Relatos breves de una vida
Desencajado18/5/2021 Con los primeros fríos de mayo, apareció dibujada en el cristal la silueta de tu primer capricho. El cielo estaba más revuelto que nunca, mucho más agitado que entonces, y en él rompían las olas con furia, con enojo amargo e impaciente. En el tejado había un piano, y, junto a él, un hombre que no sabía tocar, y, junto a él, un niño que no sabía escuchar, y, junto a él, un gato sin vida que no sabía jugar. Hallé una alfombra en el aire, estrecha y azul, entre tu ventana y la mía, pero no encontré valor para caminarla. Siempre tuve miedo a las alturas. Había un sombrero colgado en la percha de la pared, muy cerca de la arena de la playa, y una mesita de noche en el portal. Con las primeras nieves de mayo, apareció dibujada en mis manos la huella de tu primera sonrisa. La calle había llorado esa noche y tenía los ojos hinchados. El semáforo de mi esquina había perdido la luz verde. Hallé un cuento mal escrito en el suelo del jardín, entre el río y la montaña, pero no encontré valor para caminarlo. Siempre tuve miedo a las alturas. En el vagón del tren había un acordeón viejo, y, junto a él, un cadáver que no recordaba la melodía, y, junto a él, un niño que no recordaba cómo apartar los ojos, y, junto a él, un muñeco de trapo que no recordaba el sendero de vuelta. Había una camisa sin botones sobre la silla, en mitad de las vías, aguardando a que el reloj sirviera el café. Había azúcar en los zapatos y galletas de madera en los bolsillos del pantalón. Con los primeros hielos de mayo, apareció dibujada entre las sombras el contorno de tu primer desaire. La niebla del amanecer se había dormido en el sofá y me miraba despacio, sin reproche. Tu ventana no estaba. La montaña no estaba. Sobre el puente había un violín desarmado, y, junto a él, un músico que fingía vivir, y, junto a él, un niño que fingía reír, y, junto a él, una gota de lluvia que fingía estar en calma. Me habría gustado subir a ese puente, pero siempre tuve miedo a las alturas. Me habría gustado fingirte allí. Y dar color, desde arriba, a este mundo desencajado.
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El cerdo y la mariposa4/5/2021 La culpa fue de ella, siempre fue de ella. Porque en su cabeza se había formado una idea equivocada, la idea absurda de un romance. Todo el mundo sabe que una mariposa no puede enamorarse de un cerdo, y, si lo hace, corre el riesgo de que la encierren en una jaula para mariposas locas. Además, un cerdo jamás se fijaría en una mariposa. Y, si lo hiciera, sería para después atraparla y comérsela. No repararía en ella como dama, menos aún como prometida; no ostentaría modales ni atenciones caballerosas, no se mostraría siquiera cordial o amable; solo querría comérsela. Sería la conducta normal en un cerdo. La culpa fue de ella, siempre fue de ella. Se había distraído una mañana, una mañana tonta y aburrida de sol parsimonioso. Se había distraído saltando de flor en flor como una borrica hasta que dio, sin pretenderlo, con el charco de barro donde retozaba el cerdo. Quizá fue el cansancio de la mariposa, que no había dejado de saltar en toda la mañana, o quizá fue que era idiota sin más; la cuestión es que vio en aquel gorrino sucio a su príncipe azul, un color que distaba mucho del que en realidad lo envolvía. Lo vio y pensó que era el hombre de su vida, el héroe de su cuento de hadas, su futuro marido. No vio el barro ni la actitud holgazana del cerdo, no escuchó sus gruñidos de cerdo ni vio la porquería que se le escurría por las orejas. La mariposa solo tuvo ojos para la belleza interna del animal, que debía de estar muy interna en aquel momento, a juzgar por la estampa de caca que lucía. Se enamoró de él, plenamente, sin reparos, sin prejuicios de ningún tipo. Se enamoró del cerdo abiertamente, y así se lo dijo: “Te quiero, cerdo”. Pero el cerdo no la oyó. Ni siquiera la había visto. Apenas percibió el revoloteo leve de la mariposa, que iba de un lado a otro con emoción y nerviosismo, cautivada, agitando frenética sus alas frágiles, tan sedosas, de colores horteras. El cerdo no escuchó su declaración amorosa; estaba inmerso en el disfrute de su retozar, estaba revolcándose feliz en el barro, estaba gozando de su recreo. Él no sabía nada de mariposas imbéciles que se enamoraban de cerdos. No era ese su estilo de vida. “Te quiero, cerdo”, repitió la mariposa. Y, como el cerdo no le hacía caso, ella volvió a repetirlo: “Te quiero mucho, cerdo”. Se lo dijo una y otra vez. Y después se acercó a él y se lo gritó a la cara, se lo gritó en las orejas, se lo gritó desesperadamente una y otra vez. Hasta que el cerdo, que seguía sin verla, dio un manotazo al aire y, sin querer, la despachurró. Pero la culpa fue de ella. Archivos
Abril 2024
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