Relatos breves de una vida
El perro del vagabundo26/6/2021 El destino de cada hombre no siempre es exclusivo del que lo disfruta, o del que lo padece, sino que suele compartirse con alguien más: una mujer, un hijo, una hermana, un perro... Como, pongamos por ejemplo, el perro de este pobre hombre, o de este hombre pobre. El animal no tuvo nada que ver con la mala gestión de sus acciones, o con el descalabro de su empresa, otrora boyante, o con el continuado despilfarro de su dueño. El animal no dijo ni media palabra durante todos aquellos años de obnubilado y ciego comportamiento. El perro, qué culpa tuvo el angelito, asistió impasible a la caída vertiginosa de su amo en las finanzas. Tan impasible como ahora, que, sentado a medias en el portal de una casa vieja, muestra a los viandantes su porte orgulloso y jadeante, mientras aguarda con infinita paciencia y cariño a que su dueño acabe de rebuscar en los contenedores. El animal no entiende de pobrezas o de caprichos. Acaso, de frío o de humedad; no se duerme igual en la calle que en aquel lejano salón comedor, tan confortable como un jardín de algodón tibio. -Nada -dice el hombre. El perro se incorpora y se acerca a su amo. En el corazón del animal hay una sonrisa tan grande como la mansión en que antes vivía. -No hay nada, Gabi. Vámonos. El hombre echa a caminar y el perro lo acompaña, muy de cerca, procurándole su aliento. El animal tiene hambre y no sabe cuándo llegará el momento de comer alguna cosa. Por un hueso podría estar ladrando hasta enmudecer. Pero por una sonrisa de su dueño, podría maullar y volar como un pájaro.
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Veneno16/4/2021 Resulta muy complicado creerte. Noches enteras de ojos abiertos. Noches de cortinas oscuras que vigilan con sigilo y calma el horizonte de las calles, allá donde acaban, allá donde muere su repecho y se convierten en montaña pobre. Noches de cortinas quietas que patrullan por mí. Alguien viene, alguien se tambalea en mitad de la bruma, eres tú. Y no eres. Alguien baja la pendiente hiriendo con tacones de acero este silencio de seda, eres tú. Y no eres. Un destello en la pared del dormitorio, el reposo de mi pecho en mil pedazos, eres tú. Y no eres. Se puede hilar con veneno una trampa y servirla como una pasta de té. Se puede. Es la argucia de un corazón infectado. Y se puede morder esa galleta con ojos cerrados y alma ansiosa de fe, y morir después, y estar muerto sin saberlo. Se puede también. Es la inocencia de un corazón que camina a tientas entre espinos. Resulta muy complicado quererte. Tardes enteras de brazos abiertos. Tardes tibias de relojes cansados, de pianos descalzos, de vientos descaminados que se levantan con languidez, sin ánimo, con el ánimo de levantarme el ánimo marchito; tardes plomizas de pájaros mudos, de un sol que me mira fijamente sin querer mirarme, sin querer y sin quererme, que me juzga y se apiada, que me acusa y me condena, y que después me indulta; tardes difuntas de esperas sin fruto, de flores difuntas sin color, de mariposas torpes, de recorridos vagos, de murmullos arrugados; tardes intrusas de atardecer prematuro. Alguien baja la calle, eres tú. Y no eres. Se puede morir con tu veneno. Se puede. Yo puedo. Resulta muy complicado perderte. La vida huele24/3/2021 Estoy en la sala de espera de un hospital. Estoy esperando algo, no sé muy bien qué es. Estoy mal sentado en una silla rígida, mal dispuesto a seguir esperando, y el olor del amoniaco me aterroriza. Está por todas partes. Es un monstruo de zarpas amarillas que me espía por la rendija de una puerta entornada. Es un monstruo agrio que me intimida y, con alevosía, me aparta de los demás olores, encubriéndolos. Ha salido un médico a la sala de espera, a esta sala blanca que es como la habitación secreta y siniestra de un extraño museo de cera. Somos pocos los muñecos, aunque suficientes para completar una colección insólita. Somos la obra maestra de un artista perturbado, un trabajo perfecto de imperfecciones. Si hubiera un espectador, afortunado o no, admiraría nuestra belleza. Pero el médico recién llegado no es más que un mero conservador de museos, implacable en su oficio. Se acerca despacio a uno de nosotros y le habla con murmullos. En mi infancia había murmullos como esos, y olían a pan. En mi infancia había una diosa detrás de un mostrador, en una panadería, y todos la veneraban. Los hombres murmuraban junto a su puerta, enloquecidos, y yo acudía cada mañana a verla con el pretexto de un recado, con las monedas y mi firmeza débil de varón en un bolsillo, dulcemente estremecido, y le robaba con desmaña una sonrisa. Luego, regresaba a casa abrazado a su aroma a pan. Pero es el monstruo agrio quien ahora me aparta de él, egoísta y perverso, para acobardarme. El médico ha hecho llorar con sus murmullos al muñeco de cera, que poco a poco se derretirá, que acabará fundido por un dolor que debe de quemar como el fuego. O quizá más. Yo soy su próxima víctima, no hay duda, pues me ha mirado un momento con el disimulo torpe del verdugo. Se ha marchado, pero sé que volverá a por mí. En mi infancia había miradas parecidas, aunque más suaves e ingenuas, y olían a hierba mojada. Tenían la misma torpeza, la misma fugacidad. Eran las miradas de una niña en el parque, una niña del barrio en un parque del barrio, al atardecer, cada atardecer. Eran las miradas tibias y punzantes que me distraían del juego, de mis amigos, de mis años de adolescente, y que después me hurtaban el sueño en la cama. La almohada siempre me recordaba su aroma a hierba. Pero es el monstruo amargo quien ahora me aparta de él, malicioso y desalmado, para amedrentarme, para dejarme solo y desnudo de olores en esta habitación de museo. Ahí llega el médico de nuevo. Se acerca despacio. Solo somos muñecos. Historias que ruedan23/2/2021 Como la de Ernesto, que baja solitaria por las calles, con la madrugada, serpenteando entre la niebla, humedeciéndose con el rocío de la noche viuda, con el otoño pálido, solitaria por las calles, encogida de frío, depositando una lágrima en cada portal, en cada saliente de ladrillo, una lágrima de agua herida, acariciando el cristal de las ventanas con un dedo descarnado, murmurando un nombre de mujer, murmurando una vida, dibujando un rastro de ahogo y nostalgia en el suelo, derramando sin cuidado su pena azul, su pena. O como la de María, que gira empeñada alrededor de sus zapatos, arrastrándose igual que una maldición cenicienta, recordándole, al compás del corazón, que fue traviesa, que no hizo bien. Que gira alrededor de su sombra y se arrastra igual que un pecado encubierto, recordándole, al compás de sus pisadas, que fue egoísta. Que gira una y otra vez en torno a sus recelos, igual que un remordimiento amargo, siendo remordimiento amargo, que gira sin alivio, una y otra vez, alrededor de sus ojos inquietos, igual que la certeza incómoda de haber errado, siendo certeza incómoda, recordándole, al compás de su propio suspiro, que fue perversa. Maldito suspiro que delatas su tragedia, maldito escrúpulo, maldita culpa. Maldita, tú, maldita. O como la historia de Alberto, que llueve encaprichada y se arremolina bajo sus manos, que forma charcos espesos de envidia, que le arrebata la calma con su melodía impaciente, que le encadena las prisas y le enreda la cordura. Que llueve, testaruda, y se arremolina en los huecos de su conciencia, que forma barrizales de angustia, que le desvela el juicio con su chapoteo de infierno. Historias sencillas, historias que ruedan, como la de Alberto, que es la historia de un hombre que robó el amor de una mujer, María, y desvalijó el alma de Ernesto. De mano en mano4/2/2021 Así va, de dueño en dueño, de seda en seda, de carne en carne, de sangre en sangre. Así va, sin destino fijo, sin rumbo concertado. Es una daga pequeña de puño rugoso y frío y guarnición dorada, afilada como un viento de invierno. Es mortal como un beso envenenado, y se desliza en el tiempo cabalgando de muerte en muerte, y no distingue inocente de culpable, ni discierne señor de vasallo o ama de sirvienta, y no escoge nunca a su víctima. Así va, de mano en mano. Aúlla el lobo a la luna con dolor en mitad de una noche tramposa, aúlla el lobo mientras los pies descalzos de la mujer acarician el suelo. La daga está escondida bajo la almohada. Aúlla el lobo con angustia, con presagio, mientras la mujer oculta el arma en un pliegue del camisón. Así va, igual que una fábula, viajando de dueño en dueño, igual que una canción de cuna, igual que una herencia maldita, surcando los días, rasgando seda, abriendo carne, dejando una estela sangrienta a su paso. Es una daga pequeña de puño áspero y frío y guarnición de oro, y su filo hiere como la traición de un amante. Es letal como un fuego de infierno. El resplandor de su hoja hechiza al que la toma en sus manos, a aquel que la roba de su reposo, y conforta con su sortilegio el ánimo asesino. Así va, sin ayuda de brújula, de mano en mano. Implora el lobo a la luna que se marche, que se aleje, que se lleve con ella la noche, mientras los pies descalzos de la mujer recorren la oscuridad de la casa. Con la mujer avanza un jadeo leve y un quinqué, con ella camina una sombra deforme, con ella van la daga y la voluntad secreta de dar muerte. Implora el lobo a la luna, pero es tarde. Al final del corredor, la habitación se halla entreabierta. Hay un hombre dormido en la cama. Hay ventanas de par en par que arrebatan al cielo brillos de estrellas, hay una última súplica del lobo, que llega ya distante y sin aliento. Hay, en la estancia entreabierta, una brisa dulce y un aroma a pecado. Hay flores sobre una mesa, también dormidas. La mujer se desprende del quinqué y de la cordura y se precipita hacia la cama. El hombre despierta y la mira. El aturdimiento y la sorpresa se desvanecen pronto. Asoma una disculpa a los ojos del hombre, asoma el miedo. En los de ella no hay temor, solo rencor y entereza: no volverá a tocarla. Así es, pues, con pesar y tragedia, como va esta daga pequeña, de mano en mano, de sangre en sangre. Infiel12/1/2021 Contigo es nuevo. Las gotas de lluvia que me arroja este sol de ojos azules no me impiden contemplar tu ventana. No tengo intención de parpadear. Miraré tu ventana hasta caer desfallecido. Creo que son cinco los días que llevo de pie junto al buzón, bajo este sol llorón de ojos azules. Cinco los días, o quizá más, y cinco las veces que he compartido contigo la locura, o quizá más. Cuánto anhelo el temblor de las cortinas, la sombra y el carmín de tus manos en el cristal, el revuelo de tu blusa entornada. No tengo intención de parpadear. Miraré tu ventana hasta caer malherido. Contigo, ya lo sabes, es nuevo. Las gotas de lluvia que golpean el cristal no logran distraerme de ti. Sé que estás abajo, de pie junto al buzón que ayer alimentaron mis cartas. Pesa tanto en mis brazos el reproche que apenas puedo huir de esta cama. No alcanzo desde aquí a ver tu sonrisa, que ayer alimentó el latido tenue de mi corazón y convirtió mi aliento enfermo en un rugido. Son cinco o quizá más los días que tiene mi vida, y son cinco las veces que he caminado descalza contigo el lienzo de las pinturas, o quizá más. No tengo intención de dormir. Ocuparé las noches con el eco de tus manos hasta rendir tu recuerdo. Oigo pasos, pero no eres tú. Contigo, hoy estoy seguro, es nuevo. La lluvia que parpadea entre las luces del día moribundo no consigue alejar el temor con su belleza. Quiero ser fuerte para ignorar el fuego, para ignorar el metal frío que me acaricia el pecho como una seda maldita. No sé llorar. Sólo puedo contemplarte dormida en la cama y fingir que hoy nos conocimos. Cinco días me estrangula ya la sospecha, o quizá más, y cinco son ya los días que he vivido sin vida, o quizá más. No tengo intención de despertarte. Seré sigiloso en mi tortura para no perturbar tu descanso. Te besaré en la frente y, después, caeré malherido a los pies de tu cama. Sigilosamente malherido. Estar de paso15/12/2020 Luisito, a sus ochenta y dos años, todavía se estremece cuando la vecina del tercero golpea su puerta con los nudillos. El sonido hueco y urgente aún le tensa los riñones y los músculos de la mandíbula. Luisito ya se ha hecho mayor, y los mayores no lloran, pero el miedo no deja de hurgarle en las tripas. Porque, un buen día, Luisito pasaba por allí. Hacía sesenta años que Luisito había pasado por allí; hacía sesenta años que un militar con cara de bestia lo había empujado al interior de un vagón. Porque pasaba por allí. Lo habían empujado al vagón de un tren y lo habían conducido a un descampado. A él y a otros cientos de hombres y mujeres. Cuando alguien se interesa por su historia y le pregunta qué demonios había ido a buscar él a esa ciudad y en semejante momento, Luisito contesta: -Pasaba por allí. Ni siquiera recuerda el nombre de la ciudad. Ni siquiera recuerda si aquella había sido su juventud o la de otro. El rostro de su madre se confunde en su memoria de niño grande con el de la mujer del vestido azul a la que habían disparado en la frente. A los hombres los mataron por cualquier motivo: por ser marica, por ser judío, por ser gitano o por equivocar el saludo; a las mujeres, muchas veces, porque les daba la gana. -¿Qué pintabas tú allí, Luisito? -Estaba de paso. -Pero si eras un chaval, si eras un crío de veinte años, ¿qué narices hacías tú en ese sitio? -No lo sé. Pasaba por allí. Cuando la vecina llama a la puerta, el vientre se le descompone de pronto y el paladar se le vuelve de trapo. -¡Soy yo, Luisito! ¡Soy Amalia! Es la vecina, Luisito. Afloja los puños. Otro militar con cara de bestia tenía la costumbre, entonces, de aporrear cada mañana la puerta del cuchitril donde dormían hacinados como animales. Si se hallaba de buen humor, despertaba a la gente a patadas y les escupía a la cara. Y se reía. Y los soldados que estaban a su cargo se reían también. Pero si se hallaba de mal humor, escogía a uno de los hombres al azar y lo apuntaba con el arma a los ojos, y mantenía la postura asesina sin pestañear, sin respirar, hasta que el seleccionado se orinaba en los pantalones y tiritaba de miedo. Luego, el oficial guardaba el arma y se reía, y su mal humor se esfumaba, y el seleccionado se ponía de rodillas y le agradecía haberlo dejado con vida. Qué similares eran las súplicas del ser humano. El idioma no era una barrera. Las súplicas estaban por encima del lenguaje. Luisito lo había aprendido allí. Había aprendido muchas cosas. Estar de paso tiene sus ventajas. Una mañana, el animal uniformado había sacudido la puerta y después había apuntado a los ojos a un muchacho rubio de quince años que tenía una cicatriz en la mejilla. El chaval acababa de orinar y sólo completó a medias el juego del oficial: tiritó de miedo, pero no mojó los pantalones. Y lo mató. Luisito aprendió también que la muerte, en los ojos de una persona, era siempre del mismo color. La de beneficios que tenía estar de paso. Descorchemos una botella de sidra y brindemos por ello. Brindemos por el oficial con cara de bestia, brindemos por su sentido del humor. Pum, pum, qué valiente es el oficial. Estar de paso nos enseña que los oficiales al mando son los hombres más valerosos del mundo. Si te orinas, no te mato. Pero como no te orines encima, chavalote, te meto una bala en la sien. Tú decides. ¡Pum, pum!, dice la puerta, con su estampido hueco. -¡Soy yo, Luisito! ¡Abre! Y Luisito se encoge en el sillón todavía, y se cubre los ojos con una mano. Es instintivo. Es inevitable. -¡Soy Amalia! -Voy. -A ver cuándo arreglas el timbre, hijo. Amalia sabe de su historia, sabe de su pasado terrible, aunque él, como ya les he contado, no recuerda muy bien si ese pasado fue suyo o de otro. La memoria nos traiciona. La memoria es mala consejera. -¿Qué se te había perdido a ti en ese sitio, Luisito? –le preguntó una tarde su vecina, algunos años atrás. -Pasaba por allí, Amalia. -¿Pasabas? -Estaba de paso. -Mira si uno de esos nazis te hubiera pegado un tiro... No había problema. Siempre quedaba una gota de orina en la vejiga. Siempre se podía apretar un poco y echar fuera la gota, lo justito para mojar el pantalón. Y tiritar estaba chupado. Todas las noches lo había hecho. Tiritar, lo que se dice tiritar tiritar, con repiqueteo de dientes y todo, hasta el gato sabía. Lo difícil era aguantarle la mirada al salvaje. En su recuerdo, que es un paño sucio, deshilachado y sembrado de agujeros, los ojos del oficial lo miraban con tal desprecio y locura que lo habían animado a morder la pistola y tragarse con gusto la bala. Estar de paso le había enseñado que lo amargo de aquel instante no solo era sujetarle la mirada al animal, sino saber que, aunque viviera para contarlo, tendría que encontrarse con él muchas mañanas más. Y, por aquella época, el futuro se había desplegado ante Luisito como una alfombra empapada de sangre, como una broma de mañanas grises e infinitas puertas que sonaban repetidamente a infierno y a burla. -¡Abre, Luisito! -Voy, voy. -Hijo, ni que te hubiera pillado en paños menores. -Ya voy, Amalia. Abre la puerta, jadeante. El espanto lo muerde en el cuello un segundo: descubre el arma en las manos del oficial y se le agarrotan las piernas. -Luisito... Los mayores no lloran, campeón. Levanta la cabeza y encara la muerte con dignidad y con cojones. Lloran los niños y las mujeres, pero no los hombres. -Luisito, ¿estás bien? -Hola, Amalia. -¿Cuándo vas a arreglar el timbre? -Mañana. Como un perro flaco3/11/2020 Ángela está enferma y no puede meterse en la cama porque tiene que trabajar. Las gripes nunca se curan de pie, decía su padre, que se creía muy listo. Por eso lo mató el alcohol, por listo, por sabio, por espabilado. Su madre, que aparentemente era más tonta, la enseñó a mirar por encima de la tormenta. Quédate en la cama, hija, le habría dicho, y mañana comerás puñetazos porque no habrá otra cosa. -Me voy, Pablo –se despide Ángela-. Si llaman, di que estoy en el bar. Luego te veo. Pablo es su gato siamés, el regalo de cumpleaños de su amiga Luisa, que también se cree muy lista. Por eso le ha engordado tanto la barriga en unos meses, por lista, por sabia, por espabilada. En la calle, que hoy es fría como un desengaño, la gente la mira dos veces. La muchacha va envuelta en un abrigo que le cae grande, con las solapas levantadas. Las manos no se le ven, tampoco los pies, y la bufanda le cubre el rostro hasta las cejas. Camina dando tumbos como una momia despistada, calle abajo, con su fiebre y sus prisas nuevas de camarera. Los semáforos se han multiplicado y le dicen dos veces que puede pasar, o que ahora no puede, o que puede pero no puede. Y los coches son más coches que otros días, y los perros han hecho dos veces lo que hacen siempre, y los dueños, que se creen muy listos, también han hecho lo de siempre. Ahí voy, hecha una momia, se dice, y se ríe, porque si llora estropea el maquillaje, y el maquillaje es muy caro. -Buenos días, Ángela. Vaya cara que traes, niña. ¿Estás con gripe? Date prisa y cámbiate, que mira cómo tengo la barra. Tómate una aspirina. La muchacha mira la barra para ver cómo la tiene, y lo que ve no le gusta demasiado, porque ve a su padre, lo ve muchas veces, a su padre junto a su padre, a su padre al lado de otros padres, todos juntos, todos el mismo, todos bebiendo de la copa y sonriendo con estupidez, todos muriéndose en la copa. Y ella, que se indigna y enseguida le trepan los demonios por el cuerpo, se acerca a todos ellos y les dice que son muy listos, que son muy sabios, que son muy espabilados, que por eso se despeñan en las barras de los bares, que si mañana comemos puñetazos es lo de menos, que para ellos lo importante es esconderse de la vida en un vaso. Y les grita que son tan cobardes como un perro flaco. -Lo siento, Rosa –se disculpa con la dueña-. Me salió del alma. Del alma le ha salido, y es bien cierto. Aunque tarde. Se muere viejo y solo1/10/2020 A Gustavo cada vez lo asusta más el paso del tiempo. Ocurre todas las mañanas, a la hora del desayuno. Lo oye caminar, más allá de las cortinas, despacio, muy cerca de su ventana, acariciando la reja, fingiendo disimulos mordaces. La magdalena queda suspendida en el aire un instante, temblando en su mano, mientras el tiempo pasa, cada mañana, mientras se ríe de él, mientras se aleja. Gustavo está solo, tan solo que a veces no se encuentra en el espejo. Su sombra lo ha abandonado; esa silueta desgarbada que antes se proyectaba en las paredes se ha esfumado con el ocaso de ayer. Las persianas están bajadas; aprendió a escurrirse a ciegas por la casa, a transitar sus breves recorridos sin levantar tropiezos. En el armario de la cocina hay dos cajones: en uno guarda el cuchillo con el que jamás tuvo el valor de herirse las muñecas; en el otro, tres recuerdos de infancia, una fotografía de su madre y una carta de despedida de su mujer: Querido Gustavo: Te dejo. Preferiría morirme otro día, más tarde, pues aún me seduce el alba del otoño y escuchar la lluvia en el tejado, pero hoy he visto a las amapolas sangrando en el campo, y sé que ha sido por mí. El sol que ahora se esconde apenas me ha templado el alma. Es mi hora. Te dejo sin querer, sin propósito. Me alejo esta noche, me muero de ti esta noche. Adiós. Gustavo relee la carta cada madrugada, aprovechando que el reloj está dormido. Con la luz de un fósforo ilumina el papel, y con la yema de un dedo riza las letras delicadamente. Todavía desprenden las palabras el perfume de melocotón, que le arruga los ojos. Gustavo se muere viejo y solo, tan solo que a veces los ratones, ignorando su presencia, le arrebatan la magdalena de la mano. Pero mañana saldrá a la calle a recibir al tiempo, cuando pase. Mañana perderá el miedo y saldrá a la calle a enfrentarse al tiempo, cuando pase frente a su ventana. Así lo ha prometido. Viajar16/9/2020 Es medianoche. Cualquier pretexto es válido, cualquiera; únicamente necesito proponérmelo y saltar desde la ventana de esta casa. Cualquier excusa es bienvenida. Y me arrojo a los brazos abiertos del mar en calma que es la noche. No quiero muerte, quiero viajar. No pretendo la muerte, solo un paseo. Anhelo descubrir ese camino oculto que tanto tiempo permaneció de espaldas a mis sueños. Me arrojo, salto sobre las calles, sobre la gente. Hay vértigo, y miedo. Pero también hay curiosidad, y no soy un cobarde. Olvidé quitarme el pijama. Tal vez los demás se rían de mi aspecto: un viajero volador con decenas de perritos estampados en los pantalones y en la camisa. Tienen derecho a reírse. Aunque mi profesora de naturaleza no lo hace. Me mira y sonríe, y se cubre la boca después, pero no se burla. Qué seria ha sido siempre; incluso sonriendo. Y cuánto la quise, cuánto me enamoré de ella en el pupitre, cuánto la abracé en mis noches. Adiós, Susana. Nos vemos. Quería casarme contigo, ¿lo sabías? ¿Te imaginas? Doña Susana, ¿le importaría casarse conmigo? Y ¿qué habría pasado? ¿Qué habrías dicho tú? Vuelve a tu sitio, anda. Se lo digo en serio. Hablamos en el tiempo de recreo. Vuelve a tu sitio. Adiós, Susana. Nadie se ríe. Es extraño: lo último que habría esperado es este acogimiento. Hay gente reunida en la calle, hay gente en las ventanas. Miran, pero no se ríen de mi camisa. Ahí está Alberto, el mejor de mis amigos de esa broma que llaman infancia. ¿Cómo te va, chaval? Pareces preocupado. ¿Es por mí? No, no es por mí. Es por el miedo; no has logrado ahuyentarlo. Ya hace una eternidad que el cáncer te llevó y aún estás asustado. Tu madre cree que duermes en casa todavía, ¿sabes? La pobrecilla no se da cuenta de que murió contigo. ¿Has visto qué pijama tan ridículo? Es un regalo. Los regalos son para lucirlos, Alberto. La ética y esas cosas. No te perdiste nada, majo. Este mundo está lleno de dolor. Lo peor es el miedo, ¿verdad? El miedo a hacer el viaje, el viaje sin maletas, sin programación, sin consentimiento. Yo también tengo miedo, por qué voy a negarlo. Aunque no soy un cobarde. Me gusta volar, y es curioso porque siempre tuve vértigo. Adiós, señores. Cuánta gente. Da vergüenza sentirse tan observado. Mira, ahí está mi abuelo. Menuda pieza estaba hecho. Y mi tía. Y esos chicos que se perdieron en la montaña, y el pobre de Jesús, que se creía superman, y la ancianita de la tienda, y el marido de Lucía, y otros a quienes no conozco. Adiós. Pero no me miréis así, yo solo voy de paseo, solo voy de viaje. Lo mío es un capricho, poca cosa. Tenía ganas de viajar. Solo eso. Porque hay cosas en este mundo de locos que aún no quiero echar de menos. La Navidad que ve un copo de nieve5/6/2020 Empujado por un viento que corta en filetes la noche, el copo desciende lentamente hacia la ciudad. Por el camino, el copo se estremece y estornuda; además de vértigo, tiene frío. Una lengua invisible de aire lo atrapa, lo revuelve en una espiral y lo impulsa contra la ventana de un edificio muy alto. El copo se posa un instante en el alféizar y observa, al otro lado del cristal, a un niño pelirrojo que llora desconsolado porque no encuentra, entre un montón de paquetes, el regalo que tanto ansiaba, el juguete que había esperado con euforia. Los demás regalos no le importan, los rechaza, se ensaña a patadas con ellos. El copo tirita de frío y se desliza desde el alféizar, y desciende un poco más. El viento travieso juega con él; le tira del cabello y le araña las mejillas blancas, lo sacude a un lado y a otro, no lo deja en paz un momento. Ha vuelto a arrojarlo contra una ventana. Una niña rubia, sentada a la mesa de un saloncito estrecho y abrazada a su muñeca, se atraganta obstinada con el turrón y los dulces. Sus padres, al fondo, se gritan furiosos y hacen aspavientos, y se lanzan las botellas de sidra, y se golpean en la cabeza con las bolas del árbol de Navidad, y solo cuando la niña se vuelve morada y tose, advierten su presencia y la auxilian. El copo tirita, tirita con violencia. Qué noche tan fría, diantres. Menudo temporal. Quién tuviera una bufanda. Da un saltito y desciende de nuevo. Casi ha alcanzado la calle. El viento ha perdido su fuerza; ya sopla con desgana. El copo gira sobre sí mismo y aterriza despacio sobre unas cajas de cartón. Es injusto, ¿no? La gente se ha quedado en sus casas, abriendo paquetes, comiendo dulces, y él estornuda en la calle, y mañana se habrá deshecho, cuando salga el sol. De pronto, oye un ruido, unas voces. Anda, qué sorpresa, si hay alguien dentro de esas cajas de cartón. El copo, que es muy curioso, se asoma por un hueco y descubre a un niño y a su madre abrazados bajo una manta roja. Y, como es Navidad, ese niño también recibe unos regalos: un gorro de lana y un beso. María14/4/2020 Como llovía, se refugió en la marquesina de la parada. Y allí, sentada y en silencio, mientras esperaba el autobús, descubrió por azar que su vida iba a desencajarse. Porque vio pasar a su marido en un coche oscuro, sonriendo, y a una mujer, en el mismo coche, que abrazaba a su marido igual que lo había hecho ella años atrás, al conocerse. Como llovía, caminó deprisa, sorteando los charcos. Se dijo que no lloraría, se prometió que no lo haría. Quizá más tarde, pero no allí, no en la calle. Y cada paso que dio, cada golpe de tacón en el suelo, le recordó que no era, que nunca había sido una mujer fuerte. Y antes de alcanzar la esquina, las piernas le fallaron y la arrojaron al suelo. Como llovía, tenía las mejillas mojadas, y ni ella misma reparó en que había faltado a su promesa. Alguien la recogió del suelo y la condujo a un lugar seco. Le quitaron los zapatos y le prestaron una toalla limpia. Le ofrecieron un café muy caliente y un asiento junto a una ventana. María, mírame. ¿Qué ha pasado? ¿Estás enferma? ¿Ha sido él? ¿Ha sido por él? María, estoy aquí. Estoy contigo. Como llovía, le pidieron por favor que no se marchara, que aguardara a que mejorase el tiempo. Estaba en una cafetería discreta del centro, sentada junto a una ventana muy amplia. Tenía los pies descalzos y una lágrima escondida bajo el mentón. Habían sido muy amables con ella. Le preguntaron si había resbalado, y ella respondió que sí, que habían sido los zapatos. Como llovía, le dieron un paraguas. Ella no quiso aceptarlo, pero insistieron. Le dijeron que era una mujer preciosa y que no debía llorar. Se marchó, agradecida. Y caminó deprisa, sorteando los charcos. María, mírame. ¿Qué ocurre? ¿Estás enferma? ¿Ha sido él? ¿Has vuelto a verlo pasar frente a la parada? ¿Has vuelto a ver el coche oscuro? Estoy aquí, María. Estoy contigo. Estoy aquí. Noche fría9/4/2020 Con lo que sobró de un beso se ha hecho un sombrero, y con él pasea por la calle, tan orgulloso como el día en que su madre le regaló su primera bicicleta. Tiene un tigre en la tripa que ruge con impaciencia, pidiendo pan, y un oso en el jersey que mira de soslayo a los viandantes. Con lo que sobró de una cena, cena él. En los cubos de basura encuentra cosas que jamás habría imaginado. En América, las tapaderas de los cubos son como los platillos de una orquesta; lo ha visto en las películas. Pero en lo que queda de su España grande y libre, los cubos de basura tienen tapadera articulada, igual que los retretes. Y el mismo olor. Y en ellos encuentra cosas muy valiosas: una bolsa de viaje, un melocotón, un lapicero, un periódico… Al tigre de su tripa le basta con morder el melocotón. Al oso del jersey le basta el lapicero. Y a él, a nuestro vagabundo, le basta con que a ellos les baste. Donde hay dos sonrisas, puede haber tres. Frío, niebla de invierno somnoliento y sonrisas, tres sonrisas, que son más que dos y menos que mañana, o algo así. Con lo que sobró de una tertulia callejera se ha hecho una bufanda. Ya no le corta el viento la cara, menos mal. Menuda noche destemplada. Mira, ahí está Eva, la hija del peluquero. Cada vez que sale a la calle, la ciudad se embellece. Es como un adorno de navidad, como un farolillo de verbena. Al oso de su jersey se le encienden los ojos de rubor. Y a él también, pero los gira hacia arriba y los esconde. Ahí se acerca la muchacha. Que viene, que viene. -Buenas noches, guapa –le dice. Nada, ella no escucha. -Abrígate, Eva, que hace frío. Ella no habla con indigentes. Ni siquiera los ve. Camina con la arrogancia que otorga el estómago lleno. Lleva prisa. Ha quedado. Tiene un novio en la esquina, aguardando. El novio tiene coche y medio, y ganas de verla, como cualquiera. La recibe con brazos abiertos y ojos encendidos de rubor, igual que el osito del jersey del vagabundo, y la muchacha se cuela entre los brazos como un regalo. Se van. Se han ido. Abrígate, niña, que no es noche de andar destapada. Con lo que sobró del abrazo, se abriga él. Duerme el tigre de la tripa, está roncando. Es hora de mullir los cartones. Mañana será otro día. Mañana habrá nieve; lo ha visto en la tele del escaparate. Al vagabundo le gusta la nieve porque no hace daño, porque cae despacio, igual que los besos de una madre. Se adormece, suspira. Con lo que sobra de los recuerdos de una vida, vive él. Los motivos de Margarita12/2/2020 Margarita mató a su marido porque estaba aburrida. Lo mató siguiendo las instrucciones y el consejo de un personaje de novela. Lo mató porque no deseaba seguir siendo una mujer triste y apática. -¿Qué tiene que alegar en su defensa? –le pregunta el juez. -Nada. El juez es pequeñito y redondo, y se parece mucho a la pelota de golf de su marido. Se parece muchísimo, en realidad. -¿Admite los hechos? -Sí. Se la llevan después dos policías, sujetándola con fuerza por el cuello y por las muñecas. La arrastran escaleras abajo y luego le dan una patada en el culo y la meten en un coche azul. El coche se parece mucho a su carrito de la compra; en realidad, es de igual tamaño y huele del mismo modo. En la calle, su vecina Rosa la recibe con un aplauso entusiasmado; le grita que es la mejor, que la admira, y a los policías les dice que son feos y brutos, y que deberían patear también el culo de sus mamás. Uno de los agentes le muestra un dedo y ella enseña los dientes. -Admito los hechos –murmura Margarita-. El juez me ha preguntado y yo le he dicho que sí. Lo que no le he dicho es que se parece mucho a la pelota de mi marido. Dentro del coche, el otro agente se afana en cubrir la boca de Margarita con esparadrapo, pero ella le muerde los dedos. -Ay. Ahora que se fija, Margarita percibe el parecido existente entre el policía y el flamenco de chapa que adorna su salón, ese que está junto a la puerta. En realidad, el parecido es asombroso. -Lo malo de matar a un marido –le dijo el personaje de novela varios días atrás- es que siempre subsiste en las manos el hedor de la culpabilidad. Esto no ocurre, por ejemplo, cuando se mata a una suegra. -Pero yo admito los hechos –insiste Margarita-. No importa. El agente del esparadrapo mitiga el dolor de los dedos con un lametón. -Tienes buenos dientes, cachorrillo –le dice, muy serio. -Admito los hechos. -¿Por qué lo mataste? -Porque era mío. Más tarde, la patada en el culo la impulsa al interior de una celda que, insólitamente, se parece muchísimo a su cocina. En realidad, es idéntica: el fregadero es el mismo, los azulejos también, y el reloj de la pared, y los trapos... -¿Tan tediosa era tu vida, Margarita? –le pregunta su marido muerto. -Tanto. Gloria1/10/2019 Amaneció, y no era la primera vez. En el mundo de Gloria, amanecía cada mañana. A ella le había contado un pajarito que el sol jugaba al escondite por las tardes, que se ocultaba detrás de las montañas antes de que la luna lo descubriera y que no asomaba la cabeza en toda la noche por miedo a perder la partida. A Gloria le había contado el pajarito que una vez, hacía mucho tiempo, el cielo no había sido azul, sino blanco, que antes de raso y frío había sido una alfombra de terciopelo y algodón caliente, pero que una lluvia de meteoritos lo había hecho jirones, y que esos jirones, que ahora se llamaban nubes, despertaban cada mañana y trataban de hallar, entre bostezo y bostezo, la forma original del tapiz rompecabezas. Amaneció, y no era la primera vez que Gloria abría las ventanas y sonreía como una boba al sol más tímido del día. -Tú no te escondes de la luna para jugar, sino porque te da miedo –le dijo una mañana, y el sol arrugó la frente y le dio la espalda, enfadado. A Gloria le hacía mucha gracia que el sol cogiese una rabieta. No lo veía arrugar la frente, pero podía imaginarlo. El pajarito le había contado que el sol era un niño mimado y friolero que los días de invierno se quedaba holgazaneando en la cama, y que Dios intentaba despabilarlo arrojándole aguaceros y nieve, y soplándole fuerte, aunque casi siempre se salía con la suya. El pajarito también le dijo que, cuando el sol estaba de buen humor, se asomaba entre las nubes y dibujaba una bufanda de colores en mitad de la lluvia, y que no le importaba el riesgo de pillar un resfriado. Gloria nunca había visto la bufanda, pero podía imaginarla. El caso es que amaneció, y no era la primera vez que su madre la sorprendía en la ventana mirando el cielo. Su madre era el pajarito que le contaba todas aquellas cosas, y muchas veces, después de inventar historias para Gloria, se encerraba en su cuarto, igual que el sol, y escondía la cabeza en la almohada, igual que el sol, y lloraba un poco, como el sol, pero luego se armaba de valor y fingía una broma delante de su hija. Amaneció, y eso significaba que había pasado un día más, o que restaba uno menos, o que el sol se había hecho mayor, como Gloria, o que se acercaba el momento en que la muchacha dejaría de imaginar las cosas que le contaba el pajarito y que por fin podría verlas, porque a la madre de Gloria alguien le contó que un médico muy prestigioso era un mago de la cirugía, y que muchos niños habían logrado recuperar la vista. Josefa pasa hambre14/8/2019 Josefa, la vieja y famélica pianista, había tenido un canario. El animalillo le había hecho compañía durante varios meses. El animalillo, que respondía con orgullo al nombre de Mozart, había rellenado con sus dulces cánticos las tardes solitarias y amargas de Josefa. Pero el hambre lo puede todo, bien lo sabe ella. La semana pasada se merendó al músico después de debatirse en una tormentosa lucha consigo misma en la que acabó venciendo el instinto de supervivencia. Se zampó al canario sin reparos. Ahora lo lamenta. Lo lamenta porque los días siguen siendo tristes y no tiene quien le haga compañía. Lo lamenta porque el hambre sigue estando presente en su vida, retorciéndole las entrañas. De qué le sirvió comerse al pajarillo, se pregunta. Son las once de la mañana y no tiene nada que llevarse a la boca. Por el suelo, junto al zócalo, corretea una cucaracha muy flaca. Josefa la observa un instante y después mira para otro lado; no quiere ni pensarlo. Su marido, Basilio, está tumbado en el suelo de lo que antes fuera la cocina, con un ojo cerrado y el otro medio abierto, vigilando de soslayo el frigorífico. Le ha dicho a su mujer que el frigorífico tiene el pensamiento de huir de la casa. Él le ha garantizado que lo impedirá a toda costa, palabra de honor. Josefa, cuando lo oye delirar de este modo, ahoga un lamento en lo más profundo de su vientre. -Cariño -lo llama ahora. -Qué -responde Basilio. -No puedo más. -No puedes más de qué. -Me muero, Basilio. Me muero, te lo juro -dice ella, rota de desconsuelo. -Aguanta, mujer. -No puedo. -Sí puedes. Aguanta. Josefa llora tímidamente. Se cubre los ojos con una mano y baja el rostro. -No puedo, ya no... -murmura. -¿Por qué lloras, tonta? -El tono áspero de Basilio le pone los pelos de punta. Ella lo quiere, lo ama realmente, pero el pobre se ha vuelto tarambana. Su marido, por más que le duela admitirlo, está más chiflado que un becerro tuerto. -No lloro -dice, entre suspiros-. Es la emoción, cariño. -¿Qué emoción, mujer? -Hoy es nuestro aniversario. ¿Ya no te acuerdas? Basilio, que se pone muy violento con estas cosas, sale de la cocina y se dirige con paso firme y medido hacia el vestíbulo. Josefa lo contempla con desmayo. -¿Adónde vas? -le dice ella. Y él le miente: -A comprarte un regalo. El actor24/7/2019
Es el títere que hila y miente mentiras, el muñeco instruido por el poeta. Es la marioneta del pueblo, el pasatiempo de las gentes ociosas. Es la distracción del niño inquieto, el complemento de un regalo de cumpleaños, el adorno fugaz del salón. Es todo eso, soy todo eso, y, tal vez, algo más. Las personas que desbordan la habitación, en la fiesta, están mirando al actor con ojos doblados. Es cosa del alcohol, que quita los velos. Han visto más allá de su interpretación, han descubierto que detrás de su engaño sólo hay un muchacho iluso haciendo aspavientos ridículos. Sus ojos le hacen daño porque están untados de burla. Necesito aire. Que alguien me libre de esas miradas. Necesito respirar. ¿Hay alguien ahí? ¿Hay alguien que pueda escucharme? Las personas que desbordan la habitación, en la fiesta, están matando al actor con su saña torcida. Es cosa de la envidia, que brota inquinas. Todos querrían, aun por un solo momento, ser protagonistas de esta tarde más de sábado. Todos querrían, como él, robar por un rato la atención de los otros. Su saña está matándolo porque le llega en oleadas frías, sin aderezo, porque la envidia no tiene adornos. Necesito un descanso. He de sentarme un poco. ¿Alguien tiene una silla para mí? Con una sonrisa me basta, es suficiente. ¿Alguien tiene una sonrisa para mí, para que pueda sentarme? Necesito descansar, necesito aire. Un receso, señor juez. Mi condena es a muerte. Pagaré por mi vanidad de actor, por mi soberbia de actor. Pero consiéntame ahora un descanso, se lo suplico. Líbreme de esas miradas. Necesito una butaca para sentarme. Apárteme de ese rencor, que duele. El actor es el títere que hilvana, engorda y miente mentiras, el muñeco que adiestró el poeta. Es la marioneta antigua del mundo, el recreo viejo de las gentes. Es una patraña usada que vive de soñadores y se hace grande entre ellos. Se me ha clavado una lágrima en la mejilla. Me ha desgarrado la piel. Es un puñal pequeñito que abre la carne y siembra una culpa. Por nacer otra cosa me hiere, por eso, por nacer otra cosa y forzar el destino. Ser actor es ser payaso despintado. Y no parece haber recompensa. El aplauso, en la fiesta, no es para mí. No puede serlo. No lo quiero. El hombre y su condena22/7/2019 No tendrá más de cincuenta años. Ni un latido más, ni un latido menos. Camina calle abajo, fingiendo que su cojera es casual, fingiendo un miedo que no tiene, ocultando un valor que apenas lo sostiene. Ni un latido más, ni un latido menos. El hombre arrastra una cadena tras él, una serpiente enorme de enormes eslabones de acero. Es un sonido, el de su chirrido ominoso, que arranca en los curiosos un ahogado gesto de sorpresa. Pobre hombre, dicen algunos, fingiendo compasión. Ni un latido más, ni un latido menos. El olor de la culpa ha impregnado los tejados. Y allí perdurará. Permanecerá sobre las casas como una vergüenza, como un sonrojo que no diluye el tiempo. Quisiera mirar hacia otro lado, pero no puedo. No quiero. Quisiera creer en su inocencia, pero no puedo, no quiero. Su culpa es mi certeza, su condena es mi placer. Quisiera, pero no quiero. El hombre se arrastra calle abajo. No tendrá más de cincuenta años. Apenas un latido más, apenas un latido menos. Ha sonreído a la mujer de la pescadería, ha sonreído al horizonte, al niño del panadero, a la hija del jardinero. Ha sonreído a su destino, fingiendo que sus heridas son casuales, fingiendo un dolor que no tiene, ocultando una firmeza que a duras penas lo sostiene. Apenas un latido más, apenas un latido menos. El hombre se ha abrazado a su cadena, a su serpiente enorme de enormes eslabones de acero. Es un sonido, el de su pecado ominoso, que arranca en los curiosos un ahogado grito de complacencia. Malnacido, dicen algunos, fingiendo justicia. Apenas un latido más, apenas un latido menos. El niño que fue a votar12/7/2019 Era muy pequeño y arrastraba su voto por la calle como si fuera un felpudo de cartulina, como una alfombra voladora que se resistía a volar. -Buenos días, renacuajo. ¿Adónde vas? -Lejos de usted. Era muy pequeño. Se encaramaba a los bordillos de las aceras con dificultad, como un alpinista en miniatura. El voto le venía grande, y los zapatos prestados de su hermano también. Cuando alcanzó la plaza, el sol desafiante le chamuscó el rizo rubio que le adornaba la frente. -Buenos días, pequeñajo. ¿Adónde vas? -Lejos de aquí. Entró en el colegio. Era domingo, y los domingos los colegios no existen. Tienen colores distintos. Olía a café y a colonia de abuelo. Arrastró el voto, que a su lado parecía enorme, como una sábana de cartón, y trató de elevarlo hacia la urna. -¿Qué haces aquí, campeón? ¿Y tu papá? -Lejos de mí. El voto pesaba demasiado. Se resistió a volar. Entonces, el hombre amable de sonrisa amable que amablemente había preguntado por el papá, se fijó en esas cosas curiosas que el niño llevaba sujetas a la cintura, en esos caramelos gigantes de plastilina que le ceñían las caderas como adornos de Navidad. El colegio estalló en mil pedazos. El hombre amable, con su sonrisa amable, voló por los aires. El voto no, porque pesaba demasiado. Porque era como la capa gruesa y larga de un vampiro. En la plaza, una mujer aturdida confundió el calor de la explosión con el de un horno de pan. El colegio ya no estaba. Era domingo, y los domingos no existen los colegios. Porque tienen colores distintos. En la plaza, ahora, olía a café y a colonia de abuelo. Y al oscuro y agrio aroma de muerte que bajaba por las baldosas como un reguero de lágrimas mudas. -¿Qué ha pasado? -preguntó la mujer aturdida, muy aturdida. Un hombre tembló de espanto, a su lado. Quiso decir algo, pero no encontró nada. Desalentado, confundió el calor de la explosión con el de aquel verano que tan feliz había sido. -El niño -murmuró-. El niño. El carrito de los muertos11/7/2019 Al carrito se lo escucha llegar cada mañana con los primeros rayos de sol. O con el primer café, si amanece gris o lluvioso. Se escucha el crujir y el chirriar de las ruedas, que es como el lamento de un pobre en mitad de una noche fría. De un pobre animal desangrándose en una trampa. Del carro tira un anciano. De cada una de sus mejillas pende una vida rota, un haber querido amar y haber perdido en cada apuesta. De sus ojos, un futuro breve y vacío. Es el macabro contenido del carrito lo que impulsa al anciano a seguir tirando de él cada mañana. De no tener carga, el anciano habría pasado los días en la cama, acariciando con desidia los flecos podridos de su maldición, la de haber vivido. Cuando se detiene a beber agua, su madre le habla. -Maldigo el día en que naciste. -Madre… -Maldigo la sangre que te recorre las venas. Luego, el anciano reanuda la marcha y su madre regresa bajo tierra. Hoy, el sol castiga con dureza. Pero hay niños en la aldea, y el anciano debe apretar el paso. Porque los niños son curiosos y siempre rodean el carro, y hacen preguntas, y al anciano no le quedan ya respuestas, sólo medias mentiras. Aprieta el paso, y los años le aprietan la garganta. De no tener carga, el anciano habría muerto muchos senderos atrás. A veces, en esos días en que ningún pajarillo adorna el camino, en esos días en que el aire es pesado como el plomo, el contenido del carrito le habla, como su madre cuando se detiene a beber agua. En esos días, el contenido del carrito lo atormenta. Hoy, el carrito lo atormenta. Los muertos que en su interior se retuercen, como grotescos escombros de carne, golpean con fuerza las paredes de madera. El anciano disfraza su desmayo y aprieta los puños, y tira más rápido del carro, y contempla fijamente el horizonte, negando los gritos. -Somos tu pasado -le recuerdan los muertos del carro-. Somos tu pecado. No hay pajarillos adornando el camino. El aire pesa como el plomo. El reguero de sangre que deja el carrito se mezcla con la arena y dibuja a su paso una horrible cicatriz. De no tener carga, nada forzaría al anciano, cada mañana, a seguir huyendo. De locura y naufragio9/7/2019 La arena descorazonada y frágil de una playa. El agua tibia, decepcionada. Vadear el inmenso océano, a tientas. Navegar de puntillas. Naufragar bajo lunas llenas. La memoria varada en una isla cubierta de espinas. El dolor, deshabitado. A un lado y a otro, las huellas del tiempo. Lágrimas rotas en las ramas podridas de un árbol, como anillos sin oro en los dedos delgados de un hombre pobre. Un fuego enfermo y solitario combatiendo el frío, templando la brisa ciega del invierno, que se acurruca trémula en el vientre de la colina. Los ojos fugaces del remordimiento, riendo entre los arbustos marchitos. -Ven, y viaja conmigo. -Hoy no. -¿Tienes miedo? -Son tus manos heladas en mi cuello. A un lado y a otro, las orillas del tiempo, los márgenes despeñados del camino. Cicatrices nuevas en la corteza del recuerdo, como trazos sin tinta en las páginas de un cuaderno desmayado. Nubes de consumida guerra combatiendo sin cordura, arrojando diluvios desvaídos. El reloj se acurruca, adormecido, en el regazo de una roca. -Ven, y muere conmigo. -Hoy no. -¿Tienes miedo? -Es tu compasión y sus caricias descarnadas. A un lado y a otro, la sangre derramada, la arena frágil, el agua tibia, el océano a tientas. Navegar de puntillas y naufragar bajo lunas llenas. Mi corazón varado en una isla cubierta de espinas. Cambio de aires26/6/2019 Amalia se despidió de la familia, de los amigos, de sus vecinos, de los tenderos del barrio y del cartero que jamás le trajo la carta que esperaba. Se despidió de todo el mundo, y después se metió en la cama y se marchó. Cada uno tenía su hora, bien lo había sabido ella hasta hoy. A cada uno le tocaba cuando le tenía que tocar, y no había verdad más grande. Su padre decía que a unos les tocaba antes de que lo esperasen y que, a otros, les tocaba antes de que lo merecieran, pero que la vieja de la guadaña siempre estaba ahí, que siempre aparecía sin avisar y sin pedir permiso. Cuando a uno le llegaba el premio, no había puertas cerradas. Decía que la vida podía o no parecer injusta, que los había con suerte y evitaban a la vieja hasta muy tarde, y que los había desgraciados a los que atrapaba en la primera curva, pero que la vida era lo que era, y que no había más leña que la que ardía. Aunque otra verdad muy distinta, y bien lo había sabido Amalia, era que la vieja la esquivara a una sin motivo. Aguardó la carta de Ignacio después de que él se marchara al extranjero. Despertó cada una de las mañanas que formaron su ausencia con una sonrisa en el alma y un suspiro en la garganta, y bajó al buzón de puntillas cada una de las tardes que poco a poco formarían su infierno. Al cabo de tres años, la carta que llegó no era de Ignacio, sino de un desconocido que le informaba de su muerte. Pero ella se negó a creerlo y, testaruda y obcecada como una niña, se convenció de que sólo era una coincidencia desagradable. Y aguardó todavía la carta de Ignacio, y despertó cada mañana con la sonrisa en el alma, y bajó cada tarde al buzón tan esperanzada como siempre. Y la pretendieron hombres, y se enamoró de ella el atardecer, y la luna le recitó versos las noches de verano, pero nada logró apartarla del recuerdo. Amalia miraba las cosas por encima de su significado y, aunque fingía ser coherente en su diálogo con los demás, hasta el último de los gorriones que la visitaron en su ventana supo de su pena y de su vacío interno, y de la locura en forma de serpiente que la rondaba en sus sueños. Por eso, cuando se despidió de todo el mundo y uno de sus sobrinos le preguntó si había pensado en hacer un viaje a alguna parte, ella sonrió con la sonrisa que guardaba en el pecho y dijo que no, que sólo era un cambio de aires. Despecho25/6/2019 No siento dolor. Sólo siento desprecio. Pero es extraño el balanceo vertiginoso de mi náusea, que ayer me hizo sentir este desprecio por él y hoy provoca que sea yo mismo quien lo inspire. El odio y la soberbia me impidieron escuchar sus disculpas, sus argumentos huecos e inútiles, y ahora no tengo el valor de enfrentarme a mi propio reflejo en el cristal. ¿Es posible limpiar una culpa con otra culpa? ¿Se puede curar una herida infligiendo otra herida? Si no siento dolor, si sólo es desprecio, ¿por qué no soy capaz de respirar? ¿Por qué me abrasa el aliento la garganta? ¿Por qué no me alivia el aire frío de la mañana? ¿En qué me he convertido? ¿En qué me ha transformado el rencor? ¿Por qué, cuando duermo, no duerme conmigo esta ansiedad malsana? ¿Por qué no se diluye el veneno? Necesito descansar. No encuentro la luz, la he perdido. Hay una sombra en los pliegues de mis manos, una penumbra de carcajadas muertas que me atormenta los oídos. No sé dónde puse los latidos del corazón. ¿Por qué ha salido el sol y sigue habiendo noche en mis ojos? No encuentro la luz. Estoy caminando a ciegas por un sendero plagado de gritos y escombros. Si no siento dolor, si sólo es desprecio, ¿por qué no soy capaz de aquietar la mente y su tortura? Si únicamente es desprecio y no dolor, ¿por qué no puedo acallar el temblor de mis labios? ¿Por qué duele si no es dolor? El piloto5/6/2019 Vuela de noche, cada noche, aferrado a los mandos de su avión plateado. Y con él, también cada noche, unos muchachos pintores que se regocijan con el murmullo del motor y echan cabezadas durante el trayecto. La rutina del oficio no ha logrado nunca cerrar los párpados al piloto. Conoce bien las curvas de su sendero invisible; podría recorrerlo a ciegas, si quisiera, pero ni un instante descuida el rumbo. Colgado en un rincón de la cabina, como un amuleto, está el dibujo que sus críos le regalaron el día de Reyes: es un avión con ojos verdes y sombrero que sonríe, y papá lo conduce desde lo alto sujetando unas riendas. -Hemos llegado –dice el piloto en la soledad de su cabina, y aparca su avión entre unas nubes. Los muchachos pintores se desperezan y se preparan para el trabajo. La cabina del avión plateado ha escuchado muchas historias. A veces, se ha estremecido. El piloto le habla en voz alta: le cuenta cosas de su infancia, de cómo creció sin conocer a su madre, de cómo descubrió la risa, de cómo era aquello de jugar al balón con sus amigos, de cómo se hizo un hombre ayudando a su padre a vender fruta, de cómo, en las guardias de su servicio militar, se le dormía el tiempo en las manos, de cómo aprendió a volar en la academia, de cómo voló luego en los brazos de Rosa, de cómo fue eso de ver nacer a sus hijos y de cómo y cuánto echaba de menos a esa madre que no había conocido. Le cuenta las cosas que diría a ella si la viera. Los muchachos casi han acabado la tarea. Han comenzado a recoger las pinturas. El cielo luce azul, y a las nubes sólo restan unos retoques. Hoy, como hace frío, han dado más color a la niebla. -Demasiado gris –comenta uno de ellos-. Se nos fue la mano. Parece una niebla de invierno. Después, regresan al avión. -¿Dónde está el piloto? Allí, sentado en el borde de una nubecilla, ensimismado, buscando con la mirada. El amanecer es misterioso, bien lo aprendió de niño. Tal vez esta mañana, tal vez la próxima. Tal vez algún día. El piloto no aceptó este trabajo por el sueldo, que es poco. Lo hizo por estar más cerca de ella. Archivos
Marzo 2024
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