Relatos breves de una vida
Estar de paso15/12/2020 Luisito, a sus ochenta y dos años, todavía se estremece cuando la vecina del tercero golpea su puerta con los nudillos. El sonido hueco y urgente aún le tensa los riñones y los músculos de la mandíbula. Luisito ya se ha hecho mayor, y los mayores no lloran, pero el miedo no deja de hurgarle en las tripas. Porque, un buen día, Luisito pasaba por allí. Hacía sesenta años que Luisito había pasado por allí; hacía sesenta años que un militar con cara de bestia lo había empujado al interior de un vagón. Porque pasaba por allí. Lo habían empujado al vagón de un tren y lo habían conducido a un descampado. A él y a otros cientos de hombres y mujeres. Cuando alguien se interesa por su historia y le pregunta qué demonios había ido a buscar él a esa ciudad y en semejante momento, Luisito contesta: -Pasaba por allí. Ni siquiera recuerda el nombre de la ciudad. Ni siquiera recuerda si aquella había sido su juventud o la de otro. El rostro de su madre se confunde en su memoria de niño grande con el de la mujer del vestido azul a la que habían disparado en la frente. A los hombres los mataron por cualquier motivo: por ser marica, por ser judío, por ser gitano o por equivocar el saludo; a las mujeres, muchas veces, porque les daba la gana. -¿Qué pintabas tú allí, Luisito? -Estaba de paso. -Pero si eras un chaval, si eras un crío de veinte años, ¿qué narices hacías tú en ese sitio? -No lo sé. Pasaba por allí. Cuando la vecina llama a la puerta, el vientre se le descompone de pronto y el paladar se le vuelve de trapo. -¡Soy yo, Luisito! ¡Soy Amalia! Es la vecina, Luisito. Afloja los puños. Otro militar con cara de bestia tenía la costumbre, entonces, de aporrear cada mañana la puerta del cuchitril donde dormían hacinados como animales. Si se hallaba de buen humor, despertaba a la gente a patadas y les escupía a la cara. Y se reía. Y los soldados que estaban a su cargo se reían también. Pero si se hallaba de mal humor, escogía a uno de los hombres al azar y lo apuntaba con el arma a los ojos, y mantenía la postura asesina sin pestañear, sin respirar, hasta que el seleccionado se orinaba en los pantalones y tiritaba de miedo. Luego, el oficial guardaba el arma y se reía, y su mal humor se esfumaba, y el seleccionado se ponía de rodillas y le agradecía haberlo dejado con vida. Qué similares eran las súplicas del ser humano. El idioma no era una barrera. Las súplicas estaban por encima del lenguaje. Luisito lo había aprendido allí. Había aprendido muchas cosas. Estar de paso tiene sus ventajas. Una mañana, el animal uniformado había sacudido la puerta y después había apuntado a los ojos a un muchacho rubio de quince años que tenía una cicatriz en la mejilla. El chaval acababa de orinar y sólo completó a medias el juego del oficial: tiritó de miedo, pero no mojó los pantalones. Y lo mató. Luisito aprendió también que la muerte, en los ojos de una persona, era siempre del mismo color. La de beneficios que tenía estar de paso. Descorchemos una botella de sidra y brindemos por ello. Brindemos por el oficial con cara de bestia, brindemos por su sentido del humor. Pum, pum, qué valiente es el oficial. Estar de paso nos enseña que los oficiales al mando son los hombres más valerosos del mundo. Si te orinas, no te mato. Pero como no te orines encima, chavalote, te meto una bala en la sien. Tú decides. ¡Pum, pum!, dice la puerta, con su estampido hueco. -¡Soy yo, Luisito! ¡Abre! Y Luisito se encoge en el sillón todavía, y se cubre los ojos con una mano. Es instintivo. Es inevitable. -¡Soy Amalia! -Voy. -A ver cuándo arreglas el timbre, hijo. Amalia sabe de su historia, sabe de su pasado terrible, aunque él, como ya les he contado, no recuerda muy bien si ese pasado fue suyo o de otro. La memoria nos traiciona. La memoria es mala consejera. -¿Qué se te había perdido a ti en ese sitio, Luisito? –le preguntó una tarde su vecina, algunos años atrás. -Pasaba por allí, Amalia. -¿Pasabas? -Estaba de paso. -Mira si uno de esos nazis te hubiera pegado un tiro... No había problema. Siempre quedaba una gota de orina en la vejiga. Siempre se podía apretar un poco y echar fuera la gota, lo justito para mojar el pantalón. Y tiritar estaba chupado. Todas las noches lo había hecho. Tiritar, lo que se dice tiritar tiritar, con repiqueteo de dientes y todo, hasta el gato sabía. Lo difícil era aguantarle la mirada al salvaje. En su recuerdo, que es un paño sucio, deshilachado y sembrado de agujeros, los ojos del oficial lo miraban con tal desprecio y locura que lo habían animado a morder la pistola y tragarse con gusto la bala. Estar de paso le había enseñado que lo amargo de aquel instante no solo era sujetarle la mirada al animal, sino saber que, aunque viviera para contarlo, tendría que encontrarse con él muchas mañanas más. Y, por aquella época, el futuro se había desplegado ante Luisito como una alfombra empapada de sangre, como una broma de mañanas grises e infinitas puertas que sonaban repetidamente a infierno y a burla. -¡Abre, Luisito! -Voy, voy. -Hijo, ni que te hubiera pillado en paños menores. -Ya voy, Amalia. Abre la puerta, jadeante. El espanto lo muerde en el cuello un segundo: descubre el arma en las manos del oficial y se le agarrotan las piernas. -Luisito... Los mayores no lloran, campeón. Levanta la cabeza y encara la muerte con dignidad y con cojones. Lloran los niños y las mujeres, pero no los hombres. -Luisito, ¿estás bien? -Hola, Amalia. -¿Cuándo vas a arreglar el timbre? -Mañana.
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Se muere viejo y solo1/10/2020 A Gustavo cada vez lo asusta más el paso del tiempo. Ocurre todas las mañanas, a la hora del desayuno. Lo oye caminar, más allá de las cortinas, despacio, muy cerca de su ventana, acariciando la reja, fingiendo disimulos mordaces. La magdalena queda suspendida en el aire un instante, temblando en su mano, mientras el tiempo pasa, cada mañana, mientras se ríe de él, mientras se aleja. Gustavo está solo, tan solo que a veces no se encuentra en el espejo. Su sombra lo ha abandonado; esa silueta desgarbada que antes se proyectaba en las paredes se ha esfumado con el ocaso de ayer. Las persianas están bajadas; aprendió a escurrirse a ciegas por la casa, a transitar sus breves recorridos sin levantar tropiezos. En el armario de la cocina hay dos cajones: en uno guarda el cuchillo con el que jamás tuvo el valor de herirse las muñecas; en el otro, tres recuerdos de infancia, una fotografía de su madre y una carta de despedida de su mujer: Querido Gustavo: Te dejo. Preferiría morirme otro día, más tarde, pues aún me seduce el alba del otoño y escuchar la lluvia en el tejado, pero hoy he visto a las amapolas sangrando en el campo, y sé que ha sido por mí. El sol que ahora se esconde apenas me ha templado el alma. Es mi hora. Te dejo sin querer, sin propósito. Me alejo esta noche, me muero de ti esta noche. Adiós. Gustavo relee la carta cada madrugada, aprovechando que el reloj está dormido. Con la luz de un fósforo ilumina el papel, y con la yema de un dedo riza las letras delicadamente. Todavía desprenden las palabras el perfume de melocotón, que le arruga los ojos. Gustavo se muere viejo y solo, tan solo que a veces los ratones, ignorando su presencia, le arrebatan la magdalena de la mano. Pero mañana saldrá a la calle a recibir al tiempo, cuando pase. Mañana perderá el miedo y saldrá a la calle a enfrentarse al tiempo, cuando pase frente a su ventana. Así lo ha prometido. El doctor Fifi28/7/2020 Se ha vuelto loco, el doctor Fifi se ha vuelto loco. Lo dice la gente, lo digo yo, que lo he visto hablar con los gatos, que lo he visto jugar a las cartas con ellos. Es un buen hombre, pero se ha vuelto loco. El doctor Fifi ha perdido la cabeza en algún rincón del invierno, y estos vientos soplones se la han llevado consigo. Pobre doctor Fifi. Recuerdo el primer día que apareció por aquí, hace más de quince años, con su maletín de médico, sus tijeras de barbero y su cabeza calva, tan lustrosa. Ya por entonces, resultaba un personaje extraño, aunque inofensivo y amable. El doctor Fifi curaba el dolor de garganta y saneaba las puntas de los cabellos en una sola visita. Recetaba jarabe y champú a un tiempo. Era nuestro médico de cabecera y nuestro peluquero. Había mujeres que únicamente acudían a su consulta para que les retocara el peinado. Al doctor Fifi no le importaba que lo hicieran. A mí, por ejemplo, me dibujó margaritas en el pelo una mañana de tos. Los niños perdieron el miedo a la tablilla blanca de madera, la que les ponía en la boca, que tan tenebrosa había sido en manos del doctor Sabín. Perdieron el miedo a subirse a la báscula fría que helaba los pies, a que les colocaran la barra del medidor en la cabeza, a que les recorriesen el pecho con el cacharro de metal, que era como una moneda grande... El doctor Fifi hacía de la consulta un recreo. A mi vecina Ángela, una vez, después de caerse de la bici, le tiñó unas mechas mientras la enfermera preparaba la escayola. Al pobrecillo de Alberto, ese viejo carpintero que siempre anduvo pachucho y visitaba la consulta con frecuencia, lo afeitaba el doctor Fifi. Cuando murió, el médico le dedicó unas palabras en la misa. Nos hizo llorar un poco a todos; el doctor Fifi y él se habían hecho muy amigos. Yo los vi pasear un domingo por la avenida, después del partido. Se reían como críos, aún me acuerdo. Sí, me acuerdo de eso y de muchas otras cosas. El doctor Fifi ha envejecido. Ha ocurrido de repente, como de repente han transcurrido estos más de quince años. Ahora tenemos en el pueblo un ambulatorio nuevo y una peluquería unisex, y yo nunca he sabido si unisex significa de un solo sexo o de los dos. Cuando nos duele algo, pasamos por el nuevo dispensario a que nos curen, pero no lo consiguen, ya no, porque antes era distinto. Nadie nos dibuja ya margaritas en el pelo, y el dolor de garganta se hace punzante y eterno. La gente dice que el doctor Fifi se ha vuelto loco. Lo digo yo, que lo he visto hablar con los gatos, que lo he visto jugar al ajedrez con ellos. Aunque creo que no es locura. Se ha hecho mayor, solo es eso. El ataque19/8/2019 Don Roberto se sentó en la mecedora y hurgó en su pasado. Lo conmovió la distancia entre los recuerdos y el color antiguo de las caras. Lo sorprendió el estruendo de los cacharros en la pila, el que siempre había formado su madre al fregar. -Roberto, cielo, alcánzame la jarra. -Mamá, cuánto tiempo... -Alcánzame la jarra, hijo. -Sigues igual... Lo aturdió la imagen de su padre junto a la ventana, mirando de reojo la calle, asintiendo en silencio. -Papá. -¿Qué quieres? No tengo dinero. -¿Cómo estás? -Fastidiao. -Me alegro de verte. -No digas tonterías. Lo atemorizó el sargento, el diablo uniformado, y se apretó contra la pared. -Eh, novato, ven aquí. No fue. O quizá sí, pero miró hacia otro lado. Miró hacia la ventana de María, que se estaba asomando. -¡Guapa! -Roberto, como te vea mi padre por aquí, me pela. -Baja un rato, anda. -Ahora no puedo. Lo emocionó ver a María en la habitación del hospital, con la Martita a su lado, en el hueco de los brazos. -¿Duerme? -Como un ángel. Y lo apenó verla después, a la Martita, llorando en la calle, encogida, porque un chico la había dejado plantada. Su primer desengaño. -No llores, tonta. -Déjame. Luego, don Roberto se cansó de hurgar y echó una siesta en la mecedora. Sonreía como un bobo, como un bobo feliz. El médico contó a sus hijos que había sido fulminante. Josefa pasa hambre14/8/2019 Josefa, la vieja y famélica pianista, había tenido un canario. El animalillo le había hecho compañía durante varios meses. El animalillo, que respondía con orgullo al nombre de Mozart, había rellenado con sus dulces cánticos las tardes solitarias y amargas de Josefa. Pero el hambre lo puede todo, bien lo sabe ella. La semana pasada se merendó al músico después de debatirse en una tormentosa lucha consigo misma en la que acabó venciendo el instinto de supervivencia. Se zampó al canario sin reparos. Ahora lo lamenta. Lo lamenta porque los días siguen siendo tristes y no tiene quien le haga compañía. Lo lamenta porque el hambre sigue estando presente en su vida, retorciéndole las entrañas. De qué le sirvió comerse al pajarillo, se pregunta. Son las once de la mañana y no tiene nada que llevarse a la boca. Por el suelo, junto al zócalo, corretea una cucaracha muy flaca. Josefa la observa un instante y después mira para otro lado; no quiere ni pensarlo. Su marido, Basilio, está tumbado en el suelo de lo que antes fuera la cocina, con un ojo cerrado y el otro medio abierto, vigilando de soslayo el frigorífico. Le ha dicho a su mujer que el frigorífico tiene el pensamiento de huir de la casa. Él le ha garantizado que lo impedirá a toda costa, palabra de honor. Josefa, cuando lo oye delirar de este modo, ahoga un lamento en lo más profundo de su vientre. -Cariño -lo llama ahora. -Qué -responde Basilio. -No puedo más. -No puedes más de qué. -Me muero, Basilio. Me muero, te lo juro -dice ella, rota de desconsuelo. -Aguanta, mujer. -No puedo. -Sí puedes. Aguanta. Josefa llora tímidamente. Se cubre los ojos con una mano y baja el rostro. -No puedo, ya no... -murmura. -¿Por qué lloras, tonta? -El tono áspero de Basilio le pone los pelos de punta. Ella lo quiere, lo ama realmente, pero el pobre se ha vuelto tarambana. Su marido, por más que le duela admitirlo, está más chiflado que un becerro tuerto. -No lloro -dice, entre suspiros-. Es la emoción, cariño. -¿Qué emoción, mujer? -Hoy es nuestro aniversario. ¿Ya no te acuerdas? Basilio, que se pone muy violento con estas cosas, sale de la cocina y se dirige con paso firme y medido hacia el vestíbulo. Josefa lo contempla con desmayo. -¿Adónde vas? -le dice ella. Y él le miente: -A comprarte un regalo. El carrito de los muertos11/7/2019 Al carrito se lo escucha llegar cada mañana con los primeros rayos de sol. O con el primer café, si amanece gris o lluvioso. Se escucha el crujir y el chirriar de las ruedas, que es como el lamento de un pobre en mitad de una noche fría. De un pobre animal desangrándose en una trampa. Del carro tira un anciano. De cada una de sus mejillas pende una vida rota, un haber querido amar y haber perdido en cada apuesta. De sus ojos, un futuro breve y vacío. Es el macabro contenido del carrito lo que impulsa al anciano a seguir tirando de él cada mañana. De no tener carga, el anciano habría pasado los días en la cama, acariciando con desidia los flecos podridos de su maldición, la de haber vivido. Cuando se detiene a beber agua, su madre le habla. -Maldigo el día en que naciste. -Madre… -Maldigo la sangre que te recorre las venas. Luego, el anciano reanuda la marcha y su madre regresa bajo tierra. Hoy, el sol castiga con dureza. Pero hay niños en la aldea, y el anciano debe apretar el paso. Porque los niños son curiosos y siempre rodean el carro, y hacen preguntas, y al anciano no le quedan ya respuestas, sólo medias mentiras. Aprieta el paso, y los años le aprietan la garganta. De no tener carga, el anciano habría muerto muchos senderos atrás. A veces, en esos días en que ningún pajarillo adorna el camino, en esos días en que el aire es pesado como el plomo, el contenido del carrito le habla, como su madre cuando se detiene a beber agua. En esos días, el contenido del carrito lo atormenta. Hoy, el carrito lo atormenta. Los muertos que en su interior se retuercen, como grotescos escombros de carne, golpean con fuerza las paredes de madera. El anciano disfraza su desmayo y aprieta los puños, y tira más rápido del carro, y contempla fijamente el horizonte, negando los gritos. -Somos tu pasado -le recuerdan los muertos del carro-. Somos tu pecado. No hay pajarillos adornando el camino. El aire pesa como el plomo. El reguero de sangre que deja el carrito se mezcla con la arena y dibuja a su paso una horrible cicatriz. De no tener carga, nada forzaría al anciano, cada mañana, a seguir huyendo. Archivos
Marzo 2024
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