Israel de la Rosa

Relatos breves de una vida

Muñeco abandonado

28/5/2020

 

​         Dos ojos saltones, redondos como lunas llenas, y una nariz roja en el centro de su cara, o de su cuerpo, pues no es más que una bola azul de pelo suave del tamaño de una nuez. Está solo, está abandonado en la calle. Se ha visto reflejado en un fragmento de cristal, y su propia imagen borrosa lo ha hecho sentir aún más abandonado y solo.
           Qué cosas: siempre había deseado volar, había anhelado ser pájaro por un día, o mariposa, o simplemente un mosquito, porque fue incapaz entonces de imaginar qué sensación extraña y maravillosa podría experimentarse al surcar los aires, y hoy, sin esperarlo, ha volado como una gaviota desde la ventanilla de un coche hasta la acera. Del coche de su dueña protectora a la acera sucia de un mundo grande y desconocido. Desechado como un pañuelo de papel. Confinado al olvido, menospreciado.
       Tal vez haya hecho algo mal, tal vez haya estropeado uno de esos momentos de paz que su dueña disfrutaba con tanto celo. Tal vez, con su presencia, haya quebrado el clima frágil del dormitorio. No lo sabe. Se encuentra angustiado y muy confundido. Si supiera, lloraría.
         Es un muñeco abandonado en la calle, sólo eso. De ojitos saltones y redondos, azul, de nariz roja y chata. Sólo es un muñeco asustado sin dueño. Está él, están los coches mudos, están los gorriones en la baranda del parque, están los charcos de la lluvia reciente, están los envoltorios de golosinas, que son juguetes del viento, están los semáforos parpadeantes, está el ruido de la Navidad en las casas, y están las casas, están los edificios altos, que suben al cielo, y están las nubes, que también son juguetes del viento, y está la nieve esperando, y está el frío, y la luna, que saldrá luego, y mil estrellas, que son luciérnagas de vida eterna, y mil estrellas más, y mil más.
           El muñeco es sólo un punto azul en este paisaje urbano de diciembre, un punto azul que tiembla. Lo he visto, por casualidad, al agacharme a recoger una moneda, escondido detrás de un cartón. Tiene miedo en los ojos. Si pudiera, correría.
         Me he ofrecido a él como dueño. No sé si le gusta la idea, o si tenía otros planes, o si prefiere a otro. El caso es que no se ha quejado cuando lo he cogido. No ha dicho nada. Quizá porque sólo es un muñeco.

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Caperu

20/5/2020

 
​
​         Sustituyó la caperuza roja por un pañuelo blanco y la capa por un pareo floreado, pero seguía siendo ella. Se desentendió de la cestita de mimbre y ahora lucía un bolsito negro de cuero y remaches donde sólo tenía cabida el mechero y las llaves de casa, pero seguía siendo ella. Había cambiado los zapatitos rojos por unas botas que le cubrían las piernas más allá de las rodillas, pero seguía siendo ella. Y tampoco tarareaba cancioncillas silvestres, sino extrañas e irreconocibles melodías.
          -Si baaang, si baaang...
          Y, además, había abusado del carmín y del perfume de melocotón.
          -Si muuu, si muuu...
          Aunque, no nos engañemos, a los ojos del lobo seguía siendo la misma encantadora y dulce criaturilla.
         -Qué sorpresa –dijo el lobo, embutido en su disfraz de guarda forestal-. Tú por aquí, Caperu. ¿Y eso?
          -Hola.
          -¿A visitar a la abuela?
          -Te importará mucho a ti.
          -Qué insolente que eres, hija.
        La niña pasó de largo, apretando el paso. El guarda se enjugó la baba y se pellizcó la bragueta. Y echó a correr.
          La puerta de la casa estaba entornada.
          -¿Abueli?
          -Pasa, nena. Estoy en el dormitorio.
          -Te he traído tabaco.
          -Déjalo en la mesita, anda.
          -Huy, tienes los ojos mogollón de raros, abueli.
          -Los tengo así para... para... para ver mejor en la oscuridad.
          -Y tienes las uñas superlargas.
          -Las tengo así para... para hacerte cosquillas mejor, cariño.
          -Y los brazos... Mírate los brazos, abueli: llenos de pelo.
          -Para soportar mejor el frío, Caperu.
         De repente, la auténtica abuela de la niña abrió la puerta del dormitorio de una patada y apuntó con la escopeta al lobo.
        -¡Jobar! –se sorprendió la niña-. Si tú estás ahí, abueli, ¿quién es esta abuelita?
        -Un impostor pervertido –le contestó, sin dejar de apuntar al intruso-. Aparta, que le voy a meter el cartucho por donde hace caquita.
           -Conténgase, señora –le pidió el lobo-, que yo ya me iba.
           -A ti te voy a enseñar yo modales, degenerado –masculló la anciana.
          Y apretó el gatillo, pero la escopeta era una reliquia y no hizo pum, y el lobo aprovechó la circunstancia para morder a la abuelita en el cuello y a la niña en un pezón. Y después se marchó, silbando satisfecho.


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Reflexiones de alguien muy delgado

6/5/2020

 

​            Nací y me crié, casi invisible, a la sombra de su risa y de su mal humor, y caminé sin tregua alrededor de su cuerpo, regalándole unos suspiros que me fueron robados, y la abarqué sin brazos, y la acaricié sin manos, y la besé sin labios. Nací y me crié a la sombra de su amor, que me fue arrebatado, y tropecé mil veces en ella, y le causé dolor, y me bañó con sangre, y me maldijo.
           Ahora, cuando la veo despertar, cada mañana, cuando la veo amanecer con ese gesto enojado de niña consentida, la maldigo yo, la maldigo desde mi destierro, la maldigo con ahogo por haberme arrancado de su lado, por haberme confinado a mi caja, maldita niña malcriada, maldita criatura adorable.
       He conocido manos más dulces que las suyas, más diestras, más cariñosas, más cálidas y atentas que las suyas, he disfrutado de un halago espontáneo, impensable en ella, he sentido la presión de unas yemas mil veces más suaves y delicadas que las suyas, más humanas que las suyas, pero no me conforta, porque es su torpeza y su desdén lo que añoro, porque es su desaire lo que imploro, cuya ausencia me condena.
          Maldita niña mimada, malditos ojos de ángel travieso y maldito su mirar de tormenta, maldita risa de caramelo, malditos labios de primavera, maldito caminar de marejada, maldito su aliento de vida, que tanto me falta, que tanto me ha quitado. Maldita seas por ser lejana, maldita seas porque me rindes, porque me mueres.
           La inercia en mi caja es mayor sin ti, es más fría y más de acero. La compañía de las otras no consuela. Ya no hay caricia que compense un poco, ya no hay rumor de pájaros en la ventana, ya no hay murmullos alegres de lluvia, ni vientos silbando fiesta, ya no hay aromas a domingo en la habitación, no en mi caja.
       Estúpida criatura ingrata, estúpida criatura de hielo y de brumas. Estúpida e insensible juventud. Escaparé de mi caja, algún día, y me perderé en el pajar para que nunca me encuentres.


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