Relatos breves de una vida
Como al ratón30/8/2019 A Eduardo le ocurrió como en la fábula del ratón azul, como en ese cuento despropositado del roedor avaricioso que coleccionaba margaritas. A Eduardo, igual que a muchos hombres, le pudo la codicia del amor. Ahora le duelen las manos de tanto esconder en ellas el rostro, ahora llora penas de niño y se pellizca los recuerdos culpables que le suben por el pecho. Ahora, pero antes no. El ratón azul de la fábula había buscado con afán un puñado de margaritas con que poder rellenar su almohada. Robó seis de un jarrón del comedor, y tenía suficientes, pero se le antojó hallar una más. De modo que abandonó la casa y salió al jardín a buscarla. Esquivó el perro del jardinero, correteó inadvertido por el gato que dormía en la ventana y se ocultó en un ladrillo para que no pudiesen verlo las niñas del columpio, y allí esperó a que todo el mundo se marchara y lo dejaran solo. Cuando lo hicieran, arrancaría las margaritas que adornaban la escalera breve del porche. Serían todas para él. No sólo rellenaría la almohada, también el colchón, y forraría la alfombra, y cubriría las paredes… A Eduardo le ocurrió como al ratón de la fábula, que tenía suficiente y deseó más. Le bastaban unos labios y quiso besar más, lo saciaban unas caricias y anheló la embriaguez de muchas otras. El saco de la avaricia está deshilachado, es frágil, y únicamente soporta el peso de una carga discreta. Ahora lo sabe, pero antes no. En el jardín de las margaritas, la noche resbaló entre las enredaderas y trajo consigo una brisa fría que helaba palabras y suspiros. El jardinero acabó el trabajo y se alejó con su perro, el gato se refugió junto a la chimenea y las niñas del columpio olvidaron el juego por esa tarde. Entonces, el roedor azul surgió del ladrillo y, como era la primera vez que abandonaba la casa y no sabía orientarse en la noche, desprendió los pétalos de sus seis margaritas y los depositó en el suelo a medida que avanzaba, igual que las miguitas de pan de otro cuento. A Eduardo le ocurrió como a este ratón de fábula, que no supo contentarse, que no supo hallar belleza en la sencillez. La brisa fría que vació el jardín fue la misma que se llevó después los pétalos de las margaritas, arrastrándolos lejos del roedor azul. A Eduardo lo castiga otra brisa fría, la del desprecio y la indiferencia. Es casi un viento helado que agrieta las mejillas y corta la piel de los brazos. Ahora sabe cuánto duele, pero antes no.
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Navidad a solas25/7/2019 De niño, Emilio había disfrutado de la Navidad hogareña y clásica que se pinta en las postales. En las Navidades de su infancia siempre hubo una mesa larga, inacabable, sembrada de platos y de risas, y un árbol adornado junto al televisor, preñado de regalos. Hubo una abuela risueña y sin reproches, unos padres amables y unos hermanos cariñosos que hacían bromas. Hubo sidra, dulces y promesas. Hubo un gato, el de la familia, al que colocaron un gorrito rojo el día de Nochebuena. Hubo abrazos y buenos deseos. Hubo paz. Hubo alegría, de ésa que se refleja y se pinta en las postales. Hubo de todo. Luego, Emilio había crecido hasta convertirse en un muchacho grande y listo. Se interesó por las matemáticas, se enamoró de los números y acabó contrayendo matrimonio con una empresa de finanzas. Le fue muy bien. Ganó mucho dinero, más del que nunca habría creído posible. Compró un coche lujoso y una mansión en el barrio más caro. Dejó de ver a su familia; se limitó a llamar por teléfono. Tenía tanto trabajo en la oficina, tantos números que ordenar, tanto dinero que invertir y desinvertir… Y cambió la cena de Nochebuena en casa por un bocadillo en su despacho. Necesitaba hacerlo; su tiempo era valioso, su tiempo era dinero. Mientras el resto del mundo se limitaba neciamente a brindar y a comer turrón, él podría multiplicar su riqueza. Y así fue. Pero ocurrió, unas Navidades, que Emilio recibió una visita inesperada en su despacho. Era un hombre bajito de gabardina azul y bigotes blancos que le propuso el mayor y más próspero negocio de su vida: le ofreció, a cambio de un céntimo, todas las cosas materiales del mundo. Emilio pensó que era una broma, aunque aceptó de buena gana. Estrechó la mano del hombre y brindaron por el trato. Al día siguiente, cuando despertó en su mansión del barrio más caro, comprobó que el hombre no había bromeado. En el salón, junto a la chimenea, había un saco enorme repleto de llaves: eran las llaves de todas las casas de la ciudad, y no sólo de aquélla, sino de todas las demás ciudades del mundo. Salió a la calle y vio que estaba desierta, pero no importaba, no importaba porque todo era suyo, cualquier cosa que hubiera en la calle llevaba su nombre escrito, y los restaurantes estaban abiertos para él, aunque vacíos, y había cientos de platos humeantes en las mesas vacías, para él, y miles de flores en las floristerías vacías, todas suyas, y millones de pasteles en las pastelerías vacías. ¿Dónde se había metido la gente? ¿Y qué importaba? Todo era suyo. Los edificios más altos, los aviones, los barcos, los países… Vacíos de gente, pero suyos. Había logrado el éxito, el auténtico éxito. Era el rey del mundo. Había reunido la mayor de las fortunas. ¿Quién le prepararía ahora el bocadillo de Nochebuena?, se preguntó. ¿Y qué importaba, demonios? ¿Acaso la Navidad no era maravillosa? ¿No lo era? Después se echó a llorar. Y deseó morir con todas sus fuerzas. Archivos
Marzo 2024
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