Relatos breves de una vida
En un banco5/4/2021 Lo malo de estar muerto es que ya no hay remedio. Son pocas las cosas que uno puede hacer cuando se ha ido. Contemplarse a sí mismo es una de ellas, es una de esas pocas cosas que uno puede hacer. O pensar en el pasado. O recrearse en la muerte, en la soledad, en la inmovilidad. Lo malo de estar muerto es que ya no hay vuelta atrás, ya no hay reproches, no sirven. Los reproches nunca sirvieron para nada, y hoy tampoco ayudan. La brisa del jardín apenas me acaricia, se ha vuelto antipática. Este banco frío es antipático. Son muy pocas las cosas que uno puede hacer cuando se ha ido. Lamentarse es una de ellas, es una de esas pocas cosas que uno puede hacer. O sufrir. O recrearse en la indiferencia del tiempo. Son muy pocas las cosas que uno quiere hacer cuando se ha ido. Sonreír es una de ellas. O fingir, encoger los hombros y fingir que todo sigue, que todo está bien, que nada ha cambiado. Lo malo de estar muerto es que solo hay distancia. Entre el día y yo, entre los objetos y yo, entre la realidad y yo solo hay distancia. Entre tú y yo, ahora, solo hay distancia. El ruido lejano de la calle apenas me recuerda que ayer estuve aquí, el color de la hierba ya no me conmueve, la melodía triste del viento ya no me conmueve. Solo el dolor lo hace, y el dolor es mío. Me conmueve porque es mío. Estoy dejándome llevar. En algún rincón oscuro de la conciencia se ha abierto una ventana. Estoy permitiendo que los lazos hirientes de la culpa se anuden y me asfixien. Si pudieras verme… Te colmaría de orgullo examinar mi derrota. Estoy dejándome arrastrar. Si pudiera verte… En algún peldaño mellado de la soberbia se ha abierto una brecha. Estoy consintiendo que el aire se escape, estoy cediendo al vacío. Lo malo de estar muerto es que te he perdido. Apenas quedan cosas que uno pueda hacer cuando se ha ido. Añorarte es una de ellas, es una de esas cosas que apenas quedan. O mentirme. O empolvar los motivos del corazón, diseñar de nuevo el engaño y maquillar los latidos. O rendirme. Porque lo malo de estar muerto, lo peor de esta vigilia que no acaba es que te he perdido.
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De mano en mano4/2/2021 Así va, de dueño en dueño, de seda en seda, de carne en carne, de sangre en sangre. Así va, sin destino fijo, sin rumbo concertado. Es una daga pequeña de puño rugoso y frío y guarnición dorada, afilada como un viento de invierno. Es mortal como un beso envenenado, y se desliza en el tiempo cabalgando de muerte en muerte, y no distingue inocente de culpable, ni discierne señor de vasallo o ama de sirvienta, y no escoge nunca a su víctima. Así va, de mano en mano. Aúlla el lobo a la luna con dolor en mitad de una noche tramposa, aúlla el lobo mientras los pies descalzos de la mujer acarician el suelo. La daga está escondida bajo la almohada. Aúlla el lobo con angustia, con presagio, mientras la mujer oculta el arma en un pliegue del camisón. Así va, igual que una fábula, viajando de dueño en dueño, igual que una canción de cuna, igual que una herencia maldita, surcando los días, rasgando seda, abriendo carne, dejando una estela sangrienta a su paso. Es una daga pequeña de puño áspero y frío y guarnición de oro, y su filo hiere como la traición de un amante. Es letal como un fuego de infierno. El resplandor de su hoja hechiza al que la toma en sus manos, a aquel que la roba de su reposo, y conforta con su sortilegio el ánimo asesino. Así va, sin ayuda de brújula, de mano en mano. Implora el lobo a la luna que se marche, que se aleje, que se lleve con ella la noche, mientras los pies descalzos de la mujer recorren la oscuridad de la casa. Con la mujer avanza un jadeo leve y un quinqué, con ella camina una sombra deforme, con ella van la daga y la voluntad secreta de dar muerte. Implora el lobo a la luna, pero es tarde. Al final del corredor, la habitación se halla entreabierta. Hay un hombre dormido en la cama. Hay ventanas de par en par que arrebatan al cielo brillos de estrellas, hay una última súplica del lobo, que llega ya distante y sin aliento. Hay, en la estancia entreabierta, una brisa dulce y un aroma a pecado. Hay flores sobre una mesa, también dormidas. La mujer se desprende del quinqué y de la cordura y se precipita hacia la cama. El hombre despierta y la mira. El aturdimiento y la sorpresa se desvanecen pronto. Asoma una disculpa a los ojos del hombre, asoma el miedo. En los de ella no hay temor, solo rencor y entereza: no volverá a tocarla. Así es, pues, con pesar y tragedia, como va esta daga pequeña, de mano en mano, de sangre en sangre. Infiel12/1/2021 Contigo es nuevo. Las gotas de lluvia que me arroja este sol de ojos azules no me impiden contemplar tu ventana. No tengo intención de parpadear. Miraré tu ventana hasta caer desfallecido. Creo que son cinco los días que llevo de pie junto al buzón, bajo este sol llorón de ojos azules. Cinco los días, o quizá más, y cinco las veces que he compartido contigo la locura, o quizá más. Cuánto anhelo el temblor de las cortinas, la sombra y el carmín de tus manos en el cristal, el revuelo de tu blusa entornada. No tengo intención de parpadear. Miraré tu ventana hasta caer malherido. Contigo, ya lo sabes, es nuevo. Las gotas de lluvia que golpean el cristal no logran distraerme de ti. Sé que estás abajo, de pie junto al buzón que ayer alimentaron mis cartas. Pesa tanto en mis brazos el reproche que apenas puedo huir de esta cama. No alcanzo desde aquí a ver tu sonrisa, que ayer alimentó el latido tenue de mi corazón y convirtió mi aliento enfermo en un rugido. Son cinco o quizá más los días que tiene mi vida, y son cinco las veces que he caminado descalza contigo el lienzo de las pinturas, o quizá más. No tengo intención de dormir. Ocuparé las noches con el eco de tus manos hasta rendir tu recuerdo. Oigo pasos, pero no eres tú. Contigo, hoy estoy seguro, es nuevo. La lluvia que parpadea entre las luces del día moribundo no consigue alejar el temor con su belleza. Quiero ser fuerte para ignorar el fuego, para ignorar el metal frío que me acaricia el pecho como una seda maldita. No sé llorar. Sólo puedo contemplarte dormida en la cama y fingir que hoy nos conocimos. Cinco días me estrangula ya la sospecha, o quizá más, y cinco son ya los días que he vivido sin vida, o quizá más. No tengo intención de despertarte. Seré sigiloso en mi tortura para no perturbar tu descanso. Te besaré en la frente y, después, caeré malherido a los pies de tu cama. Sigilosamente malherido. Se muere viejo y solo1/10/2020 A Gustavo cada vez lo asusta más el paso del tiempo. Ocurre todas las mañanas, a la hora del desayuno. Lo oye caminar, más allá de las cortinas, despacio, muy cerca de su ventana, acariciando la reja, fingiendo disimulos mordaces. La magdalena queda suspendida en el aire un instante, temblando en su mano, mientras el tiempo pasa, cada mañana, mientras se ríe de él, mientras se aleja. Gustavo está solo, tan solo que a veces no se encuentra en el espejo. Su sombra lo ha abandonado; esa silueta desgarbada que antes se proyectaba en las paredes se ha esfumado con el ocaso de ayer. Las persianas están bajadas; aprendió a escurrirse a ciegas por la casa, a transitar sus breves recorridos sin levantar tropiezos. En el armario de la cocina hay dos cajones: en uno guarda el cuchillo con el que jamás tuvo el valor de herirse las muñecas; en el otro, tres recuerdos de infancia, una fotografía de su madre y una carta de despedida de su mujer: Querido Gustavo: Te dejo. Preferiría morirme otro día, más tarde, pues aún me seduce el alba del otoño y escuchar la lluvia en el tejado, pero hoy he visto a las amapolas sangrando en el campo, y sé que ha sido por mí. El sol que ahora se esconde apenas me ha templado el alma. Es mi hora. Te dejo sin querer, sin propósito. Me alejo esta noche, me muero de ti esta noche. Adiós. Gustavo relee la carta cada madrugada, aprovechando que el reloj está dormido. Con la luz de un fósforo ilumina el papel, y con la yema de un dedo riza las letras delicadamente. Todavía desprenden las palabras el perfume de melocotón, que le arruga los ojos. Gustavo se muere viejo y solo, tan solo que a veces los ratones, ignorando su presencia, le arrebatan la magdalena de la mano. Pero mañana saldrá a la calle a recibir al tiempo, cuando pase. Mañana perderá el miedo y saldrá a la calle a enfrentarse al tiempo, cuando pase frente a su ventana. Así lo ha prometido. Viajar16/9/2020 Es medianoche. Cualquier pretexto es válido, cualquiera; únicamente necesito proponérmelo y saltar desde la ventana de esta casa. Cualquier excusa es bienvenida. Y me arrojo a los brazos abiertos del mar en calma que es la noche. No quiero muerte, quiero viajar. No pretendo la muerte, solo un paseo. Anhelo descubrir ese camino oculto que tanto tiempo permaneció de espaldas a mis sueños. Me arrojo, salto sobre las calles, sobre la gente. Hay vértigo, y miedo. Pero también hay curiosidad, y no soy un cobarde. Olvidé quitarme el pijama. Tal vez los demás se rían de mi aspecto: un viajero volador con decenas de perritos estampados en los pantalones y en la camisa. Tienen derecho a reírse. Aunque mi profesora de naturaleza no lo hace. Me mira y sonríe, y se cubre la boca después, pero no se burla. Qué seria ha sido siempre; incluso sonriendo. Y cuánto la quise, cuánto me enamoré de ella en el pupitre, cuánto la abracé en mis noches. Adiós, Susana. Nos vemos. Quería casarme contigo, ¿lo sabías? ¿Te imaginas? Doña Susana, ¿le importaría casarse conmigo? Y ¿qué habría pasado? ¿Qué habrías dicho tú? Vuelve a tu sitio, anda. Se lo digo en serio. Hablamos en el tiempo de recreo. Vuelve a tu sitio. Adiós, Susana. Nadie se ríe. Es extraño: lo último que habría esperado es este acogimiento. Hay gente reunida en la calle, hay gente en las ventanas. Miran, pero no se ríen de mi camisa. Ahí está Alberto, el mejor de mis amigos de esa broma que llaman infancia. ¿Cómo te va, chaval? Pareces preocupado. ¿Es por mí? No, no es por mí. Es por el miedo; no has logrado ahuyentarlo. Ya hace una eternidad que el cáncer te llevó y aún estás asustado. Tu madre cree que duermes en casa todavía, ¿sabes? La pobrecilla no se da cuenta de que murió contigo. ¿Has visto qué pijama tan ridículo? Es un regalo. Los regalos son para lucirlos, Alberto. La ética y esas cosas. No te perdiste nada, majo. Este mundo está lleno de dolor. Lo peor es el miedo, ¿verdad? El miedo a hacer el viaje, el viaje sin maletas, sin programación, sin consentimiento. Yo también tengo miedo, por qué voy a negarlo. Aunque no soy un cobarde. Me gusta volar, y es curioso porque siempre tuve vértigo. Adiós, señores. Cuánta gente. Da vergüenza sentirse tan observado. Mira, ahí está mi abuelo. Menuda pieza estaba hecho. Y mi tía. Y esos chicos que se perdieron en la montaña, y el pobre de Jesús, que se creía superman, y la ancianita de la tienda, y el marido de Lucía, y otros a quienes no conozco. Adiós. Pero no me miréis así, yo solo voy de paseo, solo voy de viaje. Lo mío es un capricho, poca cosa. Tenía ganas de viajar. Solo eso. Porque hay cosas en este mundo de locos que aún no quiero echar de menos. La frontera1/9/2020 Hay personas que pueden verla. Es una barrera transparente que recorre las calles, que sube escaleras en silencio y se cuela en las casas. Es un muro de apariencia frágil que bordea los parques y serpentea entre la gente. La frontera es muda e invisible, es una espiral de papel, a veces, que trepa montañas y se encarama en la copa de un árbol. Es un cordón grueso de terciopelo que divide el mundo en dos mitades. En los días de ocaso suave, en esos días en que las nubes del oeste se tiñen de melocotón, las personas pueden verla. Dicen que es como un espejo de reflejos débiles, como una pared de cristal desvaído que forma curvas blandas y que luego se estrecha y desaparece por el hueco de la ventana. Dicen, los que la han visto, que separa el mundo, que dibuja un límite en el suelo, que se manifiesta aleatoria e imprecisa. Dicen, también, que puede acariciarse con los dedos y que es tibia. Agustín la ha visto. Cuenta que estaba leyendo el periódico junto a la mesita del teléfono y que vio la frontera, que se iluminó débilmente en mitad del salón. Cuenta que su mujer se hallaba al otro lado del muro transparente y que se sorprendió tanto como él, que ninguno supo qué hacer, o qué decir, que se miraron a través de la barrera encogidos de hombros, que se asustaron y que después rieron como niños. La frontera se deshizo más tarde, cuenta Agustín, igual que el humo de un cigarrillo, y él trató de retener una nubecilla de esa niebla en el hueco de sus manos, pero se desvaneció por completo. Su ocaso, el de aquella tarde mágica, no era de melocotón, sino de violetas moribundas. Agustín dice que ahora se sienta cada día junto a la mesita del teléfono, con el periódico abierto, y que ya no lee las noticias, aunque lo finge, y que el periódico se ha estancado en la actualidad de entonces, y que sólo aguarda a que el muro aparezca de nuevo. Dice que lo desea con la ilusión de una noche de Reyes Magos. Dice que ver la barrera fue lo más hermoso que ha ocurrido en su vida, que vuelve a tener ganas de levantarse cada mañana, que el vacío ha dejado de ser grande. Yo no le creo. Sospecho que es su forma de soportar el dolor. Se ha inventado una excusa para seguir viviendo. Por muchos años que hayan transcurrido, la herida de su corazón continúa abierta. Agustín se ha inventado un pretexto para sonreír. Bendita sea esa frontera imaginaria. Ojalá se ilumine otra vez. Ojalá lo haga mañana. Ojalá vuelva a encontrar a su mujer al otro lado. El doctor Fifi28/7/2020 Se ha vuelto loco, el doctor Fifi se ha vuelto loco. Lo dice la gente, lo digo yo, que lo he visto hablar con los gatos, que lo he visto jugar a las cartas con ellos. Es un buen hombre, pero se ha vuelto loco. El doctor Fifi ha perdido la cabeza en algún rincón del invierno, y estos vientos soplones se la han llevado consigo. Pobre doctor Fifi. Recuerdo el primer día que apareció por aquí, hace más de quince años, con su maletín de médico, sus tijeras de barbero y su cabeza calva, tan lustrosa. Ya por entonces, resultaba un personaje extraño, aunque inofensivo y amable. El doctor Fifi curaba el dolor de garganta y saneaba las puntas de los cabellos en una sola visita. Recetaba jarabe y champú a un tiempo. Era nuestro médico de cabecera y nuestro peluquero. Había mujeres que únicamente acudían a su consulta para que les retocara el peinado. Al doctor Fifi no le importaba que lo hicieran. A mí, por ejemplo, me dibujó margaritas en el pelo una mañana de tos. Los niños perdieron el miedo a la tablilla blanca de madera, la que les ponía en la boca, que tan tenebrosa había sido en manos del doctor Sabín. Perdieron el miedo a subirse a la báscula fría que helaba los pies, a que les colocaran la barra del medidor en la cabeza, a que les recorriesen el pecho con el cacharro de metal, que era como una moneda grande... El doctor Fifi hacía de la consulta un recreo. A mi vecina Ángela, una vez, después de caerse de la bici, le tiñó unas mechas mientras la enfermera preparaba la escayola. Al pobrecillo de Alberto, ese viejo carpintero que siempre anduvo pachucho y visitaba la consulta con frecuencia, lo afeitaba el doctor Fifi. Cuando murió, el médico le dedicó unas palabras en la misa. Nos hizo llorar un poco a todos; el doctor Fifi y él se habían hecho muy amigos. Yo los vi pasear un domingo por la avenida, después del partido. Se reían como críos, aún me acuerdo. Sí, me acuerdo de eso y de muchas otras cosas. El doctor Fifi ha envejecido. Ha ocurrido de repente, como de repente han transcurrido estos más de quince años. Ahora tenemos en el pueblo un ambulatorio nuevo y una peluquería unisex, y yo nunca he sabido si unisex significa de un solo sexo o de los dos. Cuando nos duele algo, pasamos por el nuevo dispensario a que nos curen, pero no lo consiguen, ya no, porque antes era distinto. Nadie nos dibuja ya margaritas en el pelo, y el dolor de garganta se hace punzante y eterno. La gente dice que el doctor Fifi se ha vuelto loco. Lo digo yo, que lo he visto hablar con los gatos, que lo he visto jugar al ajedrez con ellos. Aunque creo que no es locura. Se ha hecho mayor, solo es eso. Libros30/6/2020 Los tubos fluorescentes se apagan, uno a uno, como las fingidas fichas de un dominó luminoso y decadente, y el manojo de llaves, que rebota y cuelga de la cintura del librero, indica, con su cascabeleo, el camino hacia la puerta y la cercana ausencia del hombre huraño. Con el último chasquido de la llave en la cerradura, los libros se distienden y unos personajillos diminutos asoman las cabecitas con prudencia por entre las tapas de cartón. -¿Ya se fue? –pregunta una niña rubia, la del país maravilloso. -Sí, ya se fue –le responde un muchacho inquieto y travieso, un pícaro al que llaman Lazarillo-. ¿Vienes, rubita? -No, que he de escribir unas cartas. -¿A quién, a un novio tuyo? -A un coronel. El Lazarillo resopla y se aleja de la muchacha. -Tú te lo pierdes, boba. –Al chiquillo le prometieron unos hombres llevarlo con ellos hoy a un viaje fascinante, a un viaje al centro de la Tierra, y él había pensado que tal vez Alicia querría acompañarlo. Sobre uno de los mostradores de cristal, los personajes de una emblemática colmena se han reunido a escuchar los versos de un poeta que, según dice, acaba de regresar emocionado de Nueva York. Más allá, sentados en el borde de un estante, junto a un busto en madera de Jonathan Swift, un Drácula alicaído confiesa a Romeo su amor por Julieta, y el joven de Verona le sonríe y lo consuela rodeándole los hombros con un brazo. -¡Arre! –grita el revoltoso Tom Sawyer a lomos de Moby Dick, una ballena blanca convertida en el más extraño de los corceles-. ¡Arre, arre! En lo alto de la caja registradora, Robinson Crusoe comparte un té con un curioso invitado, el investigador Hércules Poirot. -Y éste es Viernes, mi criado. -Mucho gusto –dice el detective, y estrecha la mano del sirviente. Y más abajo, por entre el polvo y la ceniza acumulados al pie de la mesa, seis personajes van en busca de autor, y una niña perversa, Lolita, saca burla a un caballero maduro y arrebatado, y un ingenioso hidalgo hace frente con su lanza a la ballena blanca de Melville, y, manteniéndose en peligroso equilibrio sobre una esfera terrestre de cartón, un muchachito rubio de sempiterna bufanda al cuello riega la única planta de su mundo. Pero amanece enseguida, amanece con injusta premura, y los personajes de los libros regresan con dolor a su lugar antes de que el librero huraño los sorprenda, y ellos fingen entonces la más terrible de las farsas: no ser más que la invención de un puñado de locos. La Navidad que ve un copo de nieve5/6/2020 Empujado por un viento que corta en filetes la noche, el copo desciende lentamente hacia la ciudad. Por el camino, el copo se estremece y estornuda; además de vértigo, tiene frío. Una lengua invisible de aire lo atrapa, lo revuelve en una espiral y lo impulsa contra la ventana de un edificio muy alto. El copo se posa un instante en el alféizar y observa, al otro lado del cristal, a un niño pelirrojo que llora desconsolado porque no encuentra, entre un montón de paquetes, el regalo que tanto ansiaba, el juguete que había esperado con euforia. Los demás regalos no le importan, los rechaza, se ensaña a patadas con ellos. El copo tirita de frío y se desliza desde el alféizar, y desciende un poco más. El viento travieso juega con él; le tira del cabello y le araña las mejillas blancas, lo sacude a un lado y a otro, no lo deja en paz un momento. Ha vuelto a arrojarlo contra una ventana. Una niña rubia, sentada a la mesa de un saloncito estrecho y abrazada a su muñeca, se atraganta obstinada con el turrón y los dulces. Sus padres, al fondo, se gritan furiosos y hacen aspavientos, y se lanzan las botellas de sidra, y se golpean en la cabeza con las bolas del árbol de Navidad, y solo cuando la niña se vuelve morada y tose, advierten su presencia y la auxilian. El copo tirita, tirita con violencia. Qué noche tan fría, diantres. Menudo temporal. Quién tuviera una bufanda. Da un saltito y desciende de nuevo. Casi ha alcanzado la calle. El viento ha perdido su fuerza; ya sopla con desgana. El copo gira sobre sí mismo y aterriza despacio sobre unas cajas de cartón. Es injusto, ¿no? La gente se ha quedado en sus casas, abriendo paquetes, comiendo dulces, y él estornuda en la calle, y mañana se habrá deshecho, cuando salga el sol. De pronto, oye un ruido, unas voces. Anda, qué sorpresa, si hay alguien dentro de esas cajas de cartón. El copo, que es muy curioso, se asoma por un hueco y descubre a un niño y a su madre abrazados bajo una manta roja. Y, como es Navidad, ese niño también recibe unos regalos: un gorro de lana y un beso. Muñeco abandonado28/5/2020 Dos ojos saltones, redondos como lunas llenas, y una nariz roja en el centro de su cara, o de su cuerpo, pues no es más que una bola azul de pelo suave del tamaño de una nuez. Está solo, está abandonado en la calle. Se ha visto reflejado en un fragmento de cristal, y su propia imagen borrosa lo ha hecho sentir aún más abandonado y solo. Qué cosas: siempre había deseado volar, había anhelado ser pájaro por un día, o mariposa, o simplemente un mosquito, porque fue incapaz entonces de imaginar qué sensación extraña y maravillosa podría experimentarse al surcar los aires, y hoy, sin esperarlo, ha volado como una gaviota desde la ventanilla de un coche hasta la acera. Del coche de su dueña protectora a la acera sucia de un mundo grande y desconocido. Desechado como un pañuelo de papel. Confinado al olvido, menospreciado. Tal vez haya hecho algo mal, tal vez haya estropeado uno de esos momentos de paz que su dueña disfrutaba con tanto celo. Tal vez, con su presencia, haya quebrado el clima frágil del dormitorio. No lo sabe. Se encuentra angustiado y muy confundido. Si supiera, lloraría. Es un muñeco abandonado en la calle, sólo eso. De ojitos saltones y redondos, azul, de nariz roja y chata. Sólo es un muñeco asustado sin dueño. Está él, están los coches mudos, están los gorriones en la baranda del parque, están los charcos de la lluvia reciente, están los envoltorios de golosinas, que son juguetes del viento, están los semáforos parpadeantes, está el ruido de la Navidad en las casas, y están las casas, están los edificios altos, que suben al cielo, y están las nubes, que también son juguetes del viento, y está la nieve esperando, y está el frío, y la luna, que saldrá luego, y mil estrellas, que son luciérnagas de vida eterna, y mil estrellas más, y mil más. El muñeco es sólo un punto azul en este paisaje urbano de diciembre, un punto azul que tiembla. Lo he visto, por casualidad, al agacharme a recoger una moneda, escondido detrás de un cartón. Tiene miedo en los ojos. Si pudiera, correría. Me he ofrecido a él como dueño. No sé si le gusta la idea, o si tenía otros planes, o si prefiere a otro. El caso es que no se ha quejado cuando lo he cogido. No ha dicho nada. Quizá porque sólo es un muñeco. Caperu20/5/2020
Sustituyó la caperuza roja por un pañuelo blanco y la capa por un pareo floreado, pero seguía siendo ella. Se desentendió de la cestita de mimbre y ahora lucía un bolsito negro de cuero y remaches donde sólo tenía cabida el mechero y las llaves de casa, pero seguía siendo ella. Había cambiado los zapatitos rojos por unas botas que le cubrían las piernas más allá de las rodillas, pero seguía siendo ella. Y tampoco tarareaba cancioncillas silvestres, sino extrañas e irreconocibles melodías. -Si baaang, si baaang... Y, además, había abusado del carmín y del perfume de melocotón. -Si muuu, si muuu... Aunque, no nos engañemos, a los ojos del lobo seguía siendo la misma encantadora y dulce criaturilla. -Qué sorpresa –dijo el lobo, embutido en su disfraz de guarda forestal-. Tú por aquí, Caperu. ¿Y eso? -Hola. -¿A visitar a la abuela? -Te importará mucho a ti. -Qué insolente que eres, hija. La niña pasó de largo, apretando el paso. El guarda se enjugó la baba y se pellizcó la bragueta. Y echó a correr. La puerta de la casa estaba entornada. -¿Abueli? -Pasa, nena. Estoy en el dormitorio. -Te he traído tabaco. -Déjalo en la mesita, anda. -Huy, tienes los ojos mogollón de raros, abueli. -Los tengo así para... para... para ver mejor en la oscuridad. -Y tienes las uñas superlargas. -Las tengo así para... para hacerte cosquillas mejor, cariño. -Y los brazos... Mírate los brazos, abueli: llenos de pelo. -Para soportar mejor el frío, Caperu. De repente, la auténtica abuela de la niña abrió la puerta del dormitorio de una patada y apuntó con la escopeta al lobo. -¡Jobar! –se sorprendió la niña-. Si tú estás ahí, abueli, ¿quién es esta abuelita? -Un impostor pervertido –le contestó, sin dejar de apuntar al intruso-. Aparta, que le voy a meter el cartucho por donde hace caquita. -Conténgase, señora –le pidió el lobo-, que yo ya me iba. -A ti te voy a enseñar yo modales, degenerado –masculló la anciana. Y apretó el gatillo, pero la escopeta era una reliquia y no hizo pum, y el lobo aprovechó la circunstancia para morder a la abuelita en el cuello y a la niña en un pezón. Y después se marchó, silbando satisfecho. Archivos
Marzo 2024
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