Relatos breves de una vida
El perro del vagabundo26/6/2021 El destino de cada hombre no siempre es exclusivo del que lo disfruta, o del que lo padece, sino que suele compartirse con alguien más: una mujer, un hijo, una hermana, un perro... Como, pongamos por ejemplo, el perro de este pobre hombre, o de este hombre pobre. El animal no tuvo nada que ver con la mala gestión de sus acciones, o con el descalabro de su empresa, otrora boyante, o con el continuado despilfarro de su dueño. El animal no dijo ni media palabra durante todos aquellos años de obnubilado y ciego comportamiento. El perro, qué culpa tuvo el angelito, asistió impasible a la caída vertiginosa de su amo en las finanzas. Tan impasible como ahora, que, sentado a medias en el portal de una casa vieja, muestra a los viandantes su porte orgulloso y jadeante, mientras aguarda con infinita paciencia y cariño a que su dueño acabe de rebuscar en los contenedores. El animal no entiende de pobrezas o de caprichos. Acaso, de frío o de humedad; no se duerme igual en la calle que en aquel lejano salón comedor, tan confortable como un jardín de algodón tibio. -Nada -dice el hombre. El perro se incorpora y se acerca a su amo. En el corazón del animal hay una sonrisa tan grande como la mansión en que antes vivía. -No hay nada, Gabi. Vámonos. El hombre echa a caminar y el perro lo acompaña, muy de cerca, procurándole su aliento. El animal tiene hambre y no sabe cuándo llegará el momento de comer alguna cosa. Por un hueso podría estar ladrando hasta enmudecer. Pero por una sonrisa de su dueño, podría maullar y volar como un pájaro.
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La vida huele24/3/2021 Estoy en la sala de espera de un hospital. Estoy esperando algo, no sé muy bien qué es. Estoy mal sentado en una silla rígida, mal dispuesto a seguir esperando, y el olor del amoniaco me aterroriza. Está por todas partes. Es un monstruo de zarpas amarillas que me espía por la rendija de una puerta entornada. Es un monstruo agrio que me intimida y, con alevosía, me aparta de los demás olores, encubriéndolos. Ha salido un médico a la sala de espera, a esta sala blanca que es como la habitación secreta y siniestra de un extraño museo de cera. Somos pocos los muñecos, aunque suficientes para completar una colección insólita. Somos la obra maestra de un artista perturbado, un trabajo perfecto de imperfecciones. Si hubiera un espectador, afortunado o no, admiraría nuestra belleza. Pero el médico recién llegado no es más que un mero conservador de museos, implacable en su oficio. Se acerca despacio a uno de nosotros y le habla con murmullos. En mi infancia había murmullos como esos, y olían a pan. En mi infancia había una diosa detrás de un mostrador, en una panadería, y todos la veneraban. Los hombres murmuraban junto a su puerta, enloquecidos, y yo acudía cada mañana a verla con el pretexto de un recado, con las monedas y mi firmeza débil de varón en un bolsillo, dulcemente estremecido, y le robaba con desmaña una sonrisa. Luego, regresaba a casa abrazado a su aroma a pan. Pero es el monstruo agrio quien ahora me aparta de él, egoísta y perverso, para acobardarme. El médico ha hecho llorar con sus murmullos al muñeco de cera, que poco a poco se derretirá, que acabará fundido por un dolor que debe de quemar como el fuego. O quizá más. Yo soy su próxima víctima, no hay duda, pues me ha mirado un momento con el disimulo torpe del verdugo. Se ha marchado, pero sé que volverá a por mí. En mi infancia había miradas parecidas, aunque más suaves e ingenuas, y olían a hierba mojada. Tenían la misma torpeza, la misma fugacidad. Eran las miradas de una niña en el parque, una niña del barrio en un parque del barrio, al atardecer, cada atardecer. Eran las miradas tibias y punzantes que me distraían del juego, de mis amigos, de mis años de adolescente, y que después me hurtaban el sueño en la cama. La almohada siempre me recordaba su aroma a hierba. Pero es el monstruo amargo quien ahora me aparta de él, malicioso y desalmado, para amedrentarme, para dejarme solo y desnudo de olores en esta habitación de museo. Ahí llega el médico de nuevo. Se acerca despacio. Solo somos muñecos. Historias que ruedan23/2/2021 Como la de Ernesto, que baja solitaria por las calles, con la madrugada, serpenteando entre la niebla, humedeciéndose con el rocío de la noche viuda, con el otoño pálido, solitaria por las calles, encogida de frío, depositando una lágrima en cada portal, en cada saliente de ladrillo, una lágrima de agua herida, acariciando el cristal de las ventanas con un dedo descarnado, murmurando un nombre de mujer, murmurando una vida, dibujando un rastro de ahogo y nostalgia en el suelo, derramando sin cuidado su pena azul, su pena. O como la de María, que gira empeñada alrededor de sus zapatos, arrastrándose igual que una maldición cenicienta, recordándole, al compás del corazón, que fue traviesa, que no hizo bien. Que gira alrededor de su sombra y se arrastra igual que un pecado encubierto, recordándole, al compás de sus pisadas, que fue egoísta. Que gira una y otra vez en torno a sus recelos, igual que un remordimiento amargo, siendo remordimiento amargo, que gira sin alivio, una y otra vez, alrededor de sus ojos inquietos, igual que la certeza incómoda de haber errado, siendo certeza incómoda, recordándole, al compás de su propio suspiro, que fue perversa. Maldito suspiro que delatas su tragedia, maldito escrúpulo, maldita culpa. Maldita, tú, maldita. O como la historia de Alberto, que llueve encaprichada y se arremolina bajo sus manos, que forma charcos espesos de envidia, que le arrebata la calma con su melodía impaciente, que le encadena las prisas y le enreda la cordura. Que llueve, testaruda, y se arremolina en los huecos de su conciencia, que forma barrizales de angustia, que le desvela el juicio con su chapoteo de infierno. Historias sencillas, historias que ruedan, como la de Alberto, que es la historia de un hombre que robó el amor de una mujer, María, y desvalijó el alma de Ernesto. De mano en mano4/2/2021 Así va, de dueño en dueño, de seda en seda, de carne en carne, de sangre en sangre. Así va, sin destino fijo, sin rumbo concertado. Es una daga pequeña de puño rugoso y frío y guarnición dorada, afilada como un viento de invierno. Es mortal como un beso envenenado, y se desliza en el tiempo cabalgando de muerte en muerte, y no distingue inocente de culpable, ni discierne señor de vasallo o ama de sirvienta, y no escoge nunca a su víctima. Así va, de mano en mano. Aúlla el lobo a la luna con dolor en mitad de una noche tramposa, aúlla el lobo mientras los pies descalzos de la mujer acarician el suelo. La daga está escondida bajo la almohada. Aúlla el lobo con angustia, con presagio, mientras la mujer oculta el arma en un pliegue del camisón. Así va, igual que una fábula, viajando de dueño en dueño, igual que una canción de cuna, igual que una herencia maldita, surcando los días, rasgando seda, abriendo carne, dejando una estela sangrienta a su paso. Es una daga pequeña de puño áspero y frío y guarnición de oro, y su filo hiere como la traición de un amante. Es letal como un fuego de infierno. El resplandor de su hoja hechiza al que la toma en sus manos, a aquel que la roba de su reposo, y conforta con su sortilegio el ánimo asesino. Así va, sin ayuda de brújula, de mano en mano. Implora el lobo a la luna que se marche, que se aleje, que se lleve con ella la noche, mientras los pies descalzos de la mujer recorren la oscuridad de la casa. Con la mujer avanza un jadeo leve y un quinqué, con ella camina una sombra deforme, con ella van la daga y la voluntad secreta de dar muerte. Implora el lobo a la luna, pero es tarde. Al final del corredor, la habitación se halla entreabierta. Hay un hombre dormido en la cama. Hay ventanas de par en par que arrebatan al cielo brillos de estrellas, hay una última súplica del lobo, que llega ya distante y sin aliento. Hay, en la estancia entreabierta, una brisa dulce y un aroma a pecado. Hay flores sobre una mesa, también dormidas. La mujer se desprende del quinqué y de la cordura y se precipita hacia la cama. El hombre despierta y la mira. El aturdimiento y la sorpresa se desvanecen pronto. Asoma una disculpa a los ojos del hombre, asoma el miedo. En los de ella no hay temor, solo rencor y entereza: no volverá a tocarla. Así es, pues, con pesar y tragedia, como va esta daga pequeña, de mano en mano, de sangre en sangre. Estar de paso15/12/2020 Luisito, a sus ochenta y dos años, todavía se estremece cuando la vecina del tercero golpea su puerta con los nudillos. El sonido hueco y urgente aún le tensa los riñones y los músculos de la mandíbula. Luisito ya se ha hecho mayor, y los mayores no lloran, pero el miedo no deja de hurgarle en las tripas. Porque, un buen día, Luisito pasaba por allí. Hacía sesenta años que Luisito había pasado por allí; hacía sesenta años que un militar con cara de bestia lo había empujado al interior de un vagón. Porque pasaba por allí. Lo habían empujado al vagón de un tren y lo habían conducido a un descampado. A él y a otros cientos de hombres y mujeres. Cuando alguien se interesa por su historia y le pregunta qué demonios había ido a buscar él a esa ciudad y en semejante momento, Luisito contesta: -Pasaba por allí. Ni siquiera recuerda el nombre de la ciudad. Ni siquiera recuerda si aquella había sido su juventud o la de otro. El rostro de su madre se confunde en su memoria de niño grande con el de la mujer del vestido azul a la que habían disparado en la frente. A los hombres los mataron por cualquier motivo: por ser marica, por ser judío, por ser gitano o por equivocar el saludo; a las mujeres, muchas veces, porque les daba la gana. -¿Qué pintabas tú allí, Luisito? -Estaba de paso. -Pero si eras un chaval, si eras un crío de veinte años, ¿qué narices hacías tú en ese sitio? -No lo sé. Pasaba por allí. Cuando la vecina llama a la puerta, el vientre se le descompone de pronto y el paladar se le vuelve de trapo. -¡Soy yo, Luisito! ¡Soy Amalia! Es la vecina, Luisito. Afloja los puños. Otro militar con cara de bestia tenía la costumbre, entonces, de aporrear cada mañana la puerta del cuchitril donde dormían hacinados como animales. Si se hallaba de buen humor, despertaba a la gente a patadas y les escupía a la cara. Y se reía. Y los soldados que estaban a su cargo se reían también. Pero si se hallaba de mal humor, escogía a uno de los hombres al azar y lo apuntaba con el arma a los ojos, y mantenía la postura asesina sin pestañear, sin respirar, hasta que el seleccionado se orinaba en los pantalones y tiritaba de miedo. Luego, el oficial guardaba el arma y se reía, y su mal humor se esfumaba, y el seleccionado se ponía de rodillas y le agradecía haberlo dejado con vida. Qué similares eran las súplicas del ser humano. El idioma no era una barrera. Las súplicas estaban por encima del lenguaje. Luisito lo había aprendido allí. Había aprendido muchas cosas. Estar de paso tiene sus ventajas. Una mañana, el animal uniformado había sacudido la puerta y después había apuntado a los ojos a un muchacho rubio de quince años que tenía una cicatriz en la mejilla. El chaval acababa de orinar y sólo completó a medias el juego del oficial: tiritó de miedo, pero no mojó los pantalones. Y lo mató. Luisito aprendió también que la muerte, en los ojos de una persona, era siempre del mismo color. La de beneficios que tenía estar de paso. Descorchemos una botella de sidra y brindemos por ello. Brindemos por el oficial con cara de bestia, brindemos por su sentido del humor. Pum, pum, qué valiente es el oficial. Estar de paso nos enseña que los oficiales al mando son los hombres más valerosos del mundo. Si te orinas, no te mato. Pero como no te orines encima, chavalote, te meto una bala en la sien. Tú decides. ¡Pum, pum!, dice la puerta, con su estampido hueco. -¡Soy yo, Luisito! ¡Abre! Y Luisito se encoge en el sillón todavía, y se cubre los ojos con una mano. Es instintivo. Es inevitable. -¡Soy Amalia! -Voy. -A ver cuándo arreglas el timbre, hijo. Amalia sabe de su historia, sabe de su pasado terrible, aunque él, como ya les he contado, no recuerda muy bien si ese pasado fue suyo o de otro. La memoria nos traiciona. La memoria es mala consejera. -¿Qué se te había perdido a ti en ese sitio, Luisito? –le preguntó una tarde su vecina, algunos años atrás. -Pasaba por allí, Amalia. -¿Pasabas? -Estaba de paso. -Mira si uno de esos nazis te hubiera pegado un tiro... No había problema. Siempre quedaba una gota de orina en la vejiga. Siempre se podía apretar un poco y echar fuera la gota, lo justito para mojar el pantalón. Y tiritar estaba chupado. Todas las noches lo había hecho. Tiritar, lo que se dice tiritar tiritar, con repiqueteo de dientes y todo, hasta el gato sabía. Lo difícil era aguantarle la mirada al salvaje. En su recuerdo, que es un paño sucio, deshilachado y sembrado de agujeros, los ojos del oficial lo miraban con tal desprecio y locura que lo habían animado a morder la pistola y tragarse con gusto la bala. Estar de paso le había enseñado que lo amargo de aquel instante no solo era sujetarle la mirada al animal, sino saber que, aunque viviera para contarlo, tendría que encontrarse con él muchas mañanas más. Y, por aquella época, el futuro se había desplegado ante Luisito como una alfombra empapada de sangre, como una broma de mañanas grises e infinitas puertas que sonaban repetidamente a infierno y a burla. -¡Abre, Luisito! -Voy, voy. -Hijo, ni que te hubiera pillado en paños menores. -Ya voy, Amalia. Abre la puerta, jadeante. El espanto lo muerde en el cuello un segundo: descubre el arma en las manos del oficial y se le agarrotan las piernas. -Luisito... Los mayores no lloran, campeón. Levanta la cabeza y encara la muerte con dignidad y con cojones. Lloran los niños y las mujeres, pero no los hombres. -Luisito, ¿estás bien? -Hola, Amalia. -¿Cuándo vas a arreglar el timbre? -Mañana. Elena18/11/2020 Lo que sucedió fue que Emilio se había enamorado de Elena y que, por descuido, se alejó de ella. -Era la mujer de mi vida –murmuró, sintiéndose atormentadamente culpable. Pero Emilio no se resignó a la pérdida; la buscó por todas partes. Acudió a una comisaría: -Busco a una mujer. -¿Cómo es? -Hermosa. Tiene los ojos claros, más azules que el cielo y menos que el mar. Y su cabello es miel, y su piel es la de un melocotón, y su sonrisa no es de este mundo. -¿Cuándo la vio por última vez? -No lo sé. Acudió a una juguetería: -Estoy buscando a Elena –dijo. -Acabo de abrir y es usted el primer cliente –le informó el dueño-. No ha venido nadie por aquí. -Usted vende muñecas de porcelana. -Es cierto. -Elena debe de estar entre ellas. -¿Es una pieza de colección? -No lo sé. Acudió a una pastelería: -¿Ha visto usted a Elena? –le preguntó a la encargada. -¿Cómo es? -Dulce. Intensa y sutil como una trufa y hechicera como el caramelo. ¿La ha visto? -Creo que no. ¿Es una mujer? -No lo sé. Después de varios días de búsqueda infructuosa, Emilio bajó los brazos y se dirigió a su casa. Elena lo esperaba en el salón, malhumorada. -¿Dónde has estado? –le preguntó ella. -Por ahí. -¿Por qué no llamaste? -No lo sé. Tenía miedo. -Te he echado de menos, ¿sabes? -Y yo creí que te había perdido. Como un perro flaco3/11/2020 Ángela está enferma y no puede meterse en la cama porque tiene que trabajar. Las gripes nunca se curan de pie, decía su padre, que se creía muy listo. Por eso lo mató el alcohol, por listo, por sabio, por espabilado. Su madre, que aparentemente era más tonta, la enseñó a mirar por encima de la tormenta. Quédate en la cama, hija, le habría dicho, y mañana comerás puñetazos porque no habrá otra cosa. -Me voy, Pablo –se despide Ángela-. Si llaman, di que estoy en el bar. Luego te veo. Pablo es su gato siamés, el regalo de cumpleaños de su amiga Luisa, que también se cree muy lista. Por eso le ha engordado tanto la barriga en unos meses, por lista, por sabia, por espabilada. En la calle, que hoy es fría como un desengaño, la gente la mira dos veces. La muchacha va envuelta en un abrigo que le cae grande, con las solapas levantadas. Las manos no se le ven, tampoco los pies, y la bufanda le cubre el rostro hasta las cejas. Camina dando tumbos como una momia despistada, calle abajo, con su fiebre y sus prisas nuevas de camarera. Los semáforos se han multiplicado y le dicen dos veces que puede pasar, o que ahora no puede, o que puede pero no puede. Y los coches son más coches que otros días, y los perros han hecho dos veces lo que hacen siempre, y los dueños, que se creen muy listos, también han hecho lo de siempre. Ahí voy, hecha una momia, se dice, y se ríe, porque si llora estropea el maquillaje, y el maquillaje es muy caro. -Buenos días, Ángela. Vaya cara que traes, niña. ¿Estás con gripe? Date prisa y cámbiate, que mira cómo tengo la barra. Tómate una aspirina. La muchacha mira la barra para ver cómo la tiene, y lo que ve no le gusta demasiado, porque ve a su padre, lo ve muchas veces, a su padre junto a su padre, a su padre al lado de otros padres, todos juntos, todos el mismo, todos bebiendo de la copa y sonriendo con estupidez, todos muriéndose en la copa. Y ella, que se indigna y enseguida le trepan los demonios por el cuerpo, se acerca a todos ellos y les dice que son muy listos, que son muy sabios, que son muy espabilados, que por eso se despeñan en las barras de los bares, que si mañana comemos puñetazos es lo de menos, que para ellos lo importante es esconderse de la vida en un vaso. Y les grita que son tan cobardes como un perro flaco. -Lo siento, Rosa –se disculpa con la dueña-. Me salió del alma. Del alma le ha salido, y es bien cierto. Aunque tarde. Se muere viejo y solo1/10/2020 A Gustavo cada vez lo asusta más el paso del tiempo. Ocurre todas las mañanas, a la hora del desayuno. Lo oye caminar, más allá de las cortinas, despacio, muy cerca de su ventana, acariciando la reja, fingiendo disimulos mordaces. La magdalena queda suspendida en el aire un instante, temblando en su mano, mientras el tiempo pasa, cada mañana, mientras se ríe de él, mientras se aleja. Gustavo está solo, tan solo que a veces no se encuentra en el espejo. Su sombra lo ha abandonado; esa silueta desgarbada que antes se proyectaba en las paredes se ha esfumado con el ocaso de ayer. Las persianas están bajadas; aprendió a escurrirse a ciegas por la casa, a transitar sus breves recorridos sin levantar tropiezos. En el armario de la cocina hay dos cajones: en uno guarda el cuchillo con el que jamás tuvo el valor de herirse las muñecas; en el otro, tres recuerdos de infancia, una fotografía de su madre y una carta de despedida de su mujer: Querido Gustavo: Te dejo. Preferiría morirme otro día, más tarde, pues aún me seduce el alba del otoño y escuchar la lluvia en el tejado, pero hoy he visto a las amapolas sangrando en el campo, y sé que ha sido por mí. El sol que ahora se esconde apenas me ha templado el alma. Es mi hora. Te dejo sin querer, sin propósito. Me alejo esta noche, me muero de ti esta noche. Adiós. Gustavo relee la carta cada madrugada, aprovechando que el reloj está dormido. Con la luz de un fósforo ilumina el papel, y con la yema de un dedo riza las letras delicadamente. Todavía desprenden las palabras el perfume de melocotón, que le arruga los ojos. Gustavo se muere viejo y solo, tan solo que a veces los ratones, ignorando su presencia, le arrebatan la magdalena de la mano. Pero mañana saldrá a la calle a recibir al tiempo, cuando pase. Mañana perderá el miedo y saldrá a la calle a enfrentarse al tiempo, cuando pase frente a su ventana. Así lo ha prometido. La frontera1/9/2020 Hay personas que pueden verla. Es una barrera transparente que recorre las calles, que sube escaleras en silencio y se cuela en las casas. Es un muro de apariencia frágil que bordea los parques y serpentea entre la gente. La frontera es muda e invisible, es una espiral de papel, a veces, que trepa montañas y se encarama en la copa de un árbol. Es un cordón grueso de terciopelo que divide el mundo en dos mitades. En los días de ocaso suave, en esos días en que las nubes del oeste se tiñen de melocotón, las personas pueden verla. Dicen que es como un espejo de reflejos débiles, como una pared de cristal desvaído que forma curvas blandas y que luego se estrecha y desaparece por el hueco de la ventana. Dicen, los que la han visto, que separa el mundo, que dibuja un límite en el suelo, que se manifiesta aleatoria e imprecisa. Dicen, también, que puede acariciarse con los dedos y que es tibia. Agustín la ha visto. Cuenta que estaba leyendo el periódico junto a la mesita del teléfono y que vio la frontera, que se iluminó débilmente en mitad del salón. Cuenta que su mujer se hallaba al otro lado del muro transparente y que se sorprendió tanto como él, que ninguno supo qué hacer, o qué decir, que se miraron a través de la barrera encogidos de hombros, que se asustaron y que después rieron como niños. La frontera se deshizo más tarde, cuenta Agustín, igual que el humo de un cigarrillo, y él trató de retener una nubecilla de esa niebla en el hueco de sus manos, pero se desvaneció por completo. Su ocaso, el de aquella tarde mágica, no era de melocotón, sino de violetas moribundas. Agustín dice que ahora se sienta cada día junto a la mesita del teléfono, con el periódico abierto, y que ya no lee las noticias, aunque lo finge, y que el periódico se ha estancado en la actualidad de entonces, y que sólo aguarda a que el muro aparezca de nuevo. Dice que lo desea con la ilusión de una noche de Reyes Magos. Dice que ver la barrera fue lo más hermoso que ha ocurrido en su vida, que vuelve a tener ganas de levantarse cada mañana, que el vacío ha dejado de ser grande. Yo no le creo. Sospecho que es su forma de soportar el dolor. Se ha inventado una excusa para seguir viviendo. Por muchos años que hayan transcurrido, la herida de su corazón continúa abierta. Agustín se ha inventado un pretexto para sonreír. Bendita sea esa frontera imaginaria. Ojalá se ilumine otra vez. Ojalá lo haga mañana. Ojalá vuelva a encontrar a su mujer al otro lado. El doctor Fifi28/7/2020 Se ha vuelto loco, el doctor Fifi se ha vuelto loco. Lo dice la gente, lo digo yo, que lo he visto hablar con los gatos, que lo he visto jugar a las cartas con ellos. Es un buen hombre, pero se ha vuelto loco. El doctor Fifi ha perdido la cabeza en algún rincón del invierno, y estos vientos soplones se la han llevado consigo. Pobre doctor Fifi. Recuerdo el primer día que apareció por aquí, hace más de quince años, con su maletín de médico, sus tijeras de barbero y su cabeza calva, tan lustrosa. Ya por entonces, resultaba un personaje extraño, aunque inofensivo y amable. El doctor Fifi curaba el dolor de garganta y saneaba las puntas de los cabellos en una sola visita. Recetaba jarabe y champú a un tiempo. Era nuestro médico de cabecera y nuestro peluquero. Había mujeres que únicamente acudían a su consulta para que les retocara el peinado. Al doctor Fifi no le importaba que lo hicieran. A mí, por ejemplo, me dibujó margaritas en el pelo una mañana de tos. Los niños perdieron el miedo a la tablilla blanca de madera, la que les ponía en la boca, que tan tenebrosa había sido en manos del doctor Sabín. Perdieron el miedo a subirse a la báscula fría que helaba los pies, a que les colocaran la barra del medidor en la cabeza, a que les recorriesen el pecho con el cacharro de metal, que era como una moneda grande... El doctor Fifi hacía de la consulta un recreo. A mi vecina Ángela, una vez, después de caerse de la bici, le tiñó unas mechas mientras la enfermera preparaba la escayola. Al pobrecillo de Alberto, ese viejo carpintero que siempre anduvo pachucho y visitaba la consulta con frecuencia, lo afeitaba el doctor Fifi. Cuando murió, el médico le dedicó unas palabras en la misa. Nos hizo llorar un poco a todos; el doctor Fifi y él se habían hecho muy amigos. Yo los vi pasear un domingo por la avenida, después del partido. Se reían como críos, aún me acuerdo. Sí, me acuerdo de eso y de muchas otras cosas. El doctor Fifi ha envejecido. Ha ocurrido de repente, como de repente han transcurrido estos más de quince años. Ahora tenemos en el pueblo un ambulatorio nuevo y una peluquería unisex, y yo nunca he sabido si unisex significa de un solo sexo o de los dos. Cuando nos duele algo, pasamos por el nuevo dispensario a que nos curen, pero no lo consiguen, ya no, porque antes era distinto. Nadie nos dibuja ya margaritas en el pelo, y el dolor de garganta se hace punzante y eterno. La gente dice que el doctor Fifi se ha vuelto loco. Lo digo yo, que lo he visto hablar con los gatos, que lo he visto jugar al ajedrez con ellos. Aunque creo que no es locura. Se ha hecho mayor, solo es eso. En un sueño14/7/2020 Ayer soñé contigo. Te vi al doblar una esquina, mientras paseaba. En los sueños, ya lo sabes, los escenarios se entremezclan: caminaba por mi barrio con las manos en los bolsillos de un pantalón oscuro, cabizbajo, y, al cruzar la calle, sin mirar, me topé con los setos de tu jardín. Consciente de la irrealidad, avancé despacio por la acera y aspiré tu perfume. Te vi al doblar aquella esquina; me aguardabas con esa paciencia que tanto desconcierta. Estabas sentada en el borde de una cama desconocida, en un dormitorio extraño. Ayer soñé contigo, soñé que la ciudad callaba un instante, que el viento abría los labios y me empujaba con un soplo a esa cama desconocida. Estabas tan hermosa... Un hombre se interpuso entre nosotros y deseé gritarle que se fuera, que no rasgara nuestra intimidad, pero tú cerraste mis labios con un dedo que sabía a caramelo y pediste al hombre que trajera champán. El dormitorio extraño era el salón de un restaurante vacío, amenazante, un salón espacioso sin más mesas que la nuestra, sin más sillas que la tuya. Permanecí de pie, mirándote. El hombre se había marchado, aunque enseguida surgió de la nada y sirvió el champán. Tiene gracia, solo bebo champán en los sueños. Alcé la copa y me la llevé a los labios, pero no era la copa sino tus dedos. Los besé, bebí el caramelo. Ayer te hallé en un sueño y abracé tu cuerpo con tanta fuerza que pude sentir el dolor de la ausencia. Cuánto me enferma saber que solo fue un sueño. Te prometí lealtad, sometimiento, entrega... Te juré una eternidad que únicamente tiene cabida en la fantasía onírica de las noches. Se lo juré a tus ojos, que ya no eran tuyos, sino del hombre que servía el champán en unas copas de papel. Estabas bailando en el centro del salón sin mesas, y la espuma de las olas te acariciaba los pies desnudos. Celoso, arrebatado, te tomé en brazos y te aparté de la orilla, de ese océano envidioso que es el mundo, y te saqué de allí con prisas. En la calle no había calle, ni noche, y en mis brazos no había nada. Tú estabas al otro lado de un río, agitando la mano en el aire, despidiendo el sueño. Estabas apoyada en la baranda de tu terraza, o en la cubierta de un barco, o en el balcón de un hotel, sonriendo. Ahora me doy cuenta de que te quise, y cuánto me enferma saber que he perdido mi vida en un sueño, en un sueño que soñé ayer. Libros30/6/2020 Los tubos fluorescentes se apagan, uno a uno, como las fingidas fichas de un dominó luminoso y decadente, y el manojo de llaves, que rebota y cuelga de la cintura del librero, indica, con su cascabeleo, el camino hacia la puerta y la cercana ausencia del hombre huraño. Con el último chasquido de la llave en la cerradura, los libros se distienden y unos personajillos diminutos asoman las cabecitas con prudencia por entre las tapas de cartón. -¿Ya se fue? –pregunta una niña rubia, la del país maravilloso. -Sí, ya se fue –le responde un muchacho inquieto y travieso, un pícaro al que llaman Lazarillo-. ¿Vienes, rubita? -No, que he de escribir unas cartas. -¿A quién, a un novio tuyo? -A un coronel. El Lazarillo resopla y se aleja de la muchacha. -Tú te lo pierdes, boba. –Al chiquillo le prometieron unos hombres llevarlo con ellos hoy a un viaje fascinante, a un viaje al centro de la Tierra, y él había pensado que tal vez Alicia querría acompañarlo. Sobre uno de los mostradores de cristal, los personajes de una emblemática colmena se han reunido a escuchar los versos de un poeta que, según dice, acaba de regresar emocionado de Nueva York. Más allá, sentados en el borde de un estante, junto a un busto en madera de Jonathan Swift, un Drácula alicaído confiesa a Romeo su amor por Julieta, y el joven de Verona le sonríe y lo consuela rodeándole los hombros con un brazo. -¡Arre! –grita el revoltoso Tom Sawyer a lomos de Moby Dick, una ballena blanca convertida en el más extraño de los corceles-. ¡Arre, arre! En lo alto de la caja registradora, Robinson Crusoe comparte un té con un curioso invitado, el investigador Hércules Poirot. -Y éste es Viernes, mi criado. -Mucho gusto –dice el detective, y estrecha la mano del sirviente. Y más abajo, por entre el polvo y la ceniza acumulados al pie de la mesa, seis personajes van en busca de autor, y una niña perversa, Lolita, saca burla a un caballero maduro y arrebatado, y un ingenioso hidalgo hace frente con su lanza a la ballena blanca de Melville, y, manteniéndose en peligroso equilibrio sobre una esfera terrestre de cartón, un muchachito rubio de sempiterna bufanda al cuello riega la única planta de su mundo. Pero amanece enseguida, amanece con injusta premura, y los personajes de los libros regresan con dolor a su lugar antes de que el librero huraño los sorprenda, y ellos fingen entonces la más terrible de las farsas: no ser más que la invención de un puñado de locos. El poeta16/6/2020 En las puertas del cielo, hay un ángel gordito y pamposado que bosteza nubecillas de colores. Es el encargado de anunciar las llegadas. Es, también, ese que ayuda con las maletas y enseña el camino a la habitación. Por una propina sería capaz de dar la bienvenida a alguien con trompeta y platillos. Bosteza colores y se hurga en los oídos; una vez, hurgando y hurgando halló una moneda. Es tan perezoso que, cuando duerme, ni siquiera ronca. Aquel domingo de diciembre, el ángel gordito estaba echando una cabezada en el portal del cielo, como era su costumbre. Antonio, al llegar, encontró al ángel hecho un ovillo sobre la silla de mimbre, soplando zetas azules. No lo despertó, pues caminó de puntillas, y, al pasar junto a él, le dejó un poema en el regazo. Más allá del portal, a Antonio lo aguardaban los dulces y el cava, el confeti rebelde y las luces traviesas de fiesta. La Navidad es tiempo de reunión con los seres queridos, dicen, es momento de abrazos y de anudar nostalgias, y de partir un beso, y Pilar se había vestido con su mejor sonrisa. -Llegas tarde, bobo. -Lo siento –se disculpó él-. Me entretuve escribiéndote poesía. No es el amor, sino el amar la vida, recita el angelillo holgazán, con lengua torpe, lo que hace humano al hombre y le permite hundir su plenitud en quien se sueña. El ángel gordito entiende poco de poesía, pero disfruta releyendo aquellas palabras ensortijadas. Es el regalo de Navidad más extraño que jamás ha recibido. Y el más hermoso. Se confunde con las letras porque Antonio las peinó con rizos. Amar es comprender que falta un mundo para dar en el centro del amor que llevo dentro. El angelillo perezoso anuncia, en las puertas del cielo, que está contento. Ha descuidado su oficio y, en lugar de propinas, recibe ahora reproches del jefe. Está contento porque las cosas han cambiado ahí arriba. La semana pasada se compró un lapicero y un cuaderno. Hoy es miércoles, y el ángel gordito no está en la puerta. Apoyado en el muro, un cartoncillo reza: Vuelvo enseguida. -¿Adónde ha ido? -Se fue a escuchar al poeta. Quiere ser como él. La Navidad que ve un copo de nieve5/6/2020 Empujado por un viento que corta en filetes la noche, el copo desciende lentamente hacia la ciudad. Por el camino, el copo se estremece y estornuda; además de vértigo, tiene frío. Una lengua invisible de aire lo atrapa, lo revuelve en una espiral y lo impulsa contra la ventana de un edificio muy alto. El copo se posa un instante en el alféizar y observa, al otro lado del cristal, a un niño pelirrojo que llora desconsolado porque no encuentra, entre un montón de paquetes, el regalo que tanto ansiaba, el juguete que había esperado con euforia. Los demás regalos no le importan, los rechaza, se ensaña a patadas con ellos. El copo tirita de frío y se desliza desde el alféizar, y desciende un poco más. El viento travieso juega con él; le tira del cabello y le araña las mejillas blancas, lo sacude a un lado y a otro, no lo deja en paz un momento. Ha vuelto a arrojarlo contra una ventana. Una niña rubia, sentada a la mesa de un saloncito estrecho y abrazada a su muñeca, se atraganta obstinada con el turrón y los dulces. Sus padres, al fondo, se gritan furiosos y hacen aspavientos, y se lanzan las botellas de sidra, y se golpean en la cabeza con las bolas del árbol de Navidad, y solo cuando la niña se vuelve morada y tose, advierten su presencia y la auxilian. El copo tirita, tirita con violencia. Qué noche tan fría, diantres. Menudo temporal. Quién tuviera una bufanda. Da un saltito y desciende de nuevo. Casi ha alcanzado la calle. El viento ha perdido su fuerza; ya sopla con desgana. El copo gira sobre sí mismo y aterriza despacio sobre unas cajas de cartón. Es injusto, ¿no? La gente se ha quedado en sus casas, abriendo paquetes, comiendo dulces, y él estornuda en la calle, y mañana se habrá deshecho, cuando salga el sol. De pronto, oye un ruido, unas voces. Anda, qué sorpresa, si hay alguien dentro de esas cajas de cartón. El copo, que es muy curioso, se asoma por un hueco y descubre a un niño y a su madre abrazados bajo una manta roja. Y, como es Navidad, ese niño también recibe unos regalos: un gorro de lana y un beso. Muñeco abandonado28/5/2020 Dos ojos saltones, redondos como lunas llenas, y una nariz roja en el centro de su cara, o de su cuerpo, pues no es más que una bola azul de pelo suave del tamaño de una nuez. Está solo, está abandonado en la calle. Se ha visto reflejado en un fragmento de cristal, y su propia imagen borrosa lo ha hecho sentir aún más abandonado y solo. Qué cosas: siempre había deseado volar, había anhelado ser pájaro por un día, o mariposa, o simplemente un mosquito, porque fue incapaz entonces de imaginar qué sensación extraña y maravillosa podría experimentarse al surcar los aires, y hoy, sin esperarlo, ha volado como una gaviota desde la ventanilla de un coche hasta la acera. Del coche de su dueña protectora a la acera sucia de un mundo grande y desconocido. Desechado como un pañuelo de papel. Confinado al olvido, menospreciado. Tal vez haya hecho algo mal, tal vez haya estropeado uno de esos momentos de paz que su dueña disfrutaba con tanto celo. Tal vez, con su presencia, haya quebrado el clima frágil del dormitorio. No lo sabe. Se encuentra angustiado y muy confundido. Si supiera, lloraría. Es un muñeco abandonado en la calle, sólo eso. De ojitos saltones y redondos, azul, de nariz roja y chata. Sólo es un muñeco asustado sin dueño. Está él, están los coches mudos, están los gorriones en la baranda del parque, están los charcos de la lluvia reciente, están los envoltorios de golosinas, que son juguetes del viento, están los semáforos parpadeantes, está el ruido de la Navidad en las casas, y están las casas, están los edificios altos, que suben al cielo, y están las nubes, que también son juguetes del viento, y está la nieve esperando, y está el frío, y la luna, que saldrá luego, y mil estrellas, que son luciérnagas de vida eterna, y mil estrellas más, y mil más. El muñeco es sólo un punto azul en este paisaje urbano de diciembre, un punto azul que tiembla. Lo he visto, por casualidad, al agacharme a recoger una moneda, escondido detrás de un cartón. Tiene miedo en los ojos. Si pudiera, correría. Me he ofrecido a él como dueño. No sé si le gusta la idea, o si tenía otros planes, o si prefiere a otro. El caso es que no se ha quejado cuando lo he cogido. No ha dicho nada. Quizá porque sólo es un muñeco. Caperu20/5/2020
Sustituyó la caperuza roja por un pañuelo blanco y la capa por un pareo floreado, pero seguía siendo ella. Se desentendió de la cestita de mimbre y ahora lucía un bolsito negro de cuero y remaches donde sólo tenía cabida el mechero y las llaves de casa, pero seguía siendo ella. Había cambiado los zapatitos rojos por unas botas que le cubrían las piernas más allá de las rodillas, pero seguía siendo ella. Y tampoco tarareaba cancioncillas silvestres, sino extrañas e irreconocibles melodías. -Si baaang, si baaang... Y, además, había abusado del carmín y del perfume de melocotón. -Si muuu, si muuu... Aunque, no nos engañemos, a los ojos del lobo seguía siendo la misma encantadora y dulce criaturilla. -Qué sorpresa –dijo el lobo, embutido en su disfraz de guarda forestal-. Tú por aquí, Caperu. ¿Y eso? -Hola. -¿A visitar a la abuela? -Te importará mucho a ti. -Qué insolente que eres, hija. La niña pasó de largo, apretando el paso. El guarda se enjugó la baba y se pellizcó la bragueta. Y echó a correr. La puerta de la casa estaba entornada. -¿Abueli? -Pasa, nena. Estoy en el dormitorio. -Te he traído tabaco. -Déjalo en la mesita, anda. -Huy, tienes los ojos mogollón de raros, abueli. -Los tengo así para... para... para ver mejor en la oscuridad. -Y tienes las uñas superlargas. -Las tengo así para... para hacerte cosquillas mejor, cariño. -Y los brazos... Mírate los brazos, abueli: llenos de pelo. -Para soportar mejor el frío, Caperu. De repente, la auténtica abuela de la niña abrió la puerta del dormitorio de una patada y apuntó con la escopeta al lobo. -¡Jobar! –se sorprendió la niña-. Si tú estás ahí, abueli, ¿quién es esta abuelita? -Un impostor pervertido –le contestó, sin dejar de apuntar al intruso-. Aparta, que le voy a meter el cartucho por donde hace caquita. -Conténgase, señora –le pidió el lobo-, que yo ya me iba. -A ti te voy a enseñar yo modales, degenerado –masculló la anciana. Y apretó el gatillo, pero la escopeta era una reliquia y no hizo pum, y el lobo aprovechó la circunstancia para morder a la abuelita en el cuello y a la niña en un pezón. Y después se marchó, silbando satisfecho. Reflexiones de alguien muy delgado6/5/2020 Nací y me crié, casi invisible, a la sombra de su risa y de su mal humor, y caminé sin tregua alrededor de su cuerpo, regalándole unos suspiros que me fueron robados, y la abarqué sin brazos, y la acaricié sin manos, y la besé sin labios. Nací y me crié a la sombra de su amor, que me fue arrebatado, y tropecé mil veces en ella, y le causé dolor, y me bañó con sangre, y me maldijo. Ahora, cuando la veo despertar, cada mañana, cuando la veo amanecer con ese gesto enojado de niña consentida, la maldigo yo, la maldigo desde mi destierro, la maldigo con ahogo por haberme arrancado de su lado, por haberme confinado a mi caja, maldita niña malcriada, maldita criatura adorable. He conocido manos más dulces que las suyas, más diestras, más cariñosas, más cálidas y atentas que las suyas, he disfrutado de un halago espontáneo, impensable en ella, he sentido la presión de unas yemas mil veces más suaves y delicadas que las suyas, más humanas que las suyas, pero no me conforta, porque es su torpeza y su desdén lo que añoro, porque es su desaire lo que imploro, cuya ausencia me condena. Maldita niña mimada, malditos ojos de ángel travieso y maldito su mirar de tormenta, maldita risa de caramelo, malditos labios de primavera, maldito caminar de marejada, maldito su aliento de vida, que tanto me falta, que tanto me ha quitado. Maldita seas por ser lejana, maldita seas porque me rindes, porque me mueres. La inercia en mi caja es mayor sin ti, es más fría y más de acero. La compañía de las otras no consuela. Ya no hay caricia que compense un poco, ya no hay rumor de pájaros en la ventana, ya no hay murmullos alegres de lluvia, ni vientos silbando fiesta, ya no hay aromas a domingo en la habitación, no en mi caja. Estúpida criatura ingrata, estúpida criatura de hielo y de brumas. Estúpida e insensible juventud. Escaparé de mi caja, algún día, y me perderé en el pajar para que nunca me encuentres. Indiferencia21/4/2020 Se ríe de mí. La miro, le acaricio las mejillas con un soplo y camino sus párpados con un dedo que tiembla de miedo, y ella, entonces, se ríe de mí. Su desdén ciego es un desmayo gris que me va y viene por el cuerpo dejando un rastro de aliento pobre, un recorrido amargo y tambaleante que araña la sangre y traza un surco frío entre los huesos. Una espina verde atravesada en la garganta, un relámpago de hielo alojado en el corazón. La quiero, pero el calor de mi entusiasmo desfallece, con cada golpe de mar, en la orilla desnuda de su indiferencia. Me ahogo al toparme con sus ojos inquietos, me ahogo mil veces al toparme con el deseo de abarcar su pensamiento, tan ensortijado. Ella es terciopelo afrutado, es aroma de azúcar mudado en cristal oscuro, es un amanecer tibio en mitad del invierno, es la promesa de un beso fugaz detrás de las cortinas, es mi locura mudada en cristal oscuro. Es, si sonríe, toda una vida. Se burla de mí. Su descaro de niña impaciente está jugando con los jirones de mi calma. La divierte mi naufragio. La miro, le estremezco el cabello con un soplo y camino su pecho con un dedo que tiembla de pánico, y ella, entonces, se burla de mí. La miro, le desbarato los nudos de su vestido con un soplo y camino su vientre con un dedo que tiembla de terror, y ella, entonces, se burla de mí. La miro, y ella, que hoy lo significa todo, que a un tiempo es llanto y primavera, se ríe de mí. Y yo desfallezco, con cada golpe de mar, en la orilla desnuda de su indiferencia. María14/4/2020 Como llovía, se refugió en la marquesina de la parada. Y allí, sentada y en silencio, mientras esperaba el autobús, descubrió por azar que su vida iba a desencajarse. Porque vio pasar a su marido en un coche oscuro, sonriendo, y a una mujer, en el mismo coche, que abrazaba a su marido igual que lo había hecho ella años atrás, al conocerse. Como llovía, caminó deprisa, sorteando los charcos. Se dijo que no lloraría, se prometió que no lo haría. Quizá más tarde, pero no allí, no en la calle. Y cada paso que dio, cada golpe de tacón en el suelo, le recordó que no era, que nunca había sido una mujer fuerte. Y antes de alcanzar la esquina, las piernas le fallaron y la arrojaron al suelo. Como llovía, tenía las mejillas mojadas, y ni ella misma reparó en que había faltado a su promesa. Alguien la recogió del suelo y la condujo a un lugar seco. Le quitaron los zapatos y le prestaron una toalla limpia. Le ofrecieron un café muy caliente y un asiento junto a una ventana. María, mírame. ¿Qué ha pasado? ¿Estás enferma? ¿Ha sido él? ¿Ha sido por él? María, estoy aquí. Estoy contigo. Como llovía, le pidieron por favor que no se marchara, que aguardara a que mejorase el tiempo. Estaba en una cafetería discreta del centro, sentada junto a una ventana muy amplia. Tenía los pies descalzos y una lágrima escondida bajo el mentón. Habían sido muy amables con ella. Le preguntaron si había resbalado, y ella respondió que sí, que habían sido los zapatos. Como llovía, le dieron un paraguas. Ella no quiso aceptarlo, pero insistieron. Le dijeron que era una mujer preciosa y que no debía llorar. Se marchó, agradecida. Y caminó deprisa, sorteando los charcos. María, mírame. ¿Qué ocurre? ¿Estás enferma? ¿Ha sido él? ¿Has vuelto a verlo pasar frente a la parada? ¿Has vuelto a ver el coche oscuro? Estoy aquí, María. Estoy contigo. Estoy aquí. Noche fría9/4/2020 Con lo que sobró de un beso se ha hecho un sombrero, y con él pasea por la calle, tan orgulloso como el día en que su madre le regaló su primera bicicleta. Tiene un tigre en la tripa que ruge con impaciencia, pidiendo pan, y un oso en el jersey que mira de soslayo a los viandantes. Con lo que sobró de una cena, cena él. En los cubos de basura encuentra cosas que jamás habría imaginado. En América, las tapaderas de los cubos son como los platillos de una orquesta; lo ha visto en las películas. Pero en lo que queda de su España grande y libre, los cubos de basura tienen tapadera articulada, igual que los retretes. Y el mismo olor. Y en ellos encuentra cosas muy valiosas: una bolsa de viaje, un melocotón, un lapicero, un periódico… Al tigre de su tripa le basta con morder el melocotón. Al oso del jersey le basta el lapicero. Y a él, a nuestro vagabundo, le basta con que a ellos les baste. Donde hay dos sonrisas, puede haber tres. Frío, niebla de invierno somnoliento y sonrisas, tres sonrisas, que son más que dos y menos que mañana, o algo así. Con lo que sobró de una tertulia callejera se ha hecho una bufanda. Ya no le corta el viento la cara, menos mal. Menuda noche destemplada. Mira, ahí está Eva, la hija del peluquero. Cada vez que sale a la calle, la ciudad se embellece. Es como un adorno de navidad, como un farolillo de verbena. Al oso de su jersey se le encienden los ojos de rubor. Y a él también, pero los gira hacia arriba y los esconde. Ahí se acerca la muchacha. Que viene, que viene. -Buenas noches, guapa –le dice. Nada, ella no escucha. -Abrígate, Eva, que hace frío. Ella no habla con indigentes. Ni siquiera los ve. Camina con la arrogancia que otorga el estómago lleno. Lleva prisa. Ha quedado. Tiene un novio en la esquina, aguardando. El novio tiene coche y medio, y ganas de verla, como cualquiera. La recibe con brazos abiertos y ojos encendidos de rubor, igual que el osito del jersey del vagabundo, y la muchacha se cuela entre los brazos como un regalo. Se van. Se han ido. Abrígate, niña, que no es noche de andar destapada. Con lo que sobró del abrazo, se abriga él. Duerme el tigre de la tripa, está roncando. Es hora de mullir los cartones. Mañana será otro día. Mañana habrá nieve; lo ha visto en la tele del escaparate. Al vagabundo le gusta la nieve porque no hace daño, porque cae despacio, igual que los besos de una madre. Se adormece, suspira. Con lo que sobra de los recuerdos de una vida, vive él. La joven de verde18/3/2020 Apareció de pronto, de entre un revuelo de risas y aromas de primavera, y cogió prestado un corazón. El mío, que ahora late de puntillas, temeroso. Apareció de pronto, de entre un revuelo de recuerdos quebrados y aromas de viejas canciones, y cogió prestado un corazón. El mío, que ahora late de puntillas por ella, muerto de miedo. Apareció, de pronto, y dibujó nubes nuevas en un cielo nuevo. Y dibujó una vida nueva. La joven de verde traza un camino en la arena. Con cada uno de sus pasos, el futuro se deshoja. La joven de verde acaricia con los dedos las agujas del reloj, las detiene y las empuja, las sumerge en el estanque y las arroja después al vacío, y el futuro se deshoja. Mi futuro, que ahora late de puntillas, temeroso. La joven de verde traza un sendero en la arena. Con cada una de sus sonrisas, el pasado se enturbia. Acaricia con los dedos el llanto de un niño, lo consuela y lo acuna, lo sumerge en su quietud y lo envuelve después con sus besos, y el pasado se enturbia. Mi pasado, que ahora languidece atrapado en una bruma densa y gris. Y yo, muerto de miedo. Si pudiera, que no puedo, correría hacia el abismo. Si pudiera, embarcaría mis sueños en el antojo de un invierno de hielo y nieves frías, pero no puedo. Si pudiera, si quisiera, pero no quiero. Apareció de repente, de entre un revuelo de esperanza y aromas de medianoche, y cogió prestado un corazón. El mío, que ahora late descalzo y de puntillas, sonrojado. Apareció de repente, de entre un revuelo de ternuras marchitas y aromas de viejos cafés, y cogió prestado un corazón. El mío, que ahora late descalzo y de puntillas por ella, muerto de miedo. Apareció, de repente, y escribió versos nuevos en un mañana nuevo. Y escribió, para mí, una vida nueva. Si pudiera, que no puedo, navegaría hacia el más terrible de los abismos. Si pudiera, embarcaría mi ilusión en el antojo de un infierno de fuego y cristales rotos, pero no puedo. Si pudiera, si quisiera, pero no quiero. La joven de verde, con cada uno de sus pasos, desgarra el lienzo viejo de otras vidas y traza un camino en mi arena. Y yo, muerto de miedo. Un sueño por contar9/3/2020 Esta mañana, como ayer, hemos vuelto a estar juntos. Desplazarse en metro por la ciudad resulta incómodo. Demasiada gente, demasiada prisa. Apenas puedo situarme a tu lado para llenarme de perfume. Cuando hablas, apenas puedo escucharte. Cuando sonríes, apenas puedo contagiarme. Demasiada gente, demasiada prisa. Los empujones me hacen daño, porque me apartan de ti. Tú pareces más acostumbrada que yo al gentío; a mí me cuesta. El vaivén de los vagones me desmenuza el gesto, ése que tengo postizo para desdeñar los miedos. Sujetarte una mirada también me desmenuza. Esta mañana, como ayer, hemos vuelto a estar juntos, y hoy, como ayer, he vuelto a silenciarte mi secreto, he vuelto a no confesarte mi sueño. Tengo frío en el vagón del metro, tengo frío en los pasillos fríos. Intento caminar cerca de ti pero me empujan y me apartan. Demasiada gente, demasiada prisa. Revelarte mi sueño en medio de esa multitud, con tanto ruido, quizá no serviría. Imposible sería que las palabras no se perdiesen, imposible no atropellarlas. Demasiada gente, demasiada prisa. Revelarte mi sueño, allí, en mitad del vaivén, en medio del frío, quizá no serviría. He soñado que por fin hacíamos ese viaje a la nieve, y que tú eras feliz. He soñado que recorríamos a pie la montaña, que fotografiabas una ardilla, que yo dibujaba tus ojos en un papel, y que tú eras feliz. He soñado que la lluvia te empapaba el cabello, que me abrazabas al escuchar los truenos de la tormenta, que te reías de tus propios temores de niña, y que eras feliz. He soñado contigo, con nosotros, con tus amigos, con tus pies desnudos en la hierba, con un café a medianoche en tu lugar preferido, con tu ventana abierta, con tus libros bajo mi brazo, con un sol de abril reflejado en tus labios, con agua de playa en tus manos, con luna de verano en tus mejillas, contigo. He soñado que amanecía para nosotros, y que tú eras feliz. Esta mañana, como ayer, demasiada gente, demasiada prisa. Si me animo, si mañana encuentro fuerza y valor en los bolsillos, interrumpiré tu conversación y te preguntaré por ti. Si mañana encuentro fuerzas, preguntaré tu nombre. Detrás de todo3/3/2020 Hay un paisaje de verdes, de agua fría y de ojos tuyos en el hueco de la memoria. Y detrás, más allá del lienzo falso, hay una melodía que no entiendo. Hay un paisaje de almendros, de caricias lentas y de labios tuyos en el hueco de la memoria. Y detrás, más allá de los colores fingidos, hay un murmullo que no entiendo. Mira, ha venido a verte una nube, han venido a verte las agujas del reloj, han venido a saber de ti, a preguntar cómo estás. Mañana se irán con las manos vacías, pero hoy, mientras tanto, habré de esforzarme en componer la patraña de siempre. Y si algo los inquieta, si los angustia el velo transparente del disimulo, de este áspero engaño, buscaré una sonrisa en el armario y la colgaré de los ojos. Porque han venido a verte, otra vez, y el viaje ha sido largo. Porque han venido a saber de ti y no merecen mala cara. Detrás del sueño hay un sendero de hielo y de margaritas deshojadas, detrás de la calma hay un susurro de pasos y de noche amargamente oscura, detrás del viento hay niebla azul. Detrás del tiempo hay más tiempo, hay más locura. Detrás del espejo hay una herida. Detrás de las manos que abrazo hay una mueca de espanto, hay un dolor pálido, desmaquillado. Detrás de la lluvia hay una sombra quieta, hay una figura inmóvil, hay un deseo. Detrás de un simple beso hay un gemido agrio y desnudo. Detrás de la náusea hay un motivo. Mira, ha venido a verte el gusano de la manzana, han venido a verte las teclas negras del piano, han venido a saber de ti, a preguntar cómo estás. Mañana se habrán ido. Pero hoy, mientras tanto, tendré que esforzarme, tendré que servir café y hablar de cuánto hemos cambiado, de cuántas ojeras tiene ahora el atardecer. Mañana se irán, y el viaje será largo. Tendré que hacer más café y mojar en él un gesto amable. Hay un paisaje de ocres, de riachuelos ruidosos y de ojos tuyos en el hueco de la memoria. Y detrás, más allá del cristal invertido, hay un silbido perpetuo, alguien que me llama. Hay un paisaje de olmos, de ternura lenta y de labios tuyos en el hueco de la memoria. Y detrás, más allá del adorno artificioso, hay una alegría silente, hay una dicha extraña que no comprendo. La hora de su salida25/2/2020 Se sienta y aguarda una tarde entera a que llegue el momento de verlo. El cielo la amenaza con lluvia, la amenaza con aguarle su fiesta breve de emociones, pero ella ignora las nubes de algodón inflado igual que ignora siempre los consejos de su abuela. Que el amor hace daño es algo que ya intuye; no necesita que nadie le repique en los oídos. También hace daño estar sola. Se sienta y aguarda una jornada entera a que llegue el instante. Se sienta en el borde de la acera, encogida, hecha un ovillo de deseos y de nervios, se sienta y dibuja en el cristal de sus ojos un beso. Y llora, qué boba. Llora porque el beso nunca llega, llora y se pone perdida de llanto. -Estás mojándote, niña –le dice un hombre-. ¿No ves que llueve? No responde, se enfurruña. Ni ve que llueve ni quiere verlo. No necesita que nadie... -...me repique en los oídos. -¿Qué dices? -Nada. Se encoge, ahora de frío, pero no se viste la chaqueta. Ella sabe que con la blusa luce más hermosa. Se lo ha dicho esa mañana el espejo. La chaqueta está en el suelo, hecha un nudo. La trajo por no escuchar a su abuela. Los mayores creen saberlo todo, que si abrígate que luego duele la garganta, que si ay si yo hubiese tenido tus oportunidades, que si el corazón se rompe sólo de mirarlo... Que se rompa. A ella le importa un pimiento. Ella lo que anhela es que llegue la noche para verlo salir del trabajo y ahogarse enamorada de pena. Se sienta cada día en la acera con ese fin, y lo demás puede esperar. Lo demás es secundario, como dice su padre. Sólo que su padre no habla de amor, sino de otras cosas. Se sienta cada día y aguarda una vida entera por verlo salir, por verlo un segundo y poder morirse en él de alegría. Cuando llega la magia, cuando la noche le regala el momento, la niña se muerde el miedo y aprieta los puños. El desmayo la tambalea mientras contempla al muchacho ajustarse el abrigo y despedirse en la calle de su jefe. Ella lo mira con fijeza, lo retiene en las pupilas con fuerza para llevárselo consigo a la almohada, cada gesto de él, cada suspiro. Si hay suerte esa noche, el chico cruzará con ella una mirada casual y la niña creerá que le arde el pecho, y la locura de una esperanza clandestina se le grabará a fuego en las mejillas. Y, si no hay suerte, si no la mira esa noche... -Si no hay suerte, se pinta –murmura la chiquilla. Es lo que siempre le repica su abuela en los oídos. Hubo20/2/2020 Un beso. El mejor. Sol de abril en cada rasgo. Un beso con cucharilla. Sol de abril en cada pupila tuya. Un beso breve, el más codiciado. Tanto tiempo deseándolo, tantas noches de sueño. Un beso. Sonreír demasiado me provocará ceguera. Hubo melodía y piano. Sol de abril en cada mejilla. Ciego por ti, por ti. Ayer te quise, hoy te adoro. Un beso pequeño. El que más enamora. Antes, una promesa. Me abrazo a las palabras, aunque me hagan daño. Queda carmín en la yema del dedo. Una promesa mojada en café, una merienda de gestos suaves, todos tuyos. Quizá mañana. Cuánta suerte en un día. Hubo ilusión. Te doy las gracias. Tal vez tú. Esperarte me provocará un infarto. Un sueño. Bendita vida. Antes, un encuentro fortuito. El azar hizo migas conmigo. Nos cruzamos tú y yo, hablamos, acabamos sentados. El camarero robó tu mirada un segundo y creí desmayarme. Hubo vértigo. Decidí regalarte el corazón. Es tuyo. He cubierto el hueco con una manzana. Soy frágil. Antes, una habitación vacía. Las dudas de siempre. Salir a la calle, salir a las calles. La hierba del jardín sin rocío. El paseo infinito, sin sentido, sin regalo. La calma oscura de la noche sin sujeciones, sin bordes. Hubo frío. Un murmullo venenoso bajo la almohada. Las nubes, brujas de algodón. Antes, otra persona. Otro anhelo. Una niñez. Otros colores. Pero hubo algo, no alcanzo a ver qué fue, que se empeñó en cambiarme el paso. Archivos
Marzo 2024
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