Relatos breves de una vida
Duendecillo del alba1/7/2019
No hay madrugada, no hay lienzo de estrellas dormidas, no hay sol de ojos entornados que bostece entre nubes cobrizas, ni nubes cobrizas, no hay amanecer, ni aromas de café primerizos, no hay leves reproches de niños perezosos, ni conductor de autobús, ni caprichos densos de chocolate. No hay luz, ni esperanza, ni deseo. Sin ti, duendecillo del alba, no hay nuevo día. El muchacho enamorado camina sin rumbo, atrapado en la noche, en la noche larga y oscura que apenas consuela y alienta el latido vacilante de su corazón, camina sin brújula en la mirada, enfermos los vaivenes de su cordura, apoyado débilmente en la baranda de bruma y espuma que le tienden sus recuerdos. El muchacho enamorado guarda con celo sus lágrimas, las protege con tenaz coraje, las custodia ante el miedo y la duda, las aparta, desazonado, de las afiladas garras de la sospecha. Ay, duendecillo del alba, ven, acércate, pues sin ti no hay nuevo día. El muchacho enamorado deambula sin paso entre callejones solitarios y estrechos, encaramado a su burbuja de aflicción, flotando en la noche larga y oscura, su ánimo menoscabado, febriles los vaivenes de su anhelo, aferrado a la estela desvanecida de su memoria. Empuña, desafiante, imaginarias espadas en alto con las que reta al tiempo, a esa noche, larga y oscura, que, terca, porfiada, se resiste a marchar. Porque sin ti, duendecillo del alba, no hay madrugada, no hay lienzo de azules terciopelos, ni estrellas dormidas, no hay sol de ojos entornados que bostece entre nubes púrpuras, ni nubes púrpuras, no hay amanecer, ni aromas tempranos de café. Sin ti, duendecillo del alba, no hay nuevo día, y, sin nuevo día, no hay nada. Ven entonces, duendecillo, y disipa la noche, y permite al muchacho enamorado extinguir el temor y la angustia, al fin, entre sus brazos.
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El mago6/6/2019 Es pequeño, tiene una varita de madera y ojos de soñador, y se desliza por la fachada de mi edificio, saltando de ventana en ventana, haciendo requiebros a la gravedad, sorteando los jardines flotantes de mis vecinos y el ladrido de un gato, y el aroma denso de las cenas, caminando sin puntillas por el ladrillo áspero, palpando la noche con sigilo, acariciando brisas, desmenuzando los arrullos de las palomas dormidas, quebrando el cristal del tragaluz y el de mi sueño raramente quieto, franqueando umbrales, girando la bombilla de las noches en vela, inventando adornos que colgar en la pared descarnada, rasgando mis camisas viudas, sin seda, sorbiendo el agua del vaso, descalzando mis zapatos rubios, orquestando con guasa mis ronquidos, mi ingenuidad, mi torpeza, reordenando los libros junto al portalápiz, debilitando el color de las sábanas, el de los seis muñecos, el del pudor, haciendo menos nocturna la nocturnidad de su intrusión, que no es tal, burlándose del ratón, de su asombro, de sus ganas de roer el mundo, desplazando los rumores nocivos, sacudiendo envidias y antipatías, cosiendo heridas mal cerradas, besando en la frente al pecado, hilvanando fantasías, desempolvando los compromisos que aún guardo en el cajón, alentando nostalgias no llevaderas, construyendo castillos delicados de naipes, de recuerdos, de voces antiguas, de destellos antiguos, sobrecogiéndome en mitad de la pesadilla, navegando conmigo en un cascarón de nuez, surcando mares de arena, dibujando globos pardos que luego arrastra el viento, sepultando quejidos, ahuyentando brujas con manzanas, aliviando la presión fabulosa de los cuentos, engarzando suspiros como lágrimas de un collar, hurgando en las migrañas en busca del duende malicioso, agitando su varita con destreza, suavizando el castigo y las culpas, compadeciéndose de mí. Es pequeño y tiene ojos de soñador. Es un mago. Archivos
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