Israel de la Rosa

Relatos breves de una vida

Viajar

16/9/2020

 

​         Es medianoche. Cualquier pretexto es válido, cualquiera; únicamente necesito proponérmelo y saltar desde la ventana de esta casa. Cualquier excusa es bienvenida. Y me arrojo a los brazos abiertos del mar en calma que es la noche. No quiero muerte, quiero viajar. No pretendo la muerte, solo un paseo. Anhelo descubrir ese camino oculto que tanto tiempo permaneció de espaldas a mis sueños. Me arrojo, salto sobre las calles, sobre la gente. Hay vértigo, y miedo. Pero también hay curiosidad, y no soy un cobarde.
           Olvidé quitarme el pijama. Tal vez los demás se rían de mi aspecto: un viajero volador con decenas de perritos estampados en los pantalones y en la camisa. Tienen derecho a reírse. Aunque mi profesora de naturaleza no lo hace. Me mira y sonríe, y se cubre la boca después, pero no se burla. Qué seria ha sido siempre; incluso sonriendo. Y cuánto la quise, cuánto me enamoré de ella en el pupitre, cuánto la abracé en mis noches. Adiós, Susana. Nos vemos. Quería casarme contigo, ¿lo sabías? ¿Te imaginas? Doña Susana, ¿le importaría casarse conmigo? Y ¿qué habría pasado? ¿Qué habrías dicho tú? Vuelve a tu sitio, anda. Se lo digo en serio. Hablamos en el tiempo de recreo. Vuelve a tu sitio. Adiós, Susana.
       Nadie se ríe. Es extraño: lo último que habría esperado es este acogimiento. Hay gente reunida en la calle, hay gente en las ventanas. Miran, pero no se ríen de mi camisa. Ahí está Alberto, el mejor de mis amigos de esa broma que llaman infancia. ¿Cómo te va, chaval? Pareces preocupado. ¿Es por mí? No, no es por mí. Es por el miedo; no has logrado ahuyentarlo. Ya hace una eternidad que el cáncer te llevó y aún estás asustado. Tu madre cree que duermes en casa todavía, ¿sabes? La pobrecilla no se da cuenta de que murió contigo. ¿Has visto qué pijama tan ridículo? Es un regalo. Los regalos son para lucirlos, Alberto. La ética y esas cosas. No te perdiste nada, majo. Este mundo está lleno de dolor. Lo peor es el miedo, ¿verdad? El miedo a hacer el viaje, el viaje sin maletas, sin programación, sin consentimiento.
         Yo también tengo miedo, por qué voy a negarlo. Aunque no soy un cobarde. Me gusta volar, y es curioso porque siempre tuve vértigo. Adiós, señores. Cuánta gente. Da vergüenza sentirse tan observado. Mira, ahí está mi abuelo. Menuda pieza estaba hecho. Y mi tía. Y esos chicos que se perdieron en la montaña, y el pobre de Jesús, que se creía superman, y la ancianita de la tienda, y el marido de Lucía, y otros a quienes no conozco. Adiós.
            Pero no me miréis así, yo solo voy de paseo, solo voy de viaje. Lo mío es un capricho, poca cosa. Tenía ganas de viajar. Solo eso. Porque hay cosas en este mundo de locos que aún no quiero echar de menos.


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El doctor Fifi

28/7/2020

 

​            Se ha vuelto loco, el doctor Fifi se ha vuelto loco. Lo dice la gente, lo digo yo, que lo he visto hablar con los gatos, que lo he visto jugar a las cartas con ellos. Es un buen hombre, pero se ha vuelto loco. El doctor Fifi ha perdido la cabeza en algún rincón del invierno, y estos vientos soplones se la han llevado consigo. Pobre doctor Fifi.
          Recuerdo el primer día que apareció por aquí, hace más de quince años, con su maletín de médico, sus tijeras de barbero y su cabeza calva, tan lustrosa. Ya por entonces, resultaba un personaje extraño, aunque inofensivo y amable. El doctor Fifi curaba el dolor de garganta y saneaba las puntas de los cabellos en una sola visita. Recetaba jarabe y champú a un tiempo. Era nuestro médico de cabecera y nuestro peluquero. Había mujeres que únicamente acudían a su consulta para que les retocara el peinado. Al doctor Fifi no le importaba que lo hicieran. A mí, por ejemplo, me dibujó margaritas en el pelo una mañana de tos. Los niños perdieron el miedo a la tablilla blanca de madera, la que les ponía en la boca, que tan tenebrosa había sido en manos del doctor Sabín. Perdieron el miedo a subirse a la báscula fría que helaba los pies, a que les colocaran la barra del medidor en la cabeza, a que les recorriesen el pecho con el cacharro de metal, que era como una moneda grande... El doctor Fifi hacía de la consulta un recreo. A mi vecina Ángela, una vez, después de caerse de la bici, le tiñó unas mechas mientras la enfermera preparaba la escayola. Al pobrecillo de Alberto, ese viejo carpintero que siempre anduvo pachucho y visitaba la consulta con frecuencia, lo afeitaba el doctor Fifi. Cuando murió, el médico le dedicó unas palabras en la misa. Nos hizo llorar un poco a todos; el doctor Fifi y él se habían hecho muy amigos. Yo los vi pasear un domingo por la avenida, después del partido. Se reían como críos, aún me acuerdo. Sí, me acuerdo de eso y de muchas otras cosas.
               El doctor Fifi ha envejecido. Ha ocurrido de repente, como de repente han transcurrido estos más de quince años. Ahora tenemos en el pueblo un ambulatorio nuevo y una peluquería unisex, y yo nunca he sabido si unisex significa de un solo sexo o de los dos. Cuando nos duele algo, pasamos por el nuevo dispensario a que nos curen, pero no lo consiguen, ya no, porque antes era distinto. Nadie nos dibuja ya margaritas en el pelo, y el dolor de garganta se hace punzante y eterno.
              La gente dice que el doctor Fifi se ha vuelto loco. Lo digo yo, que lo he visto hablar con los gatos, que lo he visto jugar al ajedrez con ellos. Aunque creo que no es locura. Se ha hecho mayor, solo es eso.


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A un paso

30/3/2020

 

​         Las gotas de lluvia murmuran palabras, y es francamente pasmoso descubrir, como yo hago, como hago yo ahora, que son para mí. Las palabras. Agua de lluvia formando frases sin sentido. Un susurro continuo a cada paso. Y son para mí. Y es francamente pasmoso descubrir, como yo hago, como hago yo ahora, que no carecen de sentido. Las frases. Las que escribe la lluvia.
         No quiero hablar con ella. No quiero hablar con este día gris. Si me pregunta por ti, que lo hará, mentiré. Como otras veces. Cuando pregunte por ti, que hoy lo hará, le diré que estoy dormido. Nubes oscuras de puños apretados, dejadme en paz, que estoy dormido. Llueves tú, día melancólico y tramposo, pero no yo. Yo no quiero. No quiero hablar contigo ni llover, hoy no seré tormenta. A un paso estoy de convertirme en agua, pero no quiero. Por eso, si preguntas por ella, que lo harás, te estamparé una mentira.
           El aliento se me agota en la parada del autobús. Se me desvanece el paso y, como hay gente, finjo que compruebo la hora. Como si importara dónde se hallan las agujas del reloj, como si eso importara hoy un poco. Hay un espejo en el suelo, enorme, del tamaño de cualquiera de tus recuerdos, que vibra con cada gota de esta lluvia tozuda. Y es francamente pasmoso descubrir, como yo hago, como hago yo ahora, que está reflejando mi locura. El espejo. Y no sólo aquél; también los otros. Porque hay cientos. Espejos vibrantes de agua sucia, aquí y allá, dondequiera que miro, mostrando que de mis mejillas cuelga una locura. Y es francamente pasmoso descubrir, como yo hago, como hago yo ahora, que no es tal, sino angustia. La locura. No es tal, sino angustia. La que muestra el espejo.
         No quiero enfrentarme a él, no quiero hablar con el reflejo de agua sucia. Si me pregunta por ti, que lo hará, que lo está haciendo, le arrojaré una mentira. Como otras veces. Cuando pregunte por ti, que hoy lo hará, que ya lo está haciendo, le diré que estoy dormido. Déjame en paz, que estoy dormido. A un paso estoy de rendirme, pero no quiero.

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Mensaje sin botella

23/1/2020

 

​         Caminaba de noche, caminaba de puntillas entre los charcos, bajo la luna llorona. Paseaba tarareando canciones de niños, de puntillas entre las risas de la gente. Y, al girar una esquina, lo vio.
            Vino hacia él, revoloteando débilmente como un pajarito herido. Era un pliego de papel rosado, una hoja a rayas de color cursi, sucia de barro en su envés. La cogió y pensó en su madre, pensó en ella riñéndole por rescatar las cosas del suelo, pensó en esos microbios de ojos amarillos y garfios de metal de los que ella hablaba, aunque le costó imaginarlos escondidos en ese folio rosa. Lo desplegó con curiosidad y lo leyó.

                    "Porque no quiero continuar conociéndome,
                    porque no soporto el vaivén de mis locuras,
                    porque acabo rebuscando entre los muebles un beso tuyo,
                    porque duele en los ojos la luz de los sueños,
                    por eso me voy...”

          Junto a él había un gato que parecía querer leer la carta también. El muchacho lo saludó con un gesto y se sentó en un banco cercano, y se mojó con el agua de lluvia. El gato lo siguió.
              -No tengo comida, chato –le dijo.
         El animal no protestó. Se detuvo a sus pies y lo miró fijamente. Era blanco y tenía una mancha gris en el lomo.
             -¿De verdad quieres saber qué dice la carta? Es un poema. ¿Te gustan los poemas?
             Un maullido por respuesta.

                    "Porque ya no quiero seguir traicionándome,
                    porque no resisto el hedor de la demencia,
                    porque acabo rebuscando entre tus ropas una caricia,
                    porque hiere en la garganta el sorbo del tiempo,
                    por eso me voy...”

           Alguien le arrancó de las manos el papel y salió huyendo. Era una chica muy joven de cabellos azules, que corrió ruborizada.
            -¡Me ha gustado mucho! –le gritó-. ¿Es tuyo?
            La chica no contestó, y el gato se rio de él.

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De locura y naufragio

9/7/2019

 

      La arena descorazonada y frágil de una playa. El agua tibia, decepcionada. Vadear el inmenso océano, a tientas. Navegar de puntillas. Naufragar bajo lunas llenas. La memoria varada en una isla cubierta de espinas. El dolor, deshabitado.
             A un lado y a otro, las huellas del tiempo. Lágrimas rotas en las ramas podridas de un árbol, como anillos sin oro en los dedos delgados de un hombre pobre. Un fuego enfermo y solitario combatiendo el frío, templando la brisa ciega del invierno, que se acurruca trémula en el vientre de la colina. Los ojos fugaces del remordimiento, riendo entre los arbustos marchitos.
             -Ven, y viaja conmigo.
             -Hoy no.
             -¿Tienes miedo?
             -Son tus manos heladas en mi cuello.
            A un lado y a otro, las orillas del tiempo, los márgenes despeñados del camino. Cicatrices nuevas en la corteza del recuerdo, como trazos sin tinta en las páginas de un cuaderno desmayado. Nubes de consumida guerra combatiendo sin cordura, arrojando diluvios desvaídos. El reloj se acurruca, adormecido, en el regazo de una roca.
             -Ven, y muere conmigo.
             -Hoy no.
             -¿Tienes miedo?
             -Es tu compasión y sus caricias descarnadas.
            A un lado y a otro, la sangre derramada, la arena frágil, el agua tibia, el océano a tientas. Navegar de puntillas y naufragar bajo lunas llenas. Mi corazón varado en una isla cubierta de espinas.

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