Relatos breves de una vida
En un día de vacaciones9/8/2019 Las opciones son ridículamente limitadas, pero al señor Mateo, que ostenta una imaginación tan grande como el edificio de oficinas de su empresa y un optimismo similar en tamaño a su soledad, la proximidad de su único día de vacaciones le contagia una alegría revoltosa y juguetona. Porque, en un día y proponiéndoselo con firmeza, el señor Mateo puede hacer maravillas. Lo jura por su madre, que murió el mes pasado, la pobre, que era lo mejor que podía haber sucedido, que así ya no sufre más, que era una santa, un pedazo de pan. El señor Mateo tiene pensado coger mañana el coche y devorar los kilómetros que lo separan de la playa. Cuatro horas y en la arenita fina, boca arriba, coloreándose como una gamba. Más tarde, cuando el sol de mediodía apriete y la especulación inoportuna de un cáncer epidérmico atraviese con alarma su somnolencia, el señor Mateo recogerá la toallita y la riñonera y se refugiará gustosamente en la barra del chiringuito toldero, pedirá una cerveza fresca, haga usted el favor que me estoy derritiendo, y deslizará su mirada de vigía de un bikini a otro con rostro impasible, con el rostro imperturbable de quien se maneja con soltura en el arte quimérico de no sucumbir al embrujo femenino. Y, cuando decida que una mujer es merecedora de su reparo, mejor bien provista de pechugas, que más vale que sobre que no que falte, y obviando aquella premisa incómoda que advierte de que tiran más dos tetas que dos carretas, el señor Mateo avanzará descalzo por entre las dunas de arena, o las brasas, se arrodillará junto a la dama, futuro blanco de sus más acalorados piropos, qué ojos, niña, que parecen los luceros que alumbran la Tierra en las horas en que el mundo duerme, y la invitará amablemente a tomar una cerveza fresquita en el chiringuito, o en otro sitio, a mí me da igual, donde tú quieras, tú que conoces esta zona, yo no vengo mucho, y luego comerán juntos una paellita, pago yo, niña, faltaría más, e irán de compras a... bueno, adonde va todo el mundo, mira cómo me queda este vestido, ¿te gusta, nene?, estás de capricho, reina, y es que con esa percha..., y pasearán por las calles húmedas de la capital costera, y tomarán un helado, y al señor Mateo se le formará un pellizco en el vientre al verla lamer con exagerado ahínco la bola cremosa de leche merengada, y se detendrán, cogidos de la mano, frente a los escaparates de las oficinas inmobiliarias y leerán, alternativamente y en voz alta y suave, los anuncios de los pisitos en alquiler, o en venta, y suspirarán juntos, haciendo planes, y después, por la noche... -¿Se va usted mañana a alguna parte, señor Mateo? ¿Tiene planes? -No lo sé, hijo –responde él al muchacho, que es nuevo-. No lo sé.
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Niños8/8/2019 Son cinco hermanitos, son criaturas candorosas, son cinco pequeñajos que retozan sin maldad y sin descanso por la casa a cualquier hora del día. Uno es moreno y tiene remolinos en el cabello. Se llama David. -Davizzz –lo llama la huevona de su madre-, deja al abuelito en paz. El abuelito murió esa mañana. Está dentro de la caja, cruzado de brazos, muy serio, y el niño se entretiene hurgándole en los agujeros de la nariz. A los que vinieron a dar el pésame se les ha revuelto el estómago. -Davizzz, anda, deja al abuelito. Otra de las criaturas es pelirroja y tiene pequitas en la cara. Se llama Gloria. La abuelita, que está deshecha por el dolor, ha preparado unos canapés de salmón para las visitas, pero la niña se comió el salmón de los canapés en un descuido de la abuela y los untó luego con el paté que quedaba en el frasco de Lulo, el gato, y le dijo a la abuelita que ya se encargaba ella de servir la bandeja. -Está rico –comentó alguien-. ¿Qué es? Otro de los críos es rubio y tiene los carrillos muy rosados. Se llama Carlitos. Ha descubierto un truco la mar de chulo: colocando una batería de coche en la mesa de centro, oculta en la maceta de flores plastificadas, y conectando entre sí las cucharillas de café y la batería con un cable pelado, puede hacer que a los mayores les salgan chispas azules por el culo. Otro de los angelitos se llama Pablo y tiene el cabello del color de la miel. Su especialidad es engatusar a las hijas de los amigos de papá y de mamá y conducirlas a su cuarto con la excusa de enseñarles sus videojuegos, pero lo que les enseña realmente es la colita, y las niñas se llevan invariablemente las manos a la cabeza, primero, aunque después siempre acaban compartiendo con él los secretos mejor guardados de su anatomía floreciente. Y la última de estas ricuras es Laura. Tiene el pelo ensortijado y negro, y ojos grandes y oscuros. Está enojada con papá porque él dice que todavía es muy pequeña para salir a bailar con las amigas. Mamá la mira con una mueca de reproche: -¿Puede saberse dónde has estado? Mira cómo te has puesto de grasa. Los asistentes al velatorio se agitan y tosen incómodos. -¿Alguien quiere un café? –pregunta el papá de los niños-. ¿Nadie? Laura se acerca a Carlitos y le susurra al oído: -No te preocupes. Al final siempre hay alguien que lo toma. -¿Qué llevas ahí? -¿Esto? Son los frenos del coche de papá. Su tristeza26/7/2019 Estuvo llorando toda la noche. Cuando amaneció, las lágrimas cubrían la alfombra. Huyó de la almohada. Caminó a tientas, palpando las paredes, cegada por los recuerdos. Tropezó con los fragmentos usados de su dignidad y a punto estuvo de caer. Abrió el grifo, a tientas. Más lágrimas. Y con ellas se lavó la cara. Desde lo alto de la torre, el hombre le hacía gestos para que lo mirase, para que le prestara atención. Estoy aquí, le decía. Estoy aquí, princesa. Desde lo alto de la torre, lejano, diminuto, apenas un punto en el horizonte, apenas un borrón de tinta en una hoja enorme, vacía y blanca. Desayunó, a tientas. Dejó un rastro de mermelada por el pasillo de la casa, por el pasillo que forman las casas bajas, por el pasillo que forman los puestos del mercado. Vio a un niño sentado en el suelo, con las manos cubiertas de barro, con el rostro cubierto de inocencia. Le ofreció una sonrisa, pero el niño no pudo aceptarla. Lo siento, le dijo, no puedo aceptarla. Se alejó, a tientas. Desde lo alto de la torre, el hombre le hizo gestos para que lo mirase, para que le prestara atención. Me dejaré caer, le dijo. Estoy aquí, princesa. Desde lo alto de la torre, ajeno, minúsculo, apenas una brizna de hierba helada en un paisaje de invierno, apenas un borrón de tinta en su memoria, vacía y blanca. Quiso llorar, de nuevo. Su corazón, a tientas, se agitó con tristeza en el pecho. El sol de la tarde, indiferente, brincó entre los tejados sucios con descuido. La mujer huyó. Dejó un rastro afrutado de melancolía, de caramelos amargos. Esquivó a las personas sin rostro que aparecían en el camino, trató de sortear sus manos agarrotadas. La noche se reflejó en las ventanas y le desgarró el vestido. Huyó, se alejó de la torre, y se ocultó, a tientas, entre las sombras mudas de su tristeza. Navidad a solas25/7/2019 De niño, Emilio había disfrutado de la Navidad hogareña y clásica que se pinta en las postales. En las Navidades de su infancia siempre hubo una mesa larga, inacabable, sembrada de platos y de risas, y un árbol adornado junto al televisor, preñado de regalos. Hubo una abuela risueña y sin reproches, unos padres amables y unos hermanos cariñosos que hacían bromas. Hubo sidra, dulces y promesas. Hubo un gato, el de la familia, al que colocaron un gorrito rojo el día de Nochebuena. Hubo abrazos y buenos deseos. Hubo paz. Hubo alegría, de ésa que se refleja y se pinta en las postales. Hubo de todo. Luego, Emilio había crecido hasta convertirse en un muchacho grande y listo. Se interesó por las matemáticas, se enamoró de los números y acabó contrayendo matrimonio con una empresa de finanzas. Le fue muy bien. Ganó mucho dinero, más del que nunca habría creído posible. Compró un coche lujoso y una mansión en el barrio más caro. Dejó de ver a su familia; se limitó a llamar por teléfono. Tenía tanto trabajo en la oficina, tantos números que ordenar, tanto dinero que invertir y desinvertir… Y cambió la cena de Nochebuena en casa por un bocadillo en su despacho. Necesitaba hacerlo; su tiempo era valioso, su tiempo era dinero. Mientras el resto del mundo se limitaba neciamente a brindar y a comer turrón, él podría multiplicar su riqueza. Y así fue. Pero ocurrió, unas Navidades, que Emilio recibió una visita inesperada en su despacho. Era un hombre bajito de gabardina azul y bigotes blancos que le propuso el mayor y más próspero negocio de su vida: le ofreció, a cambio de un céntimo, todas las cosas materiales del mundo. Emilio pensó que era una broma, aunque aceptó de buena gana. Estrechó la mano del hombre y brindaron por el trato. Al día siguiente, cuando despertó en su mansión del barrio más caro, comprobó que el hombre no había bromeado. En el salón, junto a la chimenea, había un saco enorme repleto de llaves: eran las llaves de todas las casas de la ciudad, y no sólo de aquélla, sino de todas las demás ciudades del mundo. Salió a la calle y vio que estaba desierta, pero no importaba, no importaba porque todo era suyo, cualquier cosa que hubiera en la calle llevaba su nombre escrito, y los restaurantes estaban abiertos para él, aunque vacíos, y había cientos de platos humeantes en las mesas vacías, para él, y miles de flores en las floristerías vacías, todas suyas, y millones de pasteles en las pastelerías vacías. ¿Dónde se había metido la gente? ¿Y qué importaba? Todo era suyo. Los edificios más altos, los aviones, los barcos, los países… Vacíos de gente, pero suyos. Había logrado el éxito, el auténtico éxito. Era el rey del mundo. Había reunido la mayor de las fortunas. ¿Quién le prepararía ahora el bocadillo de Nochebuena?, se preguntó. ¿Y qué importaba, demonios? ¿Acaso la Navidad no era maravillosa? ¿No lo era? Después se echó a llorar. Y deseó morir con todas sus fuerzas. El actor24/7/2019
Es el títere que hila y miente mentiras, el muñeco instruido por el poeta. Es la marioneta del pueblo, el pasatiempo de las gentes ociosas. Es la distracción del niño inquieto, el complemento de un regalo de cumpleaños, el adorno fugaz del salón. Es todo eso, soy todo eso, y, tal vez, algo más. Las personas que desbordan la habitación, en la fiesta, están mirando al actor con ojos doblados. Es cosa del alcohol, que quita los velos. Han visto más allá de su interpretación, han descubierto que detrás de su engaño sólo hay un muchacho iluso haciendo aspavientos ridículos. Sus ojos le hacen daño porque están untados de burla. Necesito aire. Que alguien me libre de esas miradas. Necesito respirar. ¿Hay alguien ahí? ¿Hay alguien que pueda escucharme? Las personas que desbordan la habitación, en la fiesta, están matando al actor con su saña torcida. Es cosa de la envidia, que brota inquinas. Todos querrían, aun por un solo momento, ser protagonistas de esta tarde más de sábado. Todos querrían, como él, robar por un rato la atención de los otros. Su saña está matándolo porque le llega en oleadas frías, sin aderezo, porque la envidia no tiene adornos. Necesito un descanso. He de sentarme un poco. ¿Alguien tiene una silla para mí? Con una sonrisa me basta, es suficiente. ¿Alguien tiene una sonrisa para mí, para que pueda sentarme? Necesito descansar, necesito aire. Un receso, señor juez. Mi condena es a muerte. Pagaré por mi vanidad de actor, por mi soberbia de actor. Pero consiéntame ahora un descanso, se lo suplico. Líbreme de esas miradas. Necesito una butaca para sentarme. Apárteme de ese rencor, que duele. El actor es el títere que hilvana, engorda y miente mentiras, el muñeco que adiestró el poeta. Es la marioneta antigua del mundo, el recreo viejo de las gentes. Es una patraña usada que vive de soñadores y se hace grande entre ellos. Se me ha clavado una lágrima en la mejilla. Me ha desgarrado la piel. Es un puñal pequeñito que abre la carne y siembra una culpa. Por nacer otra cosa me hiere, por eso, por nacer otra cosa y forzar el destino. Ser actor es ser payaso despintado. Y no parece haber recompensa. El aplauso, en la fiesta, no es para mí. No puede serlo. No lo quiero. La niña triste y el niño tonto23/7/2019 Ella estaba triste, y él enamorado. A ella, la luz que con el alba acariciaba los tejados le trenzaba lágrimas en las mejillas; a él le inspiraba un poema. A ella, las notas quebradas de un piano le debilitaban el paso; a él le arrancaban un suspiro. La niña estaba triste, y él enamorado. La noche, que sabía de su tristeza, se posaba con sigilo después del atardecer. Cuando dormía, la niña olvidaba que no era feliz. Y la noche la acunaba con mimo para no desvelar su sueño. Ay, niño enamorado, niño tonto. Si ella supiera, si tú le contaras. Ella estaba triste, y él enamorado. A ella, la luz que con el alba teñía de caramelo los jardines le trenzaba lágrimas en las mejillas; a él le inspiraba un verso. A ella, las notas quebradas de un ruiseñor le ahogaban el alma; a él le arrancaban una sonrisa. La niña estaba triste, y él enamorado. La noche, que conocía su tristeza, se posaba con dulzura después del atardecer. Cuando dormía, la niña olvidaba que no era feliz. Y la noche la besaba en la frente, despacio, para no desvelar su sueño. Ay, niño enamorado, niño tonto. Si ella supiera, si tú le contaras. El hombre y su condena22/7/2019 No tendrá más de cincuenta años. Ni un latido más, ni un latido menos. Camina calle abajo, fingiendo que su cojera es casual, fingiendo un miedo que no tiene, ocultando un valor que apenas lo sostiene. Ni un latido más, ni un latido menos. El hombre arrastra una cadena tras él, una serpiente enorme de enormes eslabones de acero. Es un sonido, el de su chirrido ominoso, que arranca en los curiosos un ahogado gesto de sorpresa. Pobre hombre, dicen algunos, fingiendo compasión. Ni un latido más, ni un latido menos. El olor de la culpa ha impregnado los tejados. Y allí perdurará. Permanecerá sobre las casas como una vergüenza, como un sonrojo que no diluye el tiempo. Quisiera mirar hacia otro lado, pero no puedo. No quiero. Quisiera creer en su inocencia, pero no puedo, no quiero. Su culpa es mi certeza, su condena es mi placer. Quisiera, pero no quiero. El hombre se arrastra calle abajo. No tendrá más de cincuenta años. Apenas un latido más, apenas un latido menos. Ha sonreído a la mujer de la pescadería, ha sonreído al horizonte, al niño del panadero, a la hija del jardinero. Ha sonreído a su destino, fingiendo que sus heridas son casuales, fingiendo un dolor que no tiene, ocultando una firmeza que a duras penas lo sostiene. Apenas un latido más, apenas un latido menos. El hombre se ha abrazado a su cadena, a su serpiente enorme de enormes eslabones de acero. Es un sonido, el de su pecado ominoso, que arranca en los curiosos un ahogado grito de complacencia. Malnacido, dicen algunos, fingiendo justicia. Apenas un latido más, apenas un latido menos. El ascensor19/7/2019
Coincide cada mañana con el taxista, que ahora conduce un autobús. Se saludan siempre escuetamente y, después, cada uno mira a un lado. El taxista usa perfume denso y caramelón, como caramelonas son sus caricias en el tirador de metal de la puerta del ascensor, o en los botones, o en los cristalitos de dentro, que son como las ventanitas de un submarino. El taxista se aleja. Coincidirán más tarde, tal vez por la noche. Tropieza cada mañana con la pelirroja de la bufanda azul, que se operó las pecas y ahora luce el rostro blanco y despejado. Se saludan con un gesto leve, marchito de efusividad, y, después, cada uno mira a un lado, aunque ella siempre afecta cierto recato. Bien sabe él que es postizo; la conoce ya mejor que su madre. La pelirroja se aleja. Tropezarán más tarde, tal vez al mediodía. Se reúne un instante, cada mañana, con el fumador de puros del tercero, el que tose de tres en tres, que ahora fuma en pipa. Se saludan siempre sin saludarse; los buenos días viajan escondidos en la boina del fumador. Cada uno mira a un lado, atienden con fingido interés al crujido de los cables, repasan los planes del día... El fumador se aleja. Se reunirán más tarde, tal vez con el ocaso. Y se enamora cada mañana de la morena del abrigo oscuro, que suspiró un día en el diminuto universo del ascensor y, ahora, aun cuando ella no está cerca, el suspiro se arremolina y le acaricia el alma. Se enamora cada mañana con la melodía de sus pasos, que es un tamborcito de procesión, con el aroma que regalan sus movimientos más sencillos; se enamora con verla, con escuchar el tictac orgulloso de su reloj. Lo saluda ella, siempre con frescura, empapada de vida, pero él calla porque no tiene voz y, después, muerto de miedo, se refugia mirando a un lado. La morena del abrigo oscuro se aleja. Él volverá a enamorarse más tarde, tal vez antes de que se ponga el sol. Los días se hacen largos. El silencio es de piedra y ahoga. A veces, los niños juegan con él a media tarde: arriba, abajo, arriba... El portero de la finca les regaña y amenaza con contárselo a sus padres, pero ellos se ríen y echan a correr, y enseguida, en cuanto el portero se distrae en la calle, regresan con sus juegos latosos, y otra vez arriba, y abajo, y arriba... Y el ascensor, en el fondo, agradece la presencia cargante de los niños, porque así logra separar su mente del abrigo oscuro, y se olvida un poco de las horas que restan para enamorarse de nuevo. La gran mentira18/7/2019
A Esteban le han contado que existe un amanecer diferente: cuatro soles, no uno, y un campanillero vestido de azul anunciando el alba. Una carreta de caramelos de menta tirada por un gato amarillo, niñas de múltiples cabezas jugando a la comba y un sacerdote en bañador leyendo en voz alta un libro de cocina. Esteban se lo ha creído, pero no le gusta. Una realidad distinta, le han dicho. La mula almuerza pan con chocolate y la abuelilla que se sienta al sol cada tarde, junto a la panadería, corretea por el parque haciendo el pino. Jamón de azúcar, tortas de adobe y turrón en almíbar salado. Sonrisa permanente en el rostro del que pide para comer, chiste y alegría en el entierro y payasos desmaquillados. Hambre poca, la justa, y apretones de manos en las esquinas. Coches que murmuran, que acarician el suelo, lápidas resquebrajadas que trepan por la fachada del monasterio como serpientes de seda y cientos de globos rojos plomizos enredándose en la veleta del colegio. El campanillero azul anuncia también que se echó una novia y que la quiere, y que está esperando un hijo. -¿Para cuándo? –pregunta Esteban. -Para finales de abril –le dice el artista. -¿Y su novia está contenta? -Ella aún no lo sabe. Le han contado que la fruta no siempre es fruta en este mundo inusitado, que los plátanos son de oro, que las mandarinas son un regalo de dios, que las cerezas son las cuentas de un collar, que aquella sandía es la cabeza de un demonio, y que la nata de las fresas es el llanto de una sirena que vuela. -¿Por qué llora? -No puede explicarse todo. -Me gusta. La sirena sí me gusta. Ladran los canarios y maúlla el borrico. Rinocerontes enjaulados y un caballo repartiendo cartas sobre un tapete gris. Humo violeta en las chimeneas, una flor de pétalos escalonados en lo alto de una verja y un ratón con gafas que mastica regaliz. -Bueno, ¿qué te parece? -No entiendo mucho de pintura, ya lo sabes. El niño que fue a votar12/7/2019 Era muy pequeño y arrastraba su voto por la calle como si fuera un felpudo de cartulina, como una alfombra voladora que se resistía a volar. -Buenos días, renacuajo. ¿Adónde vas? -Lejos de usted. Era muy pequeño. Se encaramaba a los bordillos de las aceras con dificultad, como un alpinista en miniatura. El voto le venía grande, y los zapatos prestados de su hermano también. Cuando alcanzó la plaza, el sol desafiante le chamuscó el rizo rubio que le adornaba la frente. -Buenos días, pequeñajo. ¿Adónde vas? -Lejos de aquí. Entró en el colegio. Era domingo, y los domingos los colegios no existen. Tienen colores distintos. Olía a café y a colonia de abuelo. Arrastró el voto, que a su lado parecía enorme, como una sábana de cartón, y trató de elevarlo hacia la urna. -¿Qué haces aquí, campeón? ¿Y tu papá? -Lejos de mí. El voto pesaba demasiado. Se resistió a volar. Entonces, el hombre amable de sonrisa amable que amablemente había preguntado por el papá, se fijó en esas cosas curiosas que el niño llevaba sujetas a la cintura, en esos caramelos gigantes de plastilina que le ceñían las caderas como adornos de Navidad. El colegio estalló en mil pedazos. El hombre amable, con su sonrisa amable, voló por los aires. El voto no, porque pesaba demasiado. Porque era como la capa gruesa y larga de un vampiro. En la plaza, una mujer aturdida confundió el calor de la explosión con el de un horno de pan. El colegio ya no estaba. Era domingo, y los domingos no existen los colegios. Porque tienen colores distintos. En la plaza, ahora, olía a café y a colonia de abuelo. Y al oscuro y agrio aroma de muerte que bajaba por las baldosas como un reguero de lágrimas mudas. -¿Qué ha pasado? -preguntó la mujer aturdida, muy aturdida. Un hombre tembló de espanto, a su lado. Quiso decir algo, pero no encontró nada. Desalentado, confundió el calor de la explosión con el de aquel verano que tan feliz había sido. -El niño -murmuró-. El niño. El carrito de los muertos11/7/2019 Al carrito se lo escucha llegar cada mañana con los primeros rayos de sol. O con el primer café, si amanece gris o lluvioso. Se escucha el crujir y el chirriar de las ruedas, que es como el lamento de un pobre en mitad de una noche fría. De un pobre animal desangrándose en una trampa. Del carro tira un anciano. De cada una de sus mejillas pende una vida rota, un haber querido amar y haber perdido en cada apuesta. De sus ojos, un futuro breve y vacío. Es el macabro contenido del carrito lo que impulsa al anciano a seguir tirando de él cada mañana. De no tener carga, el anciano habría pasado los días en la cama, acariciando con desidia los flecos podridos de su maldición, la de haber vivido. Cuando se detiene a beber agua, su madre le habla. -Maldigo el día en que naciste. -Madre… -Maldigo la sangre que te recorre las venas. Luego, el anciano reanuda la marcha y su madre regresa bajo tierra. Hoy, el sol castiga con dureza. Pero hay niños en la aldea, y el anciano debe apretar el paso. Porque los niños son curiosos y siempre rodean el carro, y hacen preguntas, y al anciano no le quedan ya respuestas, sólo medias mentiras. Aprieta el paso, y los años le aprietan la garganta. De no tener carga, el anciano habría muerto muchos senderos atrás. A veces, en esos días en que ningún pajarillo adorna el camino, en esos días en que el aire es pesado como el plomo, el contenido del carrito le habla, como su madre cuando se detiene a beber agua. En esos días, el contenido del carrito lo atormenta. Hoy, el carrito lo atormenta. Los muertos que en su interior se retuercen, como grotescos escombros de carne, golpean con fuerza las paredes de madera. El anciano disfraza su desmayo y aprieta los puños, y tira más rápido del carro, y contempla fijamente el horizonte, negando los gritos. -Somos tu pasado -le recuerdan los muertos del carro-. Somos tu pecado. No hay pajarillos adornando el camino. El aire pesa como el plomo. El reguero de sangre que deja el carrito se mezcla con la arena y dibuja a su paso una horrible cicatriz. De no tener carga, nada forzaría al anciano, cada mañana, a seguir huyendo. El hombre perseguido por su sordera10/7/2019 Tocaba a su puerta, implacablemente puntual. La sombra de sus zapatos se colaba por la rendija y se arrastraba por el suelo mugriento hasta su mesa, como una serpiente testaruda. Tocaba su sordera a su puerta, empedernidamente puntual. -¿Quién es? -preguntaba retóricamente el hombre, temblando de miedo. -Tu sordera. -¿Quién? -preguntaba más retóricamente aún. -Tu puñetera sordera. Al hombre lo fascinaban los fuegos artificiales. Odiaba las fiestas, pero en las fiestas había fuegos, y así acababa odiándolas menos. Lo fascinaban las mujeres desnudas. Odiaba los burdeles, pero en los burdeles había senos desnudos, y así acababa odiándolos menos. -Abre la puerta. -No. Tengo miedo -decía, retóricamente, y temblaba. Al hombre lo fascinaban las pinturas, los paisajes de caza con perros y caballos, los cestos preñados de manzanas rojas. Odiaba los museos, pero en los museos había centenares de óleos y acuarelas, y así acababa odiándolos menos. Lo fascinaban los buques mercantes. Odiaba los puertos, infectados de borrachos y gaviotas burlonas, pero en los puertos había mercantes, y así acababa odiándolos menos. Tocaba su sordera a su puerta, inhumanamente puntual. La sombra espesa de sus garras se colaba por la rendija y se arrastraba por las paredes desempapeladas hasta su cama, como una terca serpiente. Tocaba su sordera a su puerta, y el estruendo intermitente le encogía el alma. -¿Quién es? - preguntaba retóricamente el hombre, estremecido. -Tu sordera. -¿Quién? -preguntaba más estremecido aún. -Tu maldita sordera. Al hombre lo fascinaba la música que brotaba del clarinete, las notas amargas y desnudas que arrojaba con exquisita dulzura el piano. Odiaba el mundo que lo rodeaba, pero en el mundo había hermosas melodías, y así acababa odiándolo menos. -Abre la puerta. -No, que me arrebatas la vida, y sin la vida ya no podría quedarme nada. Tocaba a su puerta, sañudamente puntual. De locura y naufragio9/7/2019 La arena descorazonada y frágil de una playa. El agua tibia, decepcionada. Vadear el inmenso océano, a tientas. Navegar de puntillas. Naufragar bajo lunas llenas. La memoria varada en una isla cubierta de espinas. El dolor, deshabitado. A un lado y a otro, las huellas del tiempo. Lágrimas rotas en las ramas podridas de un árbol, como anillos sin oro en los dedos delgados de un hombre pobre. Un fuego enfermo y solitario combatiendo el frío, templando la brisa ciega del invierno, que se acurruca trémula en el vientre de la colina. Los ojos fugaces del remordimiento, riendo entre los arbustos marchitos. -Ven, y viaja conmigo. -Hoy no. -¿Tienes miedo? -Son tus manos heladas en mi cuello. A un lado y a otro, las orillas del tiempo, los márgenes despeñados del camino. Cicatrices nuevas en la corteza del recuerdo, como trazos sin tinta en las páginas de un cuaderno desmayado. Nubes de consumida guerra combatiendo sin cordura, arrojando diluvios desvaídos. El reloj se acurruca, adormecido, en el regazo de una roca. -Ven, y muere conmigo. -Hoy no. -¿Tienes miedo? -Es tu compasión y sus caricias descarnadas. A un lado y a otro, la sangre derramada, la arena frágil, el agua tibia, el océano a tientas. Navegar de puntillas y naufragar bajo lunas llenas. Mi corazón varado en una isla cubierta de espinas. La brujita sin escoba8/7/2019 Con el primer destello del alba, y el sol adormecido, surge la linda brujita de una casa, de un corral, de un nido. La brujita sin escoba corretea de puntillas, sin volar, muy risueña, con travesura muestra su lengua y sobresalta a un perro y a su dueña, con capricho se encarama a un campanario, y desde allí, como el audaz vigía de un navío legendario, hace de marino aspavientos y regala su risa nerviosa al horizonte, al horizonte y al viento, y se desliza luego revoltosa entre buhardillas y faroles, entre nieve, charcos de perfume y zapatos de mil charoles. Ay, brujita sin escoba, mi corazón se arroba. La brujita sin escoba brinca de alcoba en alcoba, robando a manos llenas secretos y blusones, pecados de niño, caramelos de menta y mil turrones. La brujita corretea de puntillas, sin volar, sin su mágica escoba, al niño arrulla en su cuna, al anciano hurta cuanto resta de cordura y al enamorado despoja de su diamante. ¡Vuelve aquí, brujita sin escoba, repón ese diamante, que he de ofrecerlo cuanto antes a mi amada embelesada, de enorme hermosura y porte elegante! ¡Vuelve, diantre! Salta, sube y se escurre la brujita sin escoba, del pomo de una puerta al camello de escayola sin jorobas, de la gorra de un soldado a la sopa de cebolla de un gordo prelado, del beso dulce de una madre al mostacho de un hombre que arroja sin entusiasmo, de su futuro, los dados. Entre nubes de algodón y mechones de pelo enfurruñados, la brujita sin escoba se columpia dichosa e inquieta, atarantado su genio, su deseo juguetón y enmarañado. Ay, brujita sin escoba, mi corazón se arroba. Con el primer destello del alma, y el mundo adormecido, surge la linda brujita de una caricia, de un murmullo, de un latido. Muñeco de nieve enamorado4/7/2019 Cuando nadie miraba, escapó del jardín. Recorrió la calle dando apresurados saltitos. Un perro le ladró y lo persiguió sin demasiada insistencia durante unos metros. El muñeco de nieve se ocultó tras un contenedor de basura; unas personas muy abrigadas cruzaron cargadas de regalos. Cuando la calle quedó de nuevo en silencio, el muñeco de nieve reanudó su marcha. Caminó hasta el final de la avenida y después subió la cuesta, dejando a un lado la iglesia. Llegó hasta el callejón donde ella vivía y anduvo, de puntillas, hasta el árbol que se erguía en mitad de la placita, frente a su portal. Y allí, inmóvil, con el corazón latiéndole deprisa y los ojitos fijos en el cristal de su ventana, aguardó durante horas. El sol de mediodía, con maliciosa travesura, le derritió un poco los hombros. Un pajarillo se posó en su nariz de zanahoria y le picoteó las mejillas. El muñeco estornudó y el pajarillo huyó espantado. Luego, el horizonte se tiñó de terciopelo púrpura y una brisa helada lo hizo temblar de frío. Pero ella no aparecía en la ventana. Ella, que con el mínimo esbozo de una sonrisa agitaba su respiración y estremecía de anhelo sus bracitos blancos. Ella, que era su vida entera, que con el recuerdo de sus miradas distraídas se acunaba cada noche y tejía los sueños más dulces. Como un poeta enamorado de su luna, el muñeco rondaba a la muchacha cada día. Y como aquél, que nada espera a cambio, el muñeco nada esperaba, sino verla aparecer un instante fugaz. Se agitaron las cortinas y vibró el cristal de la ventana. La muchacha se asomó, protegiéndose del frío bajo una mantita de nubecillas bordadas. Se fijó en el muñequito de nieve que había junto al árbol de la plaza. Lo contempló con ternura y sonrió. Después, tiritando, regresó al interior de la casa. Y el muñeco, enamorado, con tibias lágrimas de alegría que dibujaban leves surcos en la nieve de sus mejillas, volvió a su jardín. El pirata y su palo por pata3/7/2019 Siguió las huellas del corazón, que eran como nubecillas rojas en la arena. Tropezó, tosió y se sentó a comer un coco y un melón. Después, desempolvando su pena, con la panza hinchada y las mejillas coloradas, el pirata y su palo por pata prosiguieron buscando el corazón, que era, para él, como un enorme tesoro, como un cofre repleto de oro, como su vida entera. La princesa, que antes fuera duquesa y alegre vendedora de fresas, en aquel mercado olvidado de aquel pueblecillo precioso y aislado, había negado el amor al pirata, y también a su palo por pata. Él la quiso con locura, con amarga entrega y dulzura, y, aunque prometió en rica seda envolverle la luna, la princesa, ensimismada, por un rico marqués embelesada, negó su amor al pirata. A él y a su palo por pata. "Sueño con tu mirada, princesa mía, con tus ojos grandes y tristones, y me embarco en ellos, cada noche, atravieso mares oscuros de aguas heladas, defiendo tu honor ante bandidos y bribones, y exhausto al final del viaje y la dura jornada, me adormezco en los brazos de tu recuerdo, mi princesa amada". En aquella isla desierta y desterrada, entre rocas, traviesos cangrejos y ensenadas, el pirata y su palo por pata seguían las huellas y buscaban, con cada nuevo amanecer, el corazón de su princesa deseada. A él, que nunca le importó que antes fuera duquesa y alegre vendedora de fresas, que jamás había enarbolado un reproche a su desordenada procedencia y cuna, le bastaba una mínima pista en la arena para desvanecer su tristeza y su pena y reanudar con ahínco su amorosa pesquisa. Y cuando florecía la noche, y sus cabellos canos alborotaba la brisa, tres flacos gusanos tomaba por cena, tres gusanos y el recuerdo de su cristalina risa. "Sueño contigo, princesa mía, a la tenue luz de esta luna, sueño con tener la fortuna, un día, de que tu vida y la mía sean sólo una." El gusano burlador2/7/2019 Va el gusano de cadáver en cadáver, mordiendo un hueso aquí, mordiendo un hueso allá. Va el gusano burlador, despacio, tomando su jarabe. Un muerto tieso aquí, un muerto tieso allá. El gusano burlador, que burla al tiempo, a los hombres y, de la morgue, a su celador calvo con llave, no supo hallar la forma de burlar el catarro. Y ahora toma, despacio, su reconfortante jarabe, que guarda con celo en su bolsillo, en un minúsculo tarro amarillo. Va, de cadáver en cadáver, el gusano burlador, mordiendo un hueso aquí, mordiendo un hueso allá, tosiendo con vehemencia en la cara de un finado, alborotando las greñas de un tipejo postrado. Un muerto tieso aquí, un muerto tieso allá. El gusano burlador, que burla al viento, a los pobres y, del infierno, a su diablo más enfurruñado, no supo hallar la forma, ay, tormento, de burlar el enfriamiento. Entra el celador calvo en la morgue. Espanto hay dibujado en su rostro, manchas de tomate se ven en su uniforme. Con los brazos en jarra, con descontento muy severo, el celador calvo se detiene, arruga el entrecejo y da un puntapié al perchero. -¿Quién agujerea a mis muertos? -exclama con airada pesadumbre-. ¿Quién muerde los huesos, uno aquí, otro allá, de mis difuntos tiesos? ¿Quién, acaso estamos locos, dejó en las mejillas de mis fiambres este rastro de diminutos mocos? Va el gusano de cadáver en cadáver, mordiendo un hueso aquí, mordiendo un hueso allá. Va el gusano burlador, despacio, tomando su jarabe. Un muerto tieso aquí, un muerto tieso allá. Ay, tormento, qué enojoso enfriamiento, qué inoportuno catarro. El gusano, sigiloso, se oculta con hábil destreza entre las botas, cubiertas de barro, del celador calvo. El gusano burlador, que burla al sol, al invierno y, del amor, al poeta más sesudo, no supo hallar la forma, ay, dolor, de burlar el estornudo. Duendecillo del alba1/7/2019
No hay madrugada, no hay lienzo de estrellas dormidas, no hay sol de ojos entornados que bostece entre nubes cobrizas, ni nubes cobrizas, no hay amanecer, ni aromas de café primerizos, no hay leves reproches de niños perezosos, ni conductor de autobús, ni caprichos densos de chocolate. No hay luz, ni esperanza, ni deseo. Sin ti, duendecillo del alba, no hay nuevo día. El muchacho enamorado camina sin rumbo, atrapado en la noche, en la noche larga y oscura que apenas consuela y alienta el latido vacilante de su corazón, camina sin brújula en la mirada, enfermos los vaivenes de su cordura, apoyado débilmente en la baranda de bruma y espuma que le tienden sus recuerdos. El muchacho enamorado guarda con celo sus lágrimas, las protege con tenaz coraje, las custodia ante el miedo y la duda, las aparta, desazonado, de las afiladas garras de la sospecha. Ay, duendecillo del alba, ven, acércate, pues sin ti no hay nuevo día. El muchacho enamorado deambula sin paso entre callejones solitarios y estrechos, encaramado a su burbuja de aflicción, flotando en la noche larga y oscura, su ánimo menoscabado, febriles los vaivenes de su anhelo, aferrado a la estela desvanecida de su memoria. Empuña, desafiante, imaginarias espadas en alto con las que reta al tiempo, a esa noche, larga y oscura, que, terca, porfiada, se resiste a marchar. Porque sin ti, duendecillo del alba, no hay madrugada, no hay lienzo de azules terciopelos, ni estrellas dormidas, no hay sol de ojos entornados que bostece entre nubes púrpuras, ni nubes púrpuras, no hay amanecer, ni aromas tempranos de café. Sin ti, duendecillo del alba, no hay nuevo día, y, sin nuevo día, no hay nada. Ven entonces, duendecillo, y disipa la noche, y permite al muchacho enamorado extinguir el temor y la angustia, al fin, entre sus brazos. Mago envanecido28/6/2019 Soy un rey sin corona, el lado opuesto, la mitad de un secreto, el rumor a medias del viento en la ventana, el fragmento menor de una verdad, las notas mudas de un piano, la luna asfixiada en baños de sol, el grotesco bufón con quien ya nadie ríe, la carretera cortada, el sendero que muere en el río, la mañana sin café, la fugaz tormenta de verano en un mes de abril, el dolor que no remite, el ave que no aprendió a volar, el muñeco al que ningún niño abraza, el invierno sin nieve y sin hogar, el marinero desembarcado y el velero sin mar, el horizonte sin fuego ni ocaso, la esfera del reloj sin agujas, el poeta de versos vacíos, el libro huérfano de prosa y el pintor al que enviudó su musa. Sin ti, soy todo eso. Y contigo, con el sólo esbozo de una tímida sonrisa, con el descuido de tus manos en las mías, soy un hombre, soy todos los hombres, soy el mago envanecido que hace girar el mundo a su capricho. La princesa desmayada27/6/2019 Vi pasar un carruaje a altas horas de la noche, tan altas como enormes cipreses, tan noche oscura como la oscura envidia que su balanceo opulento en los hombres provocaba. Vi una princesa desmayada en su interior, vi sus pálidas mejillas, tan pálidas como la demacrada nieve de mis amargos inviernos. Vi su rostro desvanecido, y así como súbitamente desfallece el ánimo al borde de un abismo, así como huyen las fuerzas ante un inmenso peligro, cual ejército desmembrado, así desfallecí yo en mitad de aquella noche de altas horas. De puntillas, asomado tímidamente al horizonte, cuando el día languidece, mi ojos cansados y huérfanos de consuelo examinan minuciosamente el paisaje, y buscan sin descanso, cada ocaso, entre campiñas y caminos, entre gentes y riachuelos, entre bosques de terciopelo y montañas de piedra fría. Ay, princesa desmayada de mis sueños desmayados. Si pudiera yo, con un beso de cristal templado, acariciar tus suaves mejillas y reanimar tu aliento sonrosado. Si pudiera yo, con osadía, abrazarme a tus secretos deseos. Vi pasar una calesa a altas horas de la noche, tan altas como enormes muros de dignidad y granito, tan noche oscura como la oscura pesadumbre que en mi corazón su balanceo delicado ocasionaba. Vi una princesa desmayada en su interior, vi sus pálidas mejillas, tan pálidas como las marchitas promesas de mi atormentada infancia. Vi su rostro desvanecido y abrumadoramente hermoso, y así como repentinamente desfallece el pudor en el umbral de un pecado, así como huyen el vigor y la vehemencia ante el rumor de una condena, cual ejército desmembrado, así desfallecí yo en mitad de aquella noche de altas horas. Si pudiera yo, con osadía, ay, princesa desmayada, anudar mis anhelos a tus secretos deseos. Cambio de aires26/6/2019 Amalia se despidió de la familia, de los amigos, de sus vecinos, de los tenderos del barrio y del cartero que jamás le trajo la carta que esperaba. Se despidió de todo el mundo, y después se metió en la cama y se marchó. Cada uno tenía su hora, bien lo había sabido ella hasta hoy. A cada uno le tocaba cuando le tenía que tocar, y no había verdad más grande. Su padre decía que a unos les tocaba antes de que lo esperasen y que, a otros, les tocaba antes de que lo merecieran, pero que la vieja de la guadaña siempre estaba ahí, que siempre aparecía sin avisar y sin pedir permiso. Cuando a uno le llegaba el premio, no había puertas cerradas. Decía que la vida podía o no parecer injusta, que los había con suerte y evitaban a la vieja hasta muy tarde, y que los había desgraciados a los que atrapaba en la primera curva, pero que la vida era lo que era, y que no había más leña que la que ardía. Aunque otra verdad muy distinta, y bien lo había sabido Amalia, era que la vieja la esquivara a una sin motivo. Aguardó la carta de Ignacio después de que él se marchara al extranjero. Despertó cada una de las mañanas que formaron su ausencia con una sonrisa en el alma y un suspiro en la garganta, y bajó al buzón de puntillas cada una de las tardes que poco a poco formarían su infierno. Al cabo de tres años, la carta que llegó no era de Ignacio, sino de un desconocido que le informaba de su muerte. Pero ella se negó a creerlo y, testaruda y obcecada como una niña, se convenció de que sólo era una coincidencia desagradable. Y aguardó todavía la carta de Ignacio, y despertó cada mañana con la sonrisa en el alma, y bajó cada tarde al buzón tan esperanzada como siempre. Y la pretendieron hombres, y se enamoró de ella el atardecer, y la luna le recitó versos las noches de verano, pero nada logró apartarla del recuerdo. Amalia miraba las cosas por encima de su significado y, aunque fingía ser coherente en su diálogo con los demás, hasta el último de los gorriones que la visitaron en su ventana supo de su pena y de su vacío interno, y de la locura en forma de serpiente que la rondaba en sus sueños. Por eso, cuando se despidió de todo el mundo y uno de sus sobrinos le preguntó si había pensado en hacer un viaje a alguna parte, ella sonrió con la sonrisa que guardaba en el pecho y dijo que no, que sólo era un cambio de aires. Despecho25/6/2019 No siento dolor. Sólo siento desprecio. Pero es extraño el balanceo vertiginoso de mi náusea, que ayer me hizo sentir este desprecio por él y hoy provoca que sea yo mismo quien lo inspire. El odio y la soberbia me impidieron escuchar sus disculpas, sus argumentos huecos e inútiles, y ahora no tengo el valor de enfrentarme a mi propio reflejo en el cristal. ¿Es posible limpiar una culpa con otra culpa? ¿Se puede curar una herida infligiendo otra herida? Si no siento dolor, si sólo es desprecio, ¿por qué no soy capaz de respirar? ¿Por qué me abrasa el aliento la garganta? ¿Por qué no me alivia el aire frío de la mañana? ¿En qué me he convertido? ¿En qué me ha transformado el rencor? ¿Por qué, cuando duermo, no duerme conmigo esta ansiedad malsana? ¿Por qué no se diluye el veneno? Necesito descansar. No encuentro la luz, la he perdido. Hay una sombra en los pliegues de mis manos, una penumbra de carcajadas muertas que me atormenta los oídos. No sé dónde puse los latidos del corazón. ¿Por qué ha salido el sol y sigue habiendo noche en mis ojos? No encuentro la luz. Estoy caminando a ciegas por un sendero plagado de gritos y escombros. Si no siento dolor, si sólo es desprecio, ¿por qué no soy capaz de aquietar la mente y su tortura? Si únicamente es desprecio y no dolor, ¿por qué no puedo acallar el temblor de mis labios? ¿Por qué duele si no es dolor? La ciudad sin ti21/6/2019 Las hojas abiertas de una puerta desmesurada, antigua madera herida, antiguas noches secretas en amarga vela; el sol tardío de un verano moribundo que deslumbra la calle; las huellas invisibles, borradas por la gruesa lluvia, de un mundo vacilante y taciturno que cruza incansable de un lado a otro, asfalto hoy, adoquín ayer, barro y polvo anteayer; la brisa con su remendado disfraz de vendaval; escaparates luminosos, muñecos sin rostro, sin alma; el estruendo gris en cada esquina; las ventanas de oscuros cristales que vomitan drama y miseria; individuos con premura y sin rostro, sin alma; el niño que desgarra su llanto, que castiga su juguete; el carmín desencajado de una prostituta; el pan despedazado en las manos de un hombre; un perro sin dueño, sin collar, sin ladrido; escaleras de piedra, latidos agudos de afilados zapatos que arañan la esfera de un reloj; la cúpula vertiginosa que desdibuja el vientre de una nube huérfana; los destellos rojos, los reflejos verdes; el estúpido estruendo en cada esquina. He salido a buscarte. Pero la esquiva ciudad, con astucia y crueldad exquisitas, oculta hoy el debilitado rastro de tu áspero y fugaz pasado. Y así ayer, y así mañana. El palabrero20/6/2019 Afanado sobre el papel, inclinado en actitud religiosa, el hombre se acalora a medida que la búsqueda se vuelve más y más insoportable. Los minutos se extienden con la terca paciencia infatigable de un pescador avezado. La aguja más larga se precipita al vacío y se recrea remolona en lo más bajo de la barriga del reloj. Es atravesar la arena infinita de una playa desierta bajo un sol de justicia, es cruzar a nado un mar en calma, inacabable, con el espejismo de la costa preñada de rocas en el horizonte. Cuando surge la palabra, y qué tormento rescatarla de entre tanta materia gris, los minutos ya no son densos, sino fluidos y transparentes como el hálito de un cangrejo colorado y moribundo. Las agujas del reloj se sacuden la pereza y chocan entre ellas con la torpeza de las prisas. Vamos, que ya llega, que ya la tenemos. El obrero de la palabra moja la pluma en el tintero y traza curvas caligráficas sobre el áspero y amarillento papel. Luego, alza con orgullo su tesoro y lo prende con pinzas de madera en una cuerda tensada. Ahí queda la cosa, ahí queda, bien parida. El tendedero ya luce ufano más de catorce palabras distintas. Ahora es tiempo de reposo, aunque breve, de reposo y de un sorbo de vino tinto, bien tinto, y de eructar satisfecho los vapores del trago. Después, el regreso al oficio. El palabrero vuelve a postrarse sobre la mesa y el papel, estrujando de nuevo la materia color ceniza del seso. Y vuelta a la playa extensa, vuelta al océano dormilón. Un cangrejo bermellón y malcarado, pariente del recién finado y enlutado rigurosamente hasta las pinzas, pellizca con descaro las nalgas del maestro y le sonsaca un chillido bostezón. La aguja minutera del reloj se afila con paciencia otra vez en lo más bajo de la barriga y aguarda somnolienta un nuevo y laborioso hallazgo del hombre. Maldita mi estampa y los huesos que me sostienen, se dice éste, que acaba de perder una palabra después de acariciarla con la punta de la lengua. Y más vale dejarla escapar que arrojarle el sedal de nuevo, bien lo sabe. Más vale empeñarse en descubrir otra que seguirle el rastro a la que resbala de los labios. Torpe maniobra que bien merece un pescozón. El cangrejo le muerde la nalga y el maestro se da por reprendido. Tampoco vayamos a excedernos con la amonestación, narices, que palabras hay miles, y paciencia, suficiente. Echemos un sorbo de vino y reposemos un instante, que el alcohol es consejero antiguo de la escritura. Y buen amigo. Y confidente. Echemos un trago, demonios. La pluma, aunque no pesa más que una pluma, se torna pesada como el plomo en momentos de escasez palabrera. Risueña tú19/6/2019 Las notas agridulces de pianos marchitos que componen su melodía, los aromas desgarrados de que están hechos sus recuerdos; el sol, que apenas deslumbra hoy; el terciopelo áspero y deslucido de sus manos. La vida, ráfaga de melancólico y desdeñoso viento, que se filtra entre los dedos. Si cada brizna de esa luz que respiro, si cada uno de esos sueños de algodón que me arropan en mitad de la noche, si cada uno de los besos que guardo en ese delicioso cofre de párpados e incienso, si se extinguieran, si disiparan su figura y su aroma... Si la vida no viviera, si la sombra engendrara más sombra, si me extinguiera, si disipara mi aliento y mi figura... Un día más, una aurora más, un rumor nuevo. Eso pido. Me asomo a la ventana, abismo del pensamiento, y los fragmentos de cristal me hieren las manos, encuentro horizontes hoy de seda deshilada, crepúsculos quebrados de un sol moribundo y desconcertado. Y me apiado de esta estrella fatigada, y me enternece su dolor y su soledad, y me duelen sus lágrimas de oro fundido. Te prefiero risueña a ti, pues, porque así son más risueñas las olas del mar, porque así sonríen también la arena y la brisa en mis paseos contigo, porque así sonríe la noche y ya no es fría, porque así late alegre mi corazón, porque muere, entre latidos, por vivir contigo. Tu sonrisa envuelta en papel, regalo tardío que encuentra prematuro unos brazos, el blanco destello que el velo de unos párpados apenas contiene. Archivos
Marzo 2024
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