Pero si eras un chaval, si eras un crío de veinte años, ¿qué narices hacías tú en ese sitio? -No lo sé. Pasaba por allí. Cuando la vecina llama a la puerta, el vientre se le descompone de pronto y el paladar se le vuelve de trapo. -¡Soy yo, Luisito! ¡Soy Amalia! Es la vecina, Luisito. Afloja los puños. Otro militar con cara de bestia tenía la costumbre, entonces, de aporrear cada mañana la puerta del cuchitril donde dormían hacinados como animales. Si se hallaba de buen humor, despertaba a la gente a patadas y les escupía a la cara. Y se reía. Y los soldados que estaban a su cargo se reían también. Pero si se hallaba de mal humor, escogía a uno de los hombres al azar y lo apuntaba con el arma a los ojos, y mantenía la postura asesina sin pestañear, sin respirar, hasta que el seleccionado se orinaba en los pantalones y tiritaba de miedo. Luego, el oficial guardaba el arma y se reía, y su mal humor se esfumaba, y el seleccionado se ponía de rodillas y le agradecía haberlo dejado con vida. Qué similares eran las súplicas del ser humano. El idioma no era una barrera. Las súplicas estaban por encima del lenguaje. Luisito lo había aprendido allí. Había aprendido muchas cosas. Estar de paso tiene sus ventajas. Una mañana, el animal uniformado había sacudido la puerta y después había apuntado a los ojos a un muchacho rubio de quince años que tenía una cicatriz en la mejilla. El chaval acababa de orinar y sólo completó a medias el juego del oficial: tiritó de miedo, pero no mojó los pantalones. Y lo mató. Luisito aprendió también que la muerte, en los ojos de una persona, era siempre del mismo color. La de beneficios que tenía estar de paso. Descorchemos una botella de sidra y brindemos por ello. Brindemos por el oficial con cara de bestia, brindemos por su sentido del humor. Pum, pum, qué valiente es el oficial. Estar de paso nos enseña que los oficiales al mando son los hombres más valerosos del mundo. Si te orinas, no te mato. Pero como no te orines encima, chavalote, te meto una bala en la sien. Tú decides. ¡Pum, pum!, dice la puerta, con su estampido hueco. -¡Soy yo, Luisito! ¡Abre! Y Luisito se encoge en el sillón todavía, y se cubre los ojos con una mano. Es instintivo. Es inevitable. -¡Soy Amalia! -Voy. -A ver cuándo arreglas el timbre, hijo. Amalia sabe de su historia, sabe de su pasado terrible, aunque él, como ya les he contado, no recuerda muy bien si ese pasado fue suyo o de otro. La memoria nos traiciona. La memoria es mala consejera. -¿Qué se te había perdido a ti en ese sitio, Luisito? –le preguntó una tarde su vecina, algunos años atrás. -Pasaba por allí, Amalia. -¿Pasabas? -Estaba de paso. -Mira si uno de esos nazis te hubiera pegado un tiro... No había problema. Siempre quedaba una gota de orina en la vejiga. Siempre se podía apretar un poco y echar fuera la gota, lo justito para mojar el pantalón. Y tiritar estaba chupado. Todas las noches lo había hecho. Tiritar, lo que se dice tiritar tiritar, con repiqueteo de dientes y todo, hasta el gato sabía. Lo difícil era aguantarle la mirada al salvaje. En su recuerdo, que es un paño sucio, deshilachado y sembrado de agujeros, los ojos del oficial lo miraban con tal desprecio y locura que lo habían animado a morder la pistola y tragarse con gusto la bala. Estar de paso le había enseñado que lo amargo de aquel instante no solo era sujetarle la mirada al animal, sino saber que, aunque viviera para contarlo, tendría que encontrarse con él muchas mañanas más. Y, por aquella época, el futuro se había desplegado ante Luisito como una alfombra empapada de sangre, como una broma de mañanas grises e infinitas puertas que sonaban repetidamente a infierno y a burla. -¡Abre, Luisito! -Voy, voy. -Hijo, ni que te hubiera pillado en paños menores. -Ya voy, Amalia. Abre la puerta, jadeante. El espanto lo muerde en el cuello un segundo: descubre el arma en las manos del oficial y se le agarrotan las piernas. -Luisito... Los mayores no lloran, campeón. Levanta la cabeza y encara la muerte con dignidad y con cojones. Lloran los niños y las mujeres, pero no los hombres. -Luisito, ¿estás bien? -Hola, Amalia. -¿Cuándo vas a arreglar el timbre? -Mañana. Maestro1/12/2020 Si algo sé, si algo escribo, si algo surge de entre líneas, si algo percibo, si algo logra envolver y adornar con regalo y aliento este camino, si algo existe más allá de un verso, una coma o un destino, de papel, un destino de papel; si algo siento, si algo no lamento, si algo surge de entre líneas, de entre vocales torcidas, de entre riñas, si algo encuentro, si algo alcanzo a imaginar, o si ya imagino, si la verdad de mis sombras pretendo, si algo guardo en mis bolsillos, de papel, en mis bolsillos vacíos de papel. Si algo sé, si algo escribo, maestro, es por usted. Fragmentos de nube, colores cálidos que salpican de hielo la mañana, amores rotos que salpican de hielo mis entrañas, rachas de viento azul, enjambres que lastiman con mil aguijones, que causan dolor, un tibio dolor, banderas quebradas en el horizonte, sonrisas quebradas sobre el mantel desgarrado de la mesa, abrazos reconfortantes que empapan con su sangre la mañana, sueños rotos que renuevan con su sangre mis entrañas, añicos de conciencia, de poesía, de una vida que cojea, fragmentos de nube, la mirada fija y espeluznante de una mentira, destellos cálidos de un sol que entristece mi ventana, banderas quebradas en su vientre. Y más. Si algo sé, si algo escribo, si algo brota nuevo de entre líneas, si algo nace hoy desprovisto de abrigo, si algo a la locura consigue arrebatar su delirio, si algo reside más allá de un verso, un punto o un adjetivo, de papel, un adjetivo de papel; si algo experimento, si de algo no me arrepiento, si algo nace puro y sencillo de entre líneas, de entre consonantes heridas, de entre riñas, si algo anhelo, si algo se desliza cabal entre suspiros, si así lo imagino, si la certeza que ocultan mis miedos pretendo, si algo guardo en mis bolsillos, de papel, en mis bolsillos raídos de papel. Si algo sé, si algo escribo, maestro, es por usted. Si algo aprendí, don Aurelio, fue por usted. Elena18/11/2020 Lo que sucedió fue que Emilio se había enamorado de Elena y que, por descuido, se alejó de ella. -Era la mujer de mi vida –murmuró, sintiéndose atormentadamente culpable. Pero Emilio no se resignó a la pérdida; la buscó por todas partes. Acudió a una comisaría: -Busco a una mujer. -¿Cómo es? -Hermosa. Tiene los ojos claros, más azules que el cielo y menos que el mar. Y su cabello es miel, y su piel es la de un melocotón, y su sonrisa no es de este mundo. -¿Cuándo la vio por última vez? -No lo sé. Acudió a una juguetería: -Estoy buscando a Elena –dijo. -Acabo de abrir y es usted el primer cliente –le informó el dueño-. No ha venido nadie por aquí. -Usted vende muñecas de porcelana. -Es cierto. -Elena debe de estar entre ellas. -¿Es una pieza de colección? -No lo sé. Acudió a una pastelería: -¿Ha visto usted a Elena? –le preguntó a la encargada. -¿Cómo es? -Dulce. Intensa y sutil como una trufa y hechicera como el caramelo. ¿La ha visto? -Creo que no. ¿Es una mujer? -No lo sé. Después de varios días de búsqueda infructuosa, Emilio bajó los brazos y se dirigió a su casa. Elena lo esperaba en el salón, malhumorada. -¿Dónde has estado? –le preguntó ella. -Por ahí. -¿Por qué no llamaste? -No lo sé. Tenía miedo. -Te he echado de menos, ¿sabes? -Y yo creí que te había perdido. Como un perro flaco3/11/2020 Ángela está enferma y no puede meterse en la cama porque tiene que trabajar. Las gripes nunca se curan de pie, decía su padre, que se creía muy listo. Por eso lo mató el alcohol, por listo, por sabio, por espabilado. Su madre, que aparentemente era más tonta, la enseñó a mirar por encima de la tormenta. Quédate en la cama, hija, le habría dicho, y mañana comerás puñetazos porque no habrá otra cosa. -Me voy, Pablo –se despide Ángela-. Si llaman, di que estoy en el bar. Luego te veo. Pablo es su gato siamés, el regalo de cumpleaños de su amiga Luisa, que también se cree muy lista. Por eso le ha engordado tanto la barriga en unos meses, por lista, por sabia, por espabilada. En la calle, que hoy es fría como un desengaño, la gente la mira dos veces. La muchacha va envuelta en un abrigo que le cae grande, con las solapas levantadas. Las manos no se le ven, tampoco los pies, y la bufanda le cubre el rostro hasta las cejas. Camina dando tumbos como una momia despistada, calle abajo, con su fiebre y sus prisas nuevas de camarera. Los semáforos se han multiplicado y le dicen dos veces que puede pasar, o que ahora no puede, o que puede pero no puede. Y los coches son más coches que otros días, y los perros han hecho dos veces lo que hacen siempre, y los dueños, que se creen muy listos, también han hecho lo de siempre. Ahí voy, hecha una momia, se dice, y se ríe, porque si llora estropea el maquillaje, y el maquillaje es muy caro. -Buenos días, Ángela. Vaya cara que traes, niña. ¿Estás con gripe? Date prisa y cámbiate, que mira cómo tengo la barra. Tómate una aspirina. La muchacha mira la barra para ver cómo la tiene, y lo que ve no le gusta demasiado, porque ve a su padre, lo ve muchas veces, a su padre junto a su padre, a su padre al lado de otros padres, todos juntos, todos el mismo, todos bebiendo de la copa y sonriendo con estupidez, todos muriéndose en la copa. Y ella, que se indigna y enseguida le trepan los demonios por el cuerpo, se acerca a todos ellos y les dice que son muy listos, que son muy sabios, que son muy espabilados, que por eso se despeñan en las barras de los bares, que si mañana comemos puñetazos es lo de menos, que para ellos lo importante es esconderse de la vida en un vaso. Y les grita que son tan cobardes como un perro flaco. -Lo siento, Rosa –se disculpa con la dueña-. Me salió del alma. Del alma le ha salido, y es bien cierto. Aunque tarde. A quien yo quiero19/10/2020 Quien yo persigo, por quien las yemas de estas torpes manos se tiñen de tinta azul cada mañana, por quien este torpe y descompasado corazón late febril; quien yo anhelo empeñado, por quien los últimos fragmentos de cordura marcharon sin portar equipaje, por quien este débil y melancólico suspiro se rasga, día tras día, con achaques moribundos. Quien yo quiero, a quien yo quiero. A ella, que adorna su desprecio con destellos suaves de luna. El mundo gira, y con él giran también mi deseo y mi desdicha. El mundo gira, con su dolor, su gente y sus vientos, y con él, muertos de miedo, mi deseo y mi desdicha. El mundo gira, vertiginoso y fugaz, alegre y descarado, ruidoso y encabritado, y con él, atrapados en su corriente, giran también, avergonzados, muertos de miedo, mi deseo y mi desdicha. Quien yo quiero, a quien yo quiero. Por quien esta vida de esperanzas, gota a gota, se desangra. A ella, que adorna su castigo con el castigo de su silencio. Y con destellos suaves de luna. Se muere viejo y solo1/10/2020 A Gustavo cada vez lo asusta más el paso del tiempo. Ocurre todas las mañanas, a la hora del desayuno. Lo oye caminar, más allá de las cortinas, despacio, muy cerca de su ventana, acariciando la reja, fingiendo disimulos mordaces. La magdalena queda suspendida en el aire un instante, temblando en su mano, mientras el tiempo pasa, cada mañana, mientras se ríe de él, mientras se aleja. Gustavo está solo, tan solo que a veces no se encuentra en el espejo. Su sombra lo ha abandonado; esa silueta desgarbada que antes se proyectaba en las paredes se ha esfumado con el ocaso de ayer. Las persianas están bajadas; aprendió a escurrirse a ciegas por la casa, a transitar sus breves recorridos sin levantar tropiezos. En el armario de la cocina hay dos cajones: en uno guarda el cuchillo con el que jamás tuvo el valor de herirse las muñecas; en el otro, tres recuerdos de infancia, una fotografía de su madre y una carta de despedida de su mujer: Querido Gustavo: Te dejo. Preferiría morirme otro día, más tarde, pues aún me seduce el alba del otoño y escuchar la lluvia en el tejado, pero hoy he visto a las amapolas sangrando en el campo, y sé que ha sido por mí. El sol que ahora se esconde apenas me ha templado el alma. Es mi hora. Te dejo sin querer, sin propósito. Me alejo esta noche, me muero de ti esta noche. Adiós. Gustavo relee la carta cada madrugada, aprovechando que el reloj está dormido. Con la luz de un fósforo ilumina el papel, y con la yema de un dedo riza las letras delicadamente. Todavía desprenden las palabras el perfume de melocotón, que le arruga los ojos. Gustavo se muere viejo y solo, tan solo que a veces los ratones, ignorando su presencia, le arrebatan la magdalena de la mano. Pero mañana saldrá a la calle a recibir al tiempo, cuando pase. Mañana perderá el miedo y saldrá a la calle a enfrentarse al tiempo, cuando pase frente a su ventana. Así lo ha prometido. Viajar16/9/2020 Es medianoche. Cualquier pretexto es válido, cualquiera; únicamente necesito proponérmelo y saltar desde la ventana de esta casa. Cualquier excusa es bienvenida. Y me arrojo a los brazos abiertos del mar en calma que es la noche. No quiero muerte, quiero viajar. No pretendo la muerte, solo un paseo. Anhelo descubrir ese camino oculto que tanto tiempo permaneció de espaldas a mis sueños. Me arrojo, salto sobre las calles, sobre la gente. Hay vértigo, y miedo. Pero también hay curiosidad, y no soy un cobarde. Olvidé quitarme el pijama. Tal vez los demás se rían de mi aspecto: un viajero volador con decenas de perritos estampados en los pantalones y en la camisa. Tienen derecho a reírse. Aunque mi profesora de naturaleza no lo hace. Me mira y sonríe, y se cubre la boca después, pero no se burla. Qué seria ha sido siempre; incluso sonriendo. Y cuánto la quise, cuánto me enamoré de ella en el pupitre, cuánto la abracé en mis noches. Adiós, Susana. Nos vemos. Quería casarme contigo, ¿lo sabías? ¿Te imaginas? Doña Susana, ¿le importaría casarse conmigo? Y ¿qué habría pasado? ¿Qué habrías dicho tú? Vuelve a tu sitio, anda. Se lo digo en serio. Hablamos en el tiempo de recreo. Vuelve a tu sitio. Adiós, Susana. Nadie se ríe. Es extraño: lo último que habría esperado es este acogimiento. Hay gente reunida en la calle, hay gente en las ventanas. Miran, pero no se ríen de mi camisa. Ahí está Alberto, el mejor de mis amigos de esa broma que llaman infancia. ¿Cómo te va, chaval? Pareces preocupado. ¿Es por mí? No, no es por mí. Es por el miedo; no has logrado ahuyentarlo. Ya hace una eternidad que el cáncer te llevó y aún estás asustado. Tu madre cree que duermes en casa todavía, ¿sabes? La pobrecilla no se da cuenta de que murió contigo. ¿Has visto qué pijama tan ridículo? Es un regalo. Los regalos son para lucirlos, Alberto. La ética y esas cosas. No te perdiste nada, majo. Este mundo está lleno de dolor. Lo peor es el miedo, ¿verdad? El miedo a hacer el viaje, el viaje sin maletas, sin programación, sin consentimiento. Yo también tengo miedo, por qué voy a negarlo. Aunque no soy un cobarde. Me gusta volar, y es curioso porque siempre tuve vértigo. Adiós, señores. Cuánta gente. Da vergüenza sentirse tan observado. Mira, ahí está mi abuelo. Menuda pieza estaba hecho. Y mi tía. Y esos chicos que se perdieron en la montaña, y el pobre de Jesús, que se creía superman, y la ancianita de la tienda, y el marido de Lucía, y otros a quienes no conozco. Adiós. Pero no me miréis así, yo solo voy de paseo, solo voy de viaje. Lo mío es un capricho, poca cosa. Tenía ganas de viajar. Solo eso. Porque hay cosas en este mundo de locos que aún no quiero echar de menos. La frontera1/9/2020 Hay personas que pueden verla. Es una barrera transparente que recorre las calles, que sube escaleras en silencio y se cuela en las casas. Es un muro de apariencia frágil que bordea los parques y serpentea entre la gente. La frontera es muda e invisible, es una espiral de papel, a veces, que trepa montañas y se encarama en la copa de un árbol. Es un cordón grueso de terciopelo que divide el mundo en dos mitades. En los días de ocaso suave, en esos días en que las nubes del oeste se tiñen de melocotón, las personas pueden verla. Dicen que es como un espejo de reflejos débiles, como una pared de cristal desvaído que forma curvas blandas y que luego se estrecha y desaparece por el hueco de la ventana. Dicen, los que la han visto, que separa el mundo, que dibuja un límite en el suelo, que se manifiesta aleatoria e imprecisa. Dicen, también, que puede acariciarse con los dedos y que es tibia. Agustín la ha visto. Cuenta que estaba leyendo el periódico junto a la mesita del teléfono y que vio la frontera, que se iluminó débilmente en mitad del salón. Cuenta que su mujer se hallaba al otro lado del muro transparente y que se sorprendió tanto como él, que ninguno supo qué hacer, o qué decir, que se miraron a través de la barrera encogidos de hombros, que se asustaron y que después rieron como niños. La frontera se deshizo más tarde, cuenta Agustín, igual que el humo de un cigarrillo, y él trató de retener una nubecilla de esa niebla en el hueco de sus manos, pero se desvaneció por completo. Su ocaso, el de aquella tarde mágica, no era de melocotón, sino de violetas moribundas. Agustín dice que ahora se sienta cada día junto a la mesita del teléfono, con el periódico abierto, y que ya no lee las noticias, aunque lo finge, y que el periódico se ha estancado en la actualidad de entonces, y que sólo aguarda a que el muro aparezca de nuevo. Dice que lo desea con la ilusión de una noche de Reyes Magos. Dice que ver la barrera fue lo más hermoso que ha ocurrido en su vida, que vuelve a tener ganas de levantarse cada mañana, que el vacío ha dejado de ser grande. Yo no le creo. Sospecho que es su forma de soportar el dolor. Se ha inventado una excusa para seguir viviendo. Por muchos años que hayan transcurrido, la herida de su corazón continúa abierta. Agustín se ha inventado un pretexto para sonreír. Bendita sea esa frontera imaginaria. Ojalá se ilumine otra vez. Ojalá lo haga mañana. Ojalá vuelva a encontrar a su mujer al otro lado. El doctor Fifi28/7/2020 Se ha vuelto loco, el doctor Fifi se ha vuelto loco. Lo dice la gente, lo digo yo, que lo he visto hablar con los gatos, que lo he visto jugar a las cartas con ellos. Es un buen hombre, pero se ha vuelto loco. El doctor Fifi ha perdido la cabeza en algún rincón del invierno, y estos vientos soplones se la han llevado consigo. Pobre doctor Fifi. Recuerdo el primer día que apareció por aquí, hace más de quince años, con su maletín de médico, sus tijeras de barbero y su cabeza calva, tan lustrosa. Ya por entonces, resultaba un personaje extraño, aunque inofensivo y amable. El doctor Fifi curaba el dolor de garganta y saneaba las puntas de los cabellos en una sola visita. Recetaba jarabe y champú a un tiempo. Era nuestro médico de cabecera y nuestro peluquero. Había mujeres que únicamente acudían a su consulta para que les retocara el peinado. Al doctor Fifi no le importaba que lo hicieran. A mí, por ejemplo, me dibujó margaritas en el pelo una mañana de tos. Los niños perdieron el miedo a la tablilla blanca de madera, la que les ponía en la boca, que tan tenebrosa había sido en manos del doctor Sabín. Perdieron el miedo a subirse a la báscula fría que helaba los pies, a que les colocaran la barra del medidor en la cabeza, a que les recorriesen el pecho con el cacharro de metal, que era como una moneda grande... El doctor Fifi hacía de la consulta un recreo. A mi vecina Ángela, una vez, después de caerse de la bici, le tiñó unas mechas mientras la enfermera preparaba la escayola. Al pobrecillo de Alberto, ese viejo carpintero que siempre anduvo pachucho y visitaba la consulta con frecuencia, lo afeitaba el doctor Fifi. Cuando murió, el médico le dedicó unas palabras en la misa. Nos hizo llorar un poco a todos; el doctor Fifi y él se habían hecho muy amigos. Yo los vi pasear un domingo por la avenida, después del partido. Se reían como críos, aún me acuerdo. Sí, me acuerdo de eso y de muchas otras cosas. El doctor Fifi ha envejecido. Ha ocurrido de repente, como de repente han transcurrido estos más de quince años. Ahora tenemos en el pueblo un ambulatorio nuevo y una peluquería unisex, y yo nunca he sabido si unisex significa de un solo sexo o de los dos. Cuando nos duele algo, pasamos por el nuevo dispensario a que nos curen, pero no lo consiguen, ya no, porque antes era distinto. Nadie nos dibuja ya margaritas en el pelo, y el dolor de garganta se hace punzante y eterno. La gente dice que el doctor Fifi se ha vuelto loco. Lo digo yo, que lo he visto hablar con los gatos, que lo he visto jugar al ajedrez con ellos. Aunque creo que no es locura. Se ha hecho mayor, solo es eso. En un sueño14/7/2020 Ayer soñé contigo. Te vi al doblar una esquina, mientras paseaba. En los sueños, ya lo sabes, los escenarios se entremezclan: caminaba por mi barrio con las manos en los bolsillos de un pantalón oscuro, cabizbajo, y, al cruzar la calle, sin mirar, me topé con los setos de tu jardín. Consciente de la irrealidad, avancé despacio por la acera y aspiré tu perfume. Te vi al doblar aquella esquina; me aguardabas con esa paciencia que tanto desconcierta. Estabas sentada en el borde de una cama desconocida, en un dormitorio extraño. Ayer soñé contigo, soñé que la ciudad callaba un instante, que el viento abría los labios y me empujaba con un soplo a esa cama desconocida. Estabas tan hermosa... Un hombre se interpuso entre nosotros y deseé gritarle que se fuera, que no rasgara nuestra intimidad, pero tú cerraste mis labios con un dedo que sabía a caramelo y pediste al hombre que trajera champán. El dormitorio extraño era el salón de un restaurante vacío, amenazante, un salón espacioso sin más mesas que la nuestra, sin más sillas que la tuya. Permanecí de pie, mirándote. El hombre se había marchado, aunque enseguida surgió de la nada y sirvió el champán. Tiene gracia, solo bebo champán en los sueños. Alcé la copa y me la llevé a los labios, pero no era la copa sino tus dedos. Los besé, bebí el caramelo. Ayer te hallé en un sueño y abracé tu cuerpo con tanta fuerza que pude sentir el dolor de la ausencia. Cuánto me enferma saber que solo fue un sueño. Te prometí lealtad, sometimiento, entrega... Te juré una eternidad que únicamente tiene cabida en la fantasía onírica de las noches. Se lo juré a tus ojos, que ya no eran tuyos, sino del hombre que servía el champán en unas copas de papel. Estabas bailando en el centro del salón sin mesas, y la espuma de las olas te acariciaba los pies desnudos. Celoso, arrebatado, te tomé en brazos y te aparté de la orilla, de ese océano envidioso que es el mundo, y te saqué de allí con prisas. En la calle no había calle, ni noche, y en mis brazos no había nada. Tú estabas al otro lado de un río, agitando la mano en el aire, despidiendo el sueño. Estabas apoyada en la baranda de tu terraza, o en la cubierta de un barco, o en el balcón de un hotel, sonriendo. Ahora me doy cuenta de que te quise, y cuánto me enferma saber que he perdido mi vida en un sueño, en un sueño que soñé ayer. Archivos
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