Israel de la Rosa

Relatos breves de una vida

La niña y el sombrero

3/2/2020

 

​         Cada día, con las primeras gotas de luz, la niña se viste con su sombrero y se sienta en el portal. Puede que llegue hoy, puede que hoy la sorprenda con su sonrisa y sus ojos de almendra. Ella esperará con paciencia, sentada en el escalón frío de piedra, hasta que el sol de mediodía le revele que ha pasado otra mañana en vano.
           Cada tarde, con las primeras lágrimas de la niña, su madre se viste con las fuerzas que aún conserva y se sienta en el portal. Acaricia a su hija y le da una manzana. Tienes que comer algo, no puedes seguir así, le dice. La niña no come, no quiere manzanas. Puede que su madre hable con ella hoy, puede que hoy la sorprenda con su tristeza oculta y su dolor sofocado. Esperará con paciencia el momento, sentada en el escalón frío de piedra, hasta que la luz plata de la luna les cubra las manos de nieve y les susurre que han pasado otra puesta en vano.
           Cada noche, con las primeras lluvias del alma, una estrella se viste con su más suave destello y se refleja en el portal. Puede que todo acabe hoy, puede que hoy la vida se sorprenda con su propia sonrisa. Ella esperará con paciencia, tendida en el escalón frío de piedra, hasta que el alba se la lleve consigo y la envuelva en seda.
          La niña duerme ahora, abrazada a su sombrero, dichosa en el sueño que maquilla sus días, que le evita por unas horas el daño, como una medicina nocturna, como una bendición, abrazada a su sombrero, a su recuerdo. Su madre, desde un rincón del dormitorio, la contempla muda, sujetándose el corazón con manos débiles.
           Después, cuando amanezca, con las primeras melodías de los pájaros, la niña se vestirá con su sombrero y se sentará en el portal. Puede que llegue entonces, puede que entonces él la sorprenda con su sonrisa y sus ojos de almendra. Puede que hoy acabe su viaje y regrese por fin a su lado.
           O puede, también, que su madre sea valiente y le explique que ese viaje no acabará nunca.


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Gloria

1/10/2019

 

​           Amaneció, y no era la primera vez. En el mundo de Gloria, amanecía cada mañana. A ella le había contado un pajarito que el sol jugaba al escondite por las tardes, que se ocultaba detrás de las montañas antes de que la luna lo descubriera y que no asomaba la cabeza en toda la noche por miedo a perder la partida. A Gloria le había contado el pajarito que una vez, hacía mucho tiempo, el cielo no había sido azul, sino blanco, que antes de raso y frío había sido una alfombra de terciopelo y algodón caliente, pero que una lluvia de meteoritos lo había hecho jirones, y que esos jirones, que ahora se llamaban nubes, despertaban cada mañana y trataban de hallar, entre bostezo y bostezo, la forma original del tapiz rompecabezas.
         Amaneció, y no era la primera vez que Gloria abría las ventanas y sonreía como una boba al sol más tímido del día.
            -Tú no te escondes de la luna para jugar, sino porque te da miedo –le dijo una mañana, y el sol arrugó la frente y le dio la espalda, enfadado.
          A Gloria le hacía mucha gracia que el sol cogiese una rabieta. No lo veía arrugar la frente, pero podía imaginarlo. El pajarito le había contado que el sol era un niño mimado y friolero que los días de invierno se quedaba holgazaneando en la cama, y que Dios intentaba despabilarlo arrojándole aguaceros y nieve, y soplándole fuerte, aunque casi siempre se salía con la suya. El pajarito también le dijo que, cuando el sol estaba de buen humor, se asomaba entre las nubes y dibujaba una bufanda de colores en mitad de la lluvia, y que no le importaba el riesgo de pillar un resfriado.
              Gloria nunca había visto la bufanda, pero podía imaginarla.
         El caso es que amaneció, y no era la primera vez que su madre la sorprendía en la ventana mirando el cielo. Su madre era el pajarito que le contaba todas aquellas cosas, y muchas veces, después de inventar historias para Gloria, se encerraba en su cuarto, igual que el sol, y escondía la cabeza en la almohada, igual que el sol, y lloraba un poco, como el sol, pero luego se armaba de valor y fingía una broma delante de su hija.
         Amaneció, y eso significaba que había pasado un día más, o que restaba uno menos, o que el sol se había hecho mayor, como Gloria, o que se acercaba el momento en que la muchacha dejaría de imaginar las cosas que le contaba el pajarito y que por fin podría verlas, porque a la madre de Gloria alguien le contó que un médico muy prestigioso era un mago de la cirugía, y que muchos niños habían logrado recuperar la vista.


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Niños

8/8/2019

 

​        Son cinco hermanitos, son criaturas candorosas, son cinco pequeñajos que retozan sin maldad y sin descanso por la casa a cualquier hora del día.
         Uno es moreno y tiene remolinos en el cabello. Se llama David.
         -Davizzz –lo llama la huevona de su madre-, deja al abuelito en paz.
        El abuelito murió esa mañana. Está dentro de la caja, cruzado de brazos, muy serio, y el niño se entretiene hurgándole en los agujeros de la nariz. A los que vinieron a dar el pésame se les ha revuelto el estómago.
         -Davizzz, anda, deja al abuelito.
      Otra de las criaturas es pelirroja y tiene pequitas en la cara. Se llama Gloria. La abuelita, que está deshecha por el dolor, ha preparado unos canapés de salmón para las visitas, pero la niña se comió el salmón de los canapés en un descuido de la abuela y los untó luego con el paté que quedaba en el frasco de Lulo, el gato, y le dijo a la abuelita que ya se encargaba ella de servir la bandeja.
         -Está rico –comentó alguien-. ¿Qué es?
      Otro de los críos es rubio y tiene los carrillos muy rosados. Se llama Carlitos. Ha descubierto un truco la mar de chulo: colocando una batería de coche en la mesa de centro, oculta en la maceta de flores plastificadas, y conectando entre sí las cucharillas de café y la batería con un cable pelado, puede hacer que a los mayores les salgan chispas azules por el culo.
        Otro de los angelitos se llama Pablo y tiene el cabello del color de la miel. Su especialidad es engatusar a las hijas de los amigos de papá y de mamá y conducirlas a su cuarto con la excusa de enseñarles sus videojuegos, pero lo que les enseña realmente es la colita, y las niñas se llevan invariablemente las manos a la cabeza, primero, aunque después siempre acaban compartiendo con él los secretos mejor guardados de su anatomía floreciente.
          Y la última de estas ricuras es Laura. Tiene el pelo ensortijado y negro, y ojos grandes y oscuros. Está enojada con papá porque él dice que todavía es muy pequeña para salir a bailar con las amigas.
           Mamá la mira con una mueca de reproche:
          -¿Puede saberse dónde has estado? Mira cómo te has puesto de grasa.
           Los asistentes al velatorio se agitan y tosen incómodos.
          -¿Alguien quiere un café? –pregunta el papá de los niños-. ¿Nadie?
          Laura se acerca a Carlitos y le susurra al oído:
          -No te preocupes. Al final siempre hay alguien que lo toma.
          -¿Qué llevas ahí?
          -¿Esto? Son los frenos del coche de papá.

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El niño que fue a votar

12/7/2019

 

​         Era muy pequeño y arrastraba su voto por la calle como si fuera un felpudo de cartulina, como una alfombra voladora que se resistía a volar.
            -Buenos días, renacuajo. ¿Adónde vas?
            -Lejos de usted.
        Era muy pequeño. Se encaramaba a los bordillos de las aceras con dificultad, como un alpinista en miniatura. El voto le venía grande, y los zapatos prestados de su hermano también. Cuando alcanzó la plaza, el sol desafiante le chamuscó el rizo rubio que le adornaba la frente.
           -Buenos días, pequeñajo. ¿Adónde vas?
           -Lejos de aquí.
        Entró en el colegio. Era domingo, y los domingos los colegios no existen. Tienen colores distintos. Olía a café y a colonia de abuelo. Arrastró el voto, que a su lado parecía enorme, como una sábana de cartón, y trató de elevarlo hacia la urna.
           -¿Qué haces aquí, campeón? ¿Y tu papá?
           -Lejos de mí.
       El voto pesaba demasiado. Se resistió a volar. Entonces, el hombre amable de sonrisa amable que amablemente había preguntado por el papá, se fijó en esas cosas curiosas que el niño llevaba sujetas a la cintura, en esos caramelos gigantes de plastilina que le ceñían las caderas como adornos de Navidad.
       El colegio estalló en mil pedazos. El hombre amable, con su sonrisa amable, voló por los aires. El voto no, porque pesaba demasiado. Porque era como la capa gruesa y larga de un vampiro.
          En la plaza, una mujer aturdida confundió el calor de la explosión con el de un horno de pan. El colegio ya no estaba. Era domingo, y los domingos no existen los colegios. Porque tienen colores distintos. En la plaza, ahora, olía a café y a colonia de abuelo. Y al oscuro y agrio aroma de muerte que bajaba por las baldosas como un reguero de lágrimas mudas.
           -¿Qué ha pasado? -preguntó la mujer aturdida, muy aturdida.
       Un hombre tembló de espanto, a su lado. Quiso decir algo, pero no encontró nada. Desalentado, confundió el calor de la explosión con el de aquel verano que tan feliz había sido.
           -El niño -murmuró-. El niño.


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