Relatos breves de una vida
El ascensor19/7/2019
Coincide cada mañana con el taxista, que ahora conduce un autobús. Se saludan siempre escuetamente y, después, cada uno mira a un lado. El taxista usa perfume denso y caramelón, como caramelonas son sus caricias en el tirador de metal de la puerta del ascensor, o en los botones, o en los cristalitos de dentro, que son como las ventanitas de un submarino. El taxista se aleja. Coincidirán más tarde, tal vez por la noche. Tropieza cada mañana con la pelirroja de la bufanda azul, que se operó las pecas y ahora luce el rostro blanco y despejado. Se saludan con un gesto leve, marchito de efusividad, y, después, cada uno mira a un lado, aunque ella siempre afecta cierto recato. Bien sabe él que es postizo; la conoce ya mejor que su madre. La pelirroja se aleja. Tropezarán más tarde, tal vez al mediodía. Se reúne un instante, cada mañana, con el fumador de puros del tercero, el que tose de tres en tres, que ahora fuma en pipa. Se saludan siempre sin saludarse; los buenos días viajan escondidos en la boina del fumador. Cada uno mira a un lado, atienden con fingido interés al crujido de los cables, repasan los planes del día... El fumador se aleja. Se reunirán más tarde, tal vez con el ocaso. Y se enamora cada mañana de la morena del abrigo oscuro, que suspiró un día en el diminuto universo del ascensor y, ahora, aun cuando ella no está cerca, el suspiro se arremolina y le acaricia el alma. Se enamora cada mañana con la melodía de sus pasos, que es un tamborcito de procesión, con el aroma que regalan sus movimientos más sencillos; se enamora con verla, con escuchar el tictac orgulloso de su reloj. Lo saluda ella, siempre con frescura, empapada de vida, pero él calla porque no tiene voz y, después, muerto de miedo, se refugia mirando a un lado. La morena del abrigo oscuro se aleja. Él volverá a enamorarse más tarde, tal vez antes de que se ponga el sol. Los días se hacen largos. El silencio es de piedra y ahoga. A veces, los niños juegan con él a media tarde: arriba, abajo, arriba... El portero de la finca les regaña y amenaza con contárselo a sus padres, pero ellos se ríen y echan a correr, y enseguida, en cuanto el portero se distrae en la calle, regresan con sus juegos latosos, y otra vez arriba, y abajo, y arriba... Y el ascensor, en el fondo, agradece la presencia cargante de los niños, porque así logra separar su mente del abrigo oscuro, y se olvida un poco de las horas que restan para enamorarse de nuevo.
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En la editorial11/6/2019 Salgo del despacho sin estrechar la mano del hombre. Me despido con un breve adiós y enfilo el pasillo en busca del ascensor. Con los nervios y el enfado, he olvidado los vértigos y el mareo de las alturas. Pulso el botón, aunque ya nadie pulsa los botones, ahora deslizamos la yema del dedo índice por encima del acero y una lucecita nos sorprende con un entusiasmo que no compartimos. Aguardo a que la caja ascensoriana alcance la octava planta y, mientras, me fumo un pitillo imaginario. -Buenos días -saluda alguien, un anticuado, porque ya nadie saluda en los edificios de pública y multitudinaria concurrencia. -Buenos días -digo yo, y me esfuerzo por fingir una actitud amistosa. El caballero tose, y yo me vuelvo hacia él con la sonrisa paciente del que presencia la enfermedad crónica sin pestañear. Diablos, el tipo está fumando seis cigarrillos a la vez, todos a un tiempo: los tiene apresados entre los dedos, qué malabarismo, qué barbaridad, qué ganas de hacerse un agujero en los pulmones. -Estoy intentando dejarlo -me dice, y de pronto se revuelve en un espasmo y cae al suelo, y yo lo miro, impertérrito, mientras el caballero se ahoga en una baba grisácea y le surge un inquietante humillo por las orejas. -Va usted a poner la moqueta perdida -le reprocha una mujer enlutada, enlutada y gorda como una vaca golosa, que, para colmo, le clava el tacón del zapato en la garganta y le arrebata con destreza los seis cigarrillos de entre los dedos. Las puertas del ascensor chirrían y la vaca enlutada se abalanza al interior. Da una calada múltiple a los pitillos y luego los arroja fuera de un papirotazo. Me aparto, prudente, para evitar las bengalas, y en ese instante el ascensor se desploma y se precipita al vacío por el hueco con la vaca en su interior, o en brazos, a quien oigo chillar de espanto justo antes de estamparse en el fondo del agujero. -Otra vez -comenta un hombre, que, a juzgar por su uniforme, debe de ser el portero. ¿Y qué hace el portero en la octava planta? -¿Perdón? -digo yo, algo perplejo. -Otra vez -repite el hombre, satisfecho con su crónica-. Ya van tres con ésta. El ascensor, que no pita. ¿Había alguien dentro? -Una vaca... Una señora -contesto yo en dos tiempos, y me sonrojo por la descortesía. -Ya dije en la asamblea de la comunidad del mes pasado que el ascensor no pitaba. Los cables no pitan. El otro día, después de caerse la última vez, hice un apaño con una maroma. Pero no ha servido, ya ves. -No ha pitado -comento. -No, no ha pitado. Y es una lástima, porque a esa maroma le tenía yo mucho cariño. Mi cuñado se ahorcó con ella y la conservaba como recuerdo. No somos nada. Hoy estás aquí, y mañana te has ido. ¿Lo ves? Y el infierno siempre está más abajo que nosotros. Que se lo cuenten a la señora. ¿Era guapa? -No mucho -contesto, y disimulo mi desgana en la descripción. -Da igual. Polvo somos, y a tomar viento. Por cierto, te estarás preguntando qué puñetas hace el portero en la octava planta. ¿Quieres saberlo, campeón? -No, ahórrese la explicación -le digo, y entonces me dejo caer por el hueco. Si al editor le hubiera dado la gana publicarme el libro, nada de esto estaría pasando. Pero hay gente con verdadera mala leche. -¡Muchacho! -grita el portero, asomando la cabeza por el hueco-. ¡Que no somos nada, ya ves! ¡Y el infierno siempre está más abajo! Archivos
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