Relatos breves de una vida
Su tristeza26/7/2019 Estuvo llorando toda la noche. Cuando amaneció, las lágrimas cubrían la alfombra. Huyó de la almohada. Caminó a tientas, palpando las paredes, cegada por los recuerdos. Tropezó con los fragmentos usados de su dignidad y a punto estuvo de caer. Abrió el grifo, a tientas. Más lágrimas. Y con ellas se lavó la cara. Desde lo alto de la torre, el hombre le hacía gestos para que lo mirase, para que le prestara atención. Estoy aquí, le decía. Estoy aquí, princesa. Desde lo alto de la torre, lejano, diminuto, apenas un punto en el horizonte, apenas un borrón de tinta en una hoja enorme, vacía y blanca. Desayunó, a tientas. Dejó un rastro de mermelada por el pasillo de la casa, por el pasillo que forman las casas bajas, por el pasillo que forman los puestos del mercado. Vio a un niño sentado en el suelo, con las manos cubiertas de barro, con el rostro cubierto de inocencia. Le ofreció una sonrisa, pero el niño no pudo aceptarla. Lo siento, le dijo, no puedo aceptarla. Se alejó, a tientas. Desde lo alto de la torre, el hombre le hizo gestos para que lo mirase, para que le prestara atención. Me dejaré caer, le dijo. Estoy aquí, princesa. Desde lo alto de la torre, ajeno, minúsculo, apenas una brizna de hierba helada en un paisaje de invierno, apenas un borrón de tinta en su memoria, vacía y blanca. Quiso llorar, de nuevo. Su corazón, a tientas, se agitó con tristeza en el pecho. El sol de la tarde, indiferente, brincó entre los tejados sucios con descuido. La mujer huyó. Dejó un rastro afrutado de melancolía, de caramelos amargos. Esquivó a las personas sin rostro que aparecían en el camino, trató de sortear sus manos agarrotadas. La noche se reflejó en las ventanas y le desgarró el vestido. Huyó, se alejó de la torre, y se ocultó, a tientas, entre las sombras mudas de su tristeza.
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Navidad a solas25/7/2019 De niño, Emilio había disfrutado de la Navidad hogareña y clásica que se pinta en las postales. En las Navidades de su infancia siempre hubo una mesa larga, inacabable, sembrada de platos y de risas, y un árbol adornado junto al televisor, preñado de regalos. Hubo una abuela risueña y sin reproches, unos padres amables y unos hermanos cariñosos que hacían bromas. Hubo sidra, dulces y promesas. Hubo un gato, el de la familia, al que colocaron un gorrito rojo el día de Nochebuena. Hubo abrazos y buenos deseos. Hubo paz. Hubo alegría, de ésa que se refleja y se pinta en las postales. Hubo de todo. Luego, Emilio había crecido hasta convertirse en un muchacho grande y listo. Se interesó por las matemáticas, se enamoró de los números y acabó contrayendo matrimonio con una empresa de finanzas. Le fue muy bien. Ganó mucho dinero, más del que nunca habría creído posible. Compró un coche lujoso y una mansión en el barrio más caro. Dejó de ver a su familia; se limitó a llamar por teléfono. Tenía tanto trabajo en la oficina, tantos números que ordenar, tanto dinero que invertir y desinvertir… Y cambió la cena de Nochebuena en casa por un bocadillo en su despacho. Necesitaba hacerlo; su tiempo era valioso, su tiempo era dinero. Mientras el resto del mundo se limitaba neciamente a brindar y a comer turrón, él podría multiplicar su riqueza. Y así fue. Pero ocurrió, unas Navidades, que Emilio recibió una visita inesperada en su despacho. Era un hombre bajito de gabardina azul y bigotes blancos que le propuso el mayor y más próspero negocio de su vida: le ofreció, a cambio de un céntimo, todas las cosas materiales del mundo. Emilio pensó que era una broma, aunque aceptó de buena gana. Estrechó la mano del hombre y brindaron por el trato. Al día siguiente, cuando despertó en su mansión del barrio más caro, comprobó que el hombre no había bromeado. En el salón, junto a la chimenea, había un saco enorme repleto de llaves: eran las llaves de todas las casas de la ciudad, y no sólo de aquélla, sino de todas las demás ciudades del mundo. Salió a la calle y vio que estaba desierta, pero no importaba, no importaba porque todo era suyo, cualquier cosa que hubiera en la calle llevaba su nombre escrito, y los restaurantes estaban abiertos para él, aunque vacíos, y había cientos de platos humeantes en las mesas vacías, para él, y miles de flores en las floristerías vacías, todas suyas, y millones de pasteles en las pastelerías vacías. ¿Dónde se había metido la gente? ¿Y qué importaba? Todo era suyo. Los edificios más altos, los aviones, los barcos, los países… Vacíos de gente, pero suyos. Había logrado el éxito, el auténtico éxito. Era el rey del mundo. Había reunido la mayor de las fortunas. ¿Quién le prepararía ahora el bocadillo de Nochebuena?, se preguntó. ¿Y qué importaba, demonios? ¿Acaso la Navidad no era maravillosa? ¿No lo era? Después se echó a llorar. Y deseó morir con todas sus fuerzas. El actor24/7/2019
Es el títere que hila y miente mentiras, el muñeco instruido por el poeta. Es la marioneta del pueblo, el pasatiempo de las gentes ociosas. Es la distracción del niño inquieto, el complemento de un regalo de cumpleaños, el adorno fugaz del salón. Es todo eso, soy todo eso, y, tal vez, algo más. Las personas que desbordan la habitación, en la fiesta, están mirando al actor con ojos doblados. Es cosa del alcohol, que quita los velos. Han visto más allá de su interpretación, han descubierto que detrás de su engaño sólo hay un muchacho iluso haciendo aspavientos ridículos. Sus ojos le hacen daño porque están untados de burla. Necesito aire. Que alguien me libre de esas miradas. Necesito respirar. ¿Hay alguien ahí? ¿Hay alguien que pueda escucharme? Las personas que desbordan la habitación, en la fiesta, están matando al actor con su saña torcida. Es cosa de la envidia, que brota inquinas. Todos querrían, aun por un solo momento, ser protagonistas de esta tarde más de sábado. Todos querrían, como él, robar por un rato la atención de los otros. Su saña está matándolo porque le llega en oleadas frías, sin aderezo, porque la envidia no tiene adornos. Necesito un descanso. He de sentarme un poco. ¿Alguien tiene una silla para mí? Con una sonrisa me basta, es suficiente. ¿Alguien tiene una sonrisa para mí, para que pueda sentarme? Necesito descansar, necesito aire. Un receso, señor juez. Mi condena es a muerte. Pagaré por mi vanidad de actor, por mi soberbia de actor. Pero consiéntame ahora un descanso, se lo suplico. Líbreme de esas miradas. Necesito una butaca para sentarme. Apárteme de ese rencor, que duele. El actor es el títere que hilvana, engorda y miente mentiras, el muñeco que adiestró el poeta. Es la marioneta antigua del mundo, el recreo viejo de las gentes. Es una patraña usada que vive de soñadores y se hace grande entre ellos. Se me ha clavado una lágrima en la mejilla. Me ha desgarrado la piel. Es un puñal pequeñito que abre la carne y siembra una culpa. Por nacer otra cosa me hiere, por eso, por nacer otra cosa y forzar el destino. Ser actor es ser payaso despintado. Y no parece haber recompensa. El aplauso, en la fiesta, no es para mí. No puede serlo. No lo quiero. La niña triste y el niño tonto23/7/2019 Ella estaba triste, y él enamorado. A ella, la luz que con el alba acariciaba los tejados le trenzaba lágrimas en las mejillas; a él le inspiraba un poema. A ella, las notas quebradas de un piano le debilitaban el paso; a él le arrancaban un suspiro. La niña estaba triste, y él enamorado. La noche, que sabía de su tristeza, se posaba con sigilo después del atardecer. Cuando dormía, la niña olvidaba que no era feliz. Y la noche la acunaba con mimo para no desvelar su sueño. Ay, niño enamorado, niño tonto. Si ella supiera, si tú le contaras. Ella estaba triste, y él enamorado. A ella, la luz que con el alba teñía de caramelo los jardines le trenzaba lágrimas en las mejillas; a él le inspiraba un verso. A ella, las notas quebradas de un ruiseñor le ahogaban el alma; a él le arrancaban una sonrisa. La niña estaba triste, y él enamorado. La noche, que conocía su tristeza, se posaba con dulzura después del atardecer. Cuando dormía, la niña olvidaba que no era feliz. Y la noche la besaba en la frente, despacio, para no desvelar su sueño. Ay, niño enamorado, niño tonto. Si ella supiera, si tú le contaras. El hombre y su condena22/7/2019 No tendrá más de cincuenta años. Ni un latido más, ni un latido menos. Camina calle abajo, fingiendo que su cojera es casual, fingiendo un miedo que no tiene, ocultando un valor que apenas lo sostiene. Ni un latido más, ni un latido menos. El hombre arrastra una cadena tras él, una serpiente enorme de enormes eslabones de acero. Es un sonido, el de su chirrido ominoso, que arranca en los curiosos un ahogado gesto de sorpresa. Pobre hombre, dicen algunos, fingiendo compasión. Ni un latido más, ni un latido menos. El olor de la culpa ha impregnado los tejados. Y allí perdurará. Permanecerá sobre las casas como una vergüenza, como un sonrojo que no diluye el tiempo. Quisiera mirar hacia otro lado, pero no puedo. No quiero. Quisiera creer en su inocencia, pero no puedo, no quiero. Su culpa es mi certeza, su condena es mi placer. Quisiera, pero no quiero. El hombre se arrastra calle abajo. No tendrá más de cincuenta años. Apenas un latido más, apenas un latido menos. Ha sonreído a la mujer de la pescadería, ha sonreído al horizonte, al niño del panadero, a la hija del jardinero. Ha sonreído a su destino, fingiendo que sus heridas son casuales, fingiendo un dolor que no tiene, ocultando una firmeza que a duras penas lo sostiene. Apenas un latido más, apenas un latido menos. El hombre se ha abrazado a su cadena, a su serpiente enorme de enormes eslabones de acero. Es un sonido, el de su pecado ominoso, que arranca en los curiosos un ahogado grito de complacencia. Malnacido, dicen algunos, fingiendo justicia. Apenas un latido más, apenas un latido menos. El ascensor19/7/2019
Coincide cada mañana con el taxista, que ahora conduce un autobús. Se saludan siempre escuetamente y, después, cada uno mira a un lado. El taxista usa perfume denso y caramelón, como caramelonas son sus caricias en el tirador de metal de la puerta del ascensor, o en los botones, o en los cristalitos de dentro, que son como las ventanitas de un submarino. El taxista se aleja. Coincidirán más tarde, tal vez por la noche. Tropieza cada mañana con la pelirroja de la bufanda azul, que se operó las pecas y ahora luce el rostro blanco y despejado. Se saludan con un gesto leve, marchito de efusividad, y, después, cada uno mira a un lado, aunque ella siempre afecta cierto recato. Bien sabe él que es postizo; la conoce ya mejor que su madre. La pelirroja se aleja. Tropezarán más tarde, tal vez al mediodía. Se reúne un instante, cada mañana, con el fumador de puros del tercero, el que tose de tres en tres, que ahora fuma en pipa. Se saludan siempre sin saludarse; los buenos días viajan escondidos en la boina del fumador. Cada uno mira a un lado, atienden con fingido interés al crujido de los cables, repasan los planes del día... El fumador se aleja. Se reunirán más tarde, tal vez con el ocaso. Y se enamora cada mañana de la morena del abrigo oscuro, que suspiró un día en el diminuto universo del ascensor y, ahora, aun cuando ella no está cerca, el suspiro se arremolina y le acaricia el alma. Se enamora cada mañana con la melodía de sus pasos, que es un tamborcito de procesión, con el aroma que regalan sus movimientos más sencillos; se enamora con verla, con escuchar el tictac orgulloso de su reloj. Lo saluda ella, siempre con frescura, empapada de vida, pero él calla porque no tiene voz y, después, muerto de miedo, se refugia mirando a un lado. La morena del abrigo oscuro se aleja. Él volverá a enamorarse más tarde, tal vez antes de que se ponga el sol. Los días se hacen largos. El silencio es de piedra y ahoga. A veces, los niños juegan con él a media tarde: arriba, abajo, arriba... El portero de la finca les regaña y amenaza con contárselo a sus padres, pero ellos se ríen y echan a correr, y enseguida, en cuanto el portero se distrae en la calle, regresan con sus juegos latosos, y otra vez arriba, y abajo, y arriba... Y el ascensor, en el fondo, agradece la presencia cargante de los niños, porque así logra separar su mente del abrigo oscuro, y se olvida un poco de las horas que restan para enamorarse de nuevo. La gran mentira18/7/2019
A Esteban le han contado que existe un amanecer diferente: cuatro soles, no uno, y un campanillero vestido de azul anunciando el alba. Una carreta de caramelos de menta tirada por un gato amarillo, niñas de múltiples cabezas jugando a la comba y un sacerdote en bañador leyendo en voz alta un libro de cocina. Esteban se lo ha creído, pero no le gusta. Una realidad distinta, le han dicho. La mula almuerza pan con chocolate y la abuelilla que se sienta al sol cada tarde, junto a la panadería, corretea por el parque haciendo el pino. Jamón de azúcar, tortas de adobe y turrón en almíbar salado. Sonrisa permanente en el rostro del que pide para comer, chiste y alegría en el entierro y payasos desmaquillados. Hambre poca, la justa, y apretones de manos en las esquinas. Coches que murmuran, que acarician el suelo, lápidas resquebrajadas que trepan por la fachada del monasterio como serpientes de seda y cientos de globos rojos plomizos enredándose en la veleta del colegio. El campanillero azul anuncia también que se echó una novia y que la quiere, y que está esperando un hijo. -¿Para cuándo? –pregunta Esteban. -Para finales de abril –le dice el artista. -¿Y su novia está contenta? -Ella aún no lo sabe. Le han contado que la fruta no siempre es fruta en este mundo inusitado, que los plátanos son de oro, que las mandarinas son un regalo de dios, que las cerezas son las cuentas de un collar, que aquella sandía es la cabeza de un demonio, y que la nata de las fresas es el llanto de una sirena que vuela. -¿Por qué llora? -No puede explicarse todo. -Me gusta. La sirena sí me gusta. Ladran los canarios y maúlla el borrico. Rinocerontes enjaulados y un caballo repartiendo cartas sobre un tapete gris. Humo violeta en las chimeneas, una flor de pétalos escalonados en lo alto de una verja y un ratón con gafas que mastica regaliz. -Bueno, ¿qué te parece? -No entiendo mucho de pintura, ya lo sabes. El niño que fue a votar12/7/2019 Era muy pequeño y arrastraba su voto por la calle como si fuera un felpudo de cartulina, como una alfombra voladora que se resistía a volar. -Buenos días, renacuajo. ¿Adónde vas? -Lejos de usted. Era muy pequeño. Se encaramaba a los bordillos de las aceras con dificultad, como un alpinista en miniatura. El voto le venía grande, y los zapatos prestados de su hermano también. Cuando alcanzó la plaza, el sol desafiante le chamuscó el rizo rubio que le adornaba la frente. -Buenos días, pequeñajo. ¿Adónde vas? -Lejos de aquí. Entró en el colegio. Era domingo, y los domingos los colegios no existen. Tienen colores distintos. Olía a café y a colonia de abuelo. Arrastró el voto, que a su lado parecía enorme, como una sábana de cartón, y trató de elevarlo hacia la urna. -¿Qué haces aquí, campeón? ¿Y tu papá? -Lejos de mí. El voto pesaba demasiado. Se resistió a volar. Entonces, el hombre amable de sonrisa amable que amablemente había preguntado por el papá, se fijó en esas cosas curiosas que el niño llevaba sujetas a la cintura, en esos caramelos gigantes de plastilina que le ceñían las caderas como adornos de Navidad. El colegio estalló en mil pedazos. El hombre amable, con su sonrisa amable, voló por los aires. El voto no, porque pesaba demasiado. Porque era como la capa gruesa y larga de un vampiro. En la plaza, una mujer aturdida confundió el calor de la explosión con el de un horno de pan. El colegio ya no estaba. Era domingo, y los domingos no existen los colegios. Porque tienen colores distintos. En la plaza, ahora, olía a café y a colonia de abuelo. Y al oscuro y agrio aroma de muerte que bajaba por las baldosas como un reguero de lágrimas mudas. -¿Qué ha pasado? -preguntó la mujer aturdida, muy aturdida. Un hombre tembló de espanto, a su lado. Quiso decir algo, pero no encontró nada. Desalentado, confundió el calor de la explosión con el de aquel verano que tan feliz había sido. -El niño -murmuró-. El niño. El carrito de los muertos11/7/2019 Al carrito se lo escucha llegar cada mañana con los primeros rayos de sol. O con el primer café, si amanece gris o lluvioso. Se escucha el crujir y el chirriar de las ruedas, que es como el lamento de un pobre en mitad de una noche fría. De un pobre animal desangrándose en una trampa. Del carro tira un anciano. De cada una de sus mejillas pende una vida rota, un haber querido amar y haber perdido en cada apuesta. De sus ojos, un futuro breve y vacío. Es el macabro contenido del carrito lo que impulsa al anciano a seguir tirando de él cada mañana. De no tener carga, el anciano habría pasado los días en la cama, acariciando con desidia los flecos podridos de su maldición, la de haber vivido. Cuando se detiene a beber agua, su madre le habla. -Maldigo el día en que naciste. -Madre… -Maldigo la sangre que te recorre las venas. Luego, el anciano reanuda la marcha y su madre regresa bajo tierra. Hoy, el sol castiga con dureza. Pero hay niños en la aldea, y el anciano debe apretar el paso. Porque los niños son curiosos y siempre rodean el carro, y hacen preguntas, y al anciano no le quedan ya respuestas, sólo medias mentiras. Aprieta el paso, y los años le aprietan la garganta. De no tener carga, el anciano habría muerto muchos senderos atrás. A veces, en esos días en que ningún pajarillo adorna el camino, en esos días en que el aire es pesado como el plomo, el contenido del carrito le habla, como su madre cuando se detiene a beber agua. En esos días, el contenido del carrito lo atormenta. Hoy, el carrito lo atormenta. Los muertos que en su interior se retuercen, como grotescos escombros de carne, golpean con fuerza las paredes de madera. El anciano disfraza su desmayo y aprieta los puños, y tira más rápido del carro, y contempla fijamente el horizonte, negando los gritos. -Somos tu pasado -le recuerdan los muertos del carro-. Somos tu pecado. No hay pajarillos adornando el camino. El aire pesa como el plomo. El reguero de sangre que deja el carrito se mezcla con la arena y dibuja a su paso una horrible cicatriz. De no tener carga, nada forzaría al anciano, cada mañana, a seguir huyendo. El hombre perseguido por su sordera10/7/2019 Tocaba a su puerta, implacablemente puntual. La sombra de sus zapatos se colaba por la rendija y se arrastraba por el suelo mugriento hasta su mesa, como una serpiente testaruda. Tocaba su sordera a su puerta, empedernidamente puntual. -¿Quién es? -preguntaba retóricamente el hombre, temblando de miedo. -Tu sordera. -¿Quién? -preguntaba más retóricamente aún. -Tu puñetera sordera. Al hombre lo fascinaban los fuegos artificiales. Odiaba las fiestas, pero en las fiestas había fuegos, y así acababa odiándolas menos. Lo fascinaban las mujeres desnudas. Odiaba los burdeles, pero en los burdeles había senos desnudos, y así acababa odiándolos menos. -Abre la puerta. -No. Tengo miedo -decía, retóricamente, y temblaba. Al hombre lo fascinaban las pinturas, los paisajes de caza con perros y caballos, los cestos preñados de manzanas rojas. Odiaba los museos, pero en los museos había centenares de óleos y acuarelas, y así acababa odiándolos menos. Lo fascinaban los buques mercantes. Odiaba los puertos, infectados de borrachos y gaviotas burlonas, pero en los puertos había mercantes, y así acababa odiándolos menos. Tocaba su sordera a su puerta, inhumanamente puntual. La sombra espesa de sus garras se colaba por la rendija y se arrastraba por las paredes desempapeladas hasta su cama, como una terca serpiente. Tocaba su sordera a su puerta, y el estruendo intermitente le encogía el alma. -¿Quién es? - preguntaba retóricamente el hombre, estremecido. -Tu sordera. -¿Quién? -preguntaba más estremecido aún. -Tu maldita sordera. Al hombre lo fascinaba la música que brotaba del clarinete, las notas amargas y desnudas que arrojaba con exquisita dulzura el piano. Odiaba el mundo que lo rodeaba, pero en el mundo había hermosas melodías, y así acababa odiándolo menos. -Abre la puerta. -No, que me arrebatas la vida, y sin la vida ya no podría quedarme nada. Tocaba a su puerta, sañudamente puntual. De locura y naufragio9/7/2019 La arena descorazonada y frágil de una playa. El agua tibia, decepcionada. Vadear el inmenso océano, a tientas. Navegar de puntillas. Naufragar bajo lunas llenas. La memoria varada en una isla cubierta de espinas. El dolor, deshabitado. A un lado y a otro, las huellas del tiempo. Lágrimas rotas en las ramas podridas de un árbol, como anillos sin oro en los dedos delgados de un hombre pobre. Un fuego enfermo y solitario combatiendo el frío, templando la brisa ciega del invierno, que se acurruca trémula en el vientre de la colina. Los ojos fugaces del remordimiento, riendo entre los arbustos marchitos. -Ven, y viaja conmigo. -Hoy no. -¿Tienes miedo? -Son tus manos heladas en mi cuello. A un lado y a otro, las orillas del tiempo, los márgenes despeñados del camino. Cicatrices nuevas en la corteza del recuerdo, como trazos sin tinta en las páginas de un cuaderno desmayado. Nubes de consumida guerra combatiendo sin cordura, arrojando diluvios desvaídos. El reloj se acurruca, adormecido, en el regazo de una roca. -Ven, y muere conmigo. -Hoy no. -¿Tienes miedo? -Es tu compasión y sus caricias descarnadas. A un lado y a otro, la sangre derramada, la arena frágil, el agua tibia, el océano a tientas. Navegar de puntillas y naufragar bajo lunas llenas. Mi corazón varado en una isla cubierta de espinas. La brujita sin escoba8/7/2019 Con el primer destello del alba, y el sol adormecido, surge la linda brujita de una casa, de un corral, de un nido. La brujita sin escoba corretea de puntillas, sin volar, muy risueña, con travesura muestra su lengua y sobresalta a un perro y a su dueña, con capricho se encarama a un campanario, y desde allí, como el audaz vigía de un navío legendario, hace de marino aspavientos y regala su risa nerviosa al horizonte, al horizonte y al viento, y se desliza luego revoltosa entre buhardillas y faroles, entre nieve, charcos de perfume y zapatos de mil charoles. Ay, brujita sin escoba, mi corazón se arroba. La brujita sin escoba brinca de alcoba en alcoba, robando a manos llenas secretos y blusones, pecados de niño, caramelos de menta y mil turrones. La brujita corretea de puntillas, sin volar, sin su mágica escoba, al niño arrulla en su cuna, al anciano hurta cuanto resta de cordura y al enamorado despoja de su diamante. ¡Vuelve aquí, brujita sin escoba, repón ese diamante, que he de ofrecerlo cuanto antes a mi amada embelesada, de enorme hermosura y porte elegante! ¡Vuelve, diantre! Salta, sube y se escurre la brujita sin escoba, del pomo de una puerta al camello de escayola sin jorobas, de la gorra de un soldado a la sopa de cebolla de un gordo prelado, del beso dulce de una madre al mostacho de un hombre que arroja sin entusiasmo, de su futuro, los dados. Entre nubes de algodón y mechones de pelo enfurruñados, la brujita sin escoba se columpia dichosa e inquieta, atarantado su genio, su deseo juguetón y enmarañado. Ay, brujita sin escoba, mi corazón se arroba. Con el primer destello del alma, y el mundo adormecido, surge la linda brujita de una caricia, de un murmullo, de un latido. Muñeco de nieve enamorado4/7/2019 Cuando nadie miraba, escapó del jardín. Recorrió la calle dando apresurados saltitos. Un perro le ladró y lo persiguió sin demasiada insistencia durante unos metros. El muñeco de nieve se ocultó tras un contenedor de basura; unas personas muy abrigadas cruzaron cargadas de regalos. Cuando la calle quedó de nuevo en silencio, el muñeco de nieve reanudó su marcha. Caminó hasta el final de la avenida y después subió la cuesta, dejando a un lado la iglesia. Llegó hasta el callejón donde ella vivía y anduvo, de puntillas, hasta el árbol que se erguía en mitad de la placita, frente a su portal. Y allí, inmóvil, con el corazón latiéndole deprisa y los ojitos fijos en el cristal de su ventana, aguardó durante horas. El sol de mediodía, con maliciosa travesura, le derritió un poco los hombros. Un pajarillo se posó en su nariz de zanahoria y le picoteó las mejillas. El muñeco estornudó y el pajarillo huyó espantado. Luego, el horizonte se tiñó de terciopelo púrpura y una brisa helada lo hizo temblar de frío. Pero ella no aparecía en la ventana. Ella, que con el mínimo esbozo de una sonrisa agitaba su respiración y estremecía de anhelo sus bracitos blancos. Ella, que era su vida entera, que con el recuerdo de sus miradas distraídas se acunaba cada noche y tejía los sueños más dulces. Como un poeta enamorado de su luna, el muñeco rondaba a la muchacha cada día. Y como aquél, que nada espera a cambio, el muñeco nada esperaba, sino verla aparecer un instante fugaz. Se agitaron las cortinas y vibró el cristal de la ventana. La muchacha se asomó, protegiéndose del frío bajo una mantita de nubecillas bordadas. Se fijó en el muñequito de nieve que había junto al árbol de la plaza. Lo contempló con ternura y sonrió. Después, tiritando, regresó al interior de la casa. Y el muñeco, enamorado, con tibias lágrimas de alegría que dibujaban leves surcos en la nieve de sus mejillas, volvió a su jardín. El pirata y su palo por pata3/7/2019 Siguió las huellas del corazón, que eran como nubecillas rojas en la arena. Tropezó, tosió y se sentó a comer un coco y un melón. Después, desempolvando su pena, con la panza hinchada y las mejillas coloradas, el pirata y su palo por pata prosiguieron buscando el corazón, que era, para él, como un enorme tesoro, como un cofre repleto de oro, como su vida entera. La princesa, que antes fuera duquesa y alegre vendedora de fresas, en aquel mercado olvidado de aquel pueblecillo precioso y aislado, había negado el amor al pirata, y también a su palo por pata. Él la quiso con locura, con amarga entrega y dulzura, y, aunque prometió en rica seda envolverle la luna, la princesa, ensimismada, por un rico marqués embelesada, negó su amor al pirata. A él y a su palo por pata. "Sueño con tu mirada, princesa mía, con tus ojos grandes y tristones, y me embarco en ellos, cada noche, atravieso mares oscuros de aguas heladas, defiendo tu honor ante bandidos y bribones, y exhausto al final del viaje y la dura jornada, me adormezco en los brazos de tu recuerdo, mi princesa amada". En aquella isla desierta y desterrada, entre rocas, traviesos cangrejos y ensenadas, el pirata y su palo por pata seguían las huellas y buscaban, con cada nuevo amanecer, el corazón de su princesa deseada. A él, que nunca le importó que antes fuera duquesa y alegre vendedora de fresas, que jamás había enarbolado un reproche a su desordenada procedencia y cuna, le bastaba una mínima pista en la arena para desvanecer su tristeza y su pena y reanudar con ahínco su amorosa pesquisa. Y cuando florecía la noche, y sus cabellos canos alborotaba la brisa, tres flacos gusanos tomaba por cena, tres gusanos y el recuerdo de su cristalina risa. "Sueño contigo, princesa mía, a la tenue luz de esta luna, sueño con tener la fortuna, un día, de que tu vida y la mía sean sólo una." El gusano burlador2/7/2019 Va el gusano de cadáver en cadáver, mordiendo un hueso aquí, mordiendo un hueso allá. Va el gusano burlador, despacio, tomando su jarabe. Un muerto tieso aquí, un muerto tieso allá. El gusano burlador, que burla al tiempo, a los hombres y, de la morgue, a su celador calvo con llave, no supo hallar la forma de burlar el catarro. Y ahora toma, despacio, su reconfortante jarabe, que guarda con celo en su bolsillo, en un minúsculo tarro amarillo. Va, de cadáver en cadáver, el gusano burlador, mordiendo un hueso aquí, mordiendo un hueso allá, tosiendo con vehemencia en la cara de un finado, alborotando las greñas de un tipejo postrado. Un muerto tieso aquí, un muerto tieso allá. El gusano burlador, que burla al viento, a los pobres y, del infierno, a su diablo más enfurruñado, no supo hallar la forma, ay, tormento, de burlar el enfriamiento. Entra el celador calvo en la morgue. Espanto hay dibujado en su rostro, manchas de tomate se ven en su uniforme. Con los brazos en jarra, con descontento muy severo, el celador calvo se detiene, arruga el entrecejo y da un puntapié al perchero. -¿Quién agujerea a mis muertos? -exclama con airada pesadumbre-. ¿Quién muerde los huesos, uno aquí, otro allá, de mis difuntos tiesos? ¿Quién, acaso estamos locos, dejó en las mejillas de mis fiambres este rastro de diminutos mocos? Va el gusano de cadáver en cadáver, mordiendo un hueso aquí, mordiendo un hueso allá. Va el gusano burlador, despacio, tomando su jarabe. Un muerto tieso aquí, un muerto tieso allá. Ay, tormento, qué enojoso enfriamiento, qué inoportuno catarro. El gusano, sigiloso, se oculta con hábil destreza entre las botas, cubiertas de barro, del celador calvo. El gusano burlador, que burla al sol, al invierno y, del amor, al poeta más sesudo, no supo hallar la forma, ay, dolor, de burlar el estornudo. Duendecillo del alba1/7/2019
No hay madrugada, no hay lienzo de estrellas dormidas, no hay sol de ojos entornados que bostece entre nubes cobrizas, ni nubes cobrizas, no hay amanecer, ni aromas de café primerizos, no hay leves reproches de niños perezosos, ni conductor de autobús, ni caprichos densos de chocolate. No hay luz, ni esperanza, ni deseo. Sin ti, duendecillo del alba, no hay nuevo día. El muchacho enamorado camina sin rumbo, atrapado en la noche, en la noche larga y oscura que apenas consuela y alienta el latido vacilante de su corazón, camina sin brújula en la mirada, enfermos los vaivenes de su cordura, apoyado débilmente en la baranda de bruma y espuma que le tienden sus recuerdos. El muchacho enamorado guarda con celo sus lágrimas, las protege con tenaz coraje, las custodia ante el miedo y la duda, las aparta, desazonado, de las afiladas garras de la sospecha. Ay, duendecillo del alba, ven, acércate, pues sin ti no hay nuevo día. El muchacho enamorado deambula sin paso entre callejones solitarios y estrechos, encaramado a su burbuja de aflicción, flotando en la noche larga y oscura, su ánimo menoscabado, febriles los vaivenes de su anhelo, aferrado a la estela desvanecida de su memoria. Empuña, desafiante, imaginarias espadas en alto con las que reta al tiempo, a esa noche, larga y oscura, que, terca, porfiada, se resiste a marchar. Porque sin ti, duendecillo del alba, no hay madrugada, no hay lienzo de azules terciopelos, ni estrellas dormidas, no hay sol de ojos entornados que bostece entre nubes púrpuras, ni nubes púrpuras, no hay amanecer, ni aromas tempranos de café. Sin ti, duendecillo del alba, no hay nuevo día, y, sin nuevo día, no hay nada. Ven entonces, duendecillo, y disipa la noche, y permite al muchacho enamorado extinguir el temor y la angustia, al fin, entre sus brazos. Archivos
Marzo 2024
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