Relatos breves de una vida
Como un perro flaco3/11/2020 Ángela está enferma y no puede meterse en la cama porque tiene que trabajar. Las gripes nunca se curan de pie, decía su padre, que se creía muy listo. Por eso lo mató el alcohol, por listo, por sabio, por espabilado. Su madre, que aparentemente era más tonta, la enseñó a mirar por encima de la tormenta. Quédate en la cama, hija, le habría dicho, y mañana comerás puñetazos porque no habrá otra cosa. -Me voy, Pablo –se despide Ángela-. Si llaman, di que estoy en el bar. Luego te veo. Pablo es su gato siamés, el regalo de cumpleaños de su amiga Luisa, que también se cree muy lista. Por eso le ha engordado tanto la barriga en unos meses, por lista, por sabia, por espabilada. En la calle, que hoy es fría como un desengaño, la gente la mira dos veces. La muchacha va envuelta en un abrigo que le cae grande, con las solapas levantadas. Las manos no se le ven, tampoco los pies, y la bufanda le cubre el rostro hasta las cejas. Camina dando tumbos como una momia despistada, calle abajo, con su fiebre y sus prisas nuevas de camarera. Los semáforos se han multiplicado y le dicen dos veces que puede pasar, o que ahora no puede, o que puede pero no puede. Y los coches son más coches que otros días, y los perros han hecho dos veces lo que hacen siempre, y los dueños, que se creen muy listos, también han hecho lo de siempre. Ahí voy, hecha una momia, se dice, y se ríe, porque si llora estropea el maquillaje, y el maquillaje es muy caro. -Buenos días, Ángela. Vaya cara que traes, niña. ¿Estás con gripe? Date prisa y cámbiate, que mira cómo tengo la barra. Tómate una aspirina. La muchacha mira la barra para ver cómo la tiene, y lo que ve no le gusta demasiado, porque ve a su padre, lo ve muchas veces, a su padre junto a su padre, a su padre al lado de otros padres, todos juntos, todos el mismo, todos bebiendo de la copa y sonriendo con estupidez, todos muriéndose en la copa. Y ella, que se indigna y enseguida le trepan los demonios por el cuerpo, se acerca a todos ellos y les dice que son muy listos, que son muy sabios, que son muy espabilados, que por eso se despeñan en las barras de los bares, que si mañana comemos puñetazos es lo de menos, que para ellos lo importante es esconderse de la vida en un vaso. Y les grita que son tan cobardes como un perro flaco. -Lo siento, Rosa –se disculpa con la dueña-. Me salió del alma. Del alma le ha salido, y es bien cierto. Aunque tarde.
0 Comentarios
Se muere viejo y solo1/10/2020 A Gustavo cada vez lo asusta más el paso del tiempo. Ocurre todas las mañanas, a la hora del desayuno. Lo oye caminar, más allá de las cortinas, despacio, muy cerca de su ventana, acariciando la reja, fingiendo disimulos mordaces. La magdalena queda suspendida en el aire un instante, temblando en su mano, mientras el tiempo pasa, cada mañana, mientras se ríe de él, mientras se aleja. Gustavo está solo, tan solo que a veces no se encuentra en el espejo. Su sombra lo ha abandonado; esa silueta desgarbada que antes se proyectaba en las paredes se ha esfumado con el ocaso de ayer. Las persianas están bajadas; aprendió a escurrirse a ciegas por la casa, a transitar sus breves recorridos sin levantar tropiezos. En el armario de la cocina hay dos cajones: en uno guarda el cuchillo con el que jamás tuvo el valor de herirse las muñecas; en el otro, tres recuerdos de infancia, una fotografía de su madre y una carta de despedida de su mujer: Querido Gustavo: Te dejo. Preferiría morirme otro día, más tarde, pues aún me seduce el alba del otoño y escuchar la lluvia en el tejado, pero hoy he visto a las amapolas sangrando en el campo, y sé que ha sido por mí. El sol que ahora se esconde apenas me ha templado el alma. Es mi hora. Te dejo sin querer, sin propósito. Me alejo esta noche, me muero de ti esta noche. Adiós. Gustavo relee la carta cada madrugada, aprovechando que el reloj está dormido. Con la luz de un fósforo ilumina el papel, y con la yema de un dedo riza las letras delicadamente. Todavía desprenden las palabras el perfume de melocotón, que le arruga los ojos. Gustavo se muere viejo y solo, tan solo que a veces los ratones, ignorando su presencia, le arrebatan la magdalena de la mano. Pero mañana saldrá a la calle a recibir al tiempo, cuando pase. Mañana perderá el miedo y saldrá a la calle a enfrentarse al tiempo, cuando pase frente a su ventana. Así lo ha prometido. Viajar16/9/2020 Es medianoche. Cualquier pretexto es válido, cualquiera; únicamente necesito proponérmelo y saltar desde la ventana de esta casa. Cualquier excusa es bienvenida. Y me arrojo a los brazos abiertos del mar en calma que es la noche. No quiero muerte, quiero viajar. No pretendo la muerte, solo un paseo. Anhelo descubrir ese camino oculto que tanto tiempo permaneció de espaldas a mis sueños. Me arrojo, salto sobre las calles, sobre la gente. Hay vértigo, y miedo. Pero también hay curiosidad, y no soy un cobarde. Olvidé quitarme el pijama. Tal vez los demás se rían de mi aspecto: un viajero volador con decenas de perritos estampados en los pantalones y en la camisa. Tienen derecho a reírse. Aunque mi profesora de naturaleza no lo hace. Me mira y sonríe, y se cubre la boca después, pero no se burla. Qué seria ha sido siempre; incluso sonriendo. Y cuánto la quise, cuánto me enamoré de ella en el pupitre, cuánto la abracé en mis noches. Adiós, Susana. Nos vemos. Quería casarme contigo, ¿lo sabías? ¿Te imaginas? Doña Susana, ¿le importaría casarse conmigo? Y ¿qué habría pasado? ¿Qué habrías dicho tú? Vuelve a tu sitio, anda. Se lo digo en serio. Hablamos en el tiempo de recreo. Vuelve a tu sitio. Adiós, Susana. Nadie se ríe. Es extraño: lo último que habría esperado es este acogimiento. Hay gente reunida en la calle, hay gente en las ventanas. Miran, pero no se ríen de mi camisa. Ahí está Alberto, el mejor de mis amigos de esa broma que llaman infancia. ¿Cómo te va, chaval? Pareces preocupado. ¿Es por mí? No, no es por mí. Es por el miedo; no has logrado ahuyentarlo. Ya hace una eternidad que el cáncer te llevó y aún estás asustado. Tu madre cree que duermes en casa todavía, ¿sabes? La pobrecilla no se da cuenta de que murió contigo. ¿Has visto qué pijama tan ridículo? Es un regalo. Los regalos son para lucirlos, Alberto. La ética y esas cosas. No te perdiste nada, majo. Este mundo está lleno de dolor. Lo peor es el miedo, ¿verdad? El miedo a hacer el viaje, el viaje sin maletas, sin programación, sin consentimiento. Yo también tengo miedo, por qué voy a negarlo. Aunque no soy un cobarde. Me gusta volar, y es curioso porque siempre tuve vértigo. Adiós, señores. Cuánta gente. Da vergüenza sentirse tan observado. Mira, ahí está mi abuelo. Menuda pieza estaba hecho. Y mi tía. Y esos chicos que se perdieron en la montaña, y el pobre de Jesús, que se creía superman, y la ancianita de la tienda, y el marido de Lucía, y otros a quienes no conozco. Adiós. Pero no me miréis así, yo solo voy de paseo, solo voy de viaje. Lo mío es un capricho, poca cosa. Tenía ganas de viajar. Solo eso. Porque hay cosas en este mundo de locos que aún no quiero echar de menos. El poeta16/6/2020 En las puertas del cielo, hay un ángel gordito y pamposado que bosteza nubecillas de colores. Es el encargado de anunciar las llegadas. Es, también, ese que ayuda con las maletas y enseña el camino a la habitación. Por una propina sería capaz de dar la bienvenida a alguien con trompeta y platillos. Bosteza colores y se hurga en los oídos; una vez, hurgando y hurgando halló una moneda. Es tan perezoso que, cuando duerme, ni siquiera ronca. Aquel domingo de diciembre, el ángel gordito estaba echando una cabezada en el portal del cielo, como era su costumbre. Antonio, al llegar, encontró al ángel hecho un ovillo sobre la silla de mimbre, soplando zetas azules. No lo despertó, pues caminó de puntillas, y, al pasar junto a él, le dejó un poema en el regazo. Más allá del portal, a Antonio lo aguardaban los dulces y el cava, el confeti rebelde y las luces traviesas de fiesta. La Navidad es tiempo de reunión con los seres queridos, dicen, es momento de abrazos y de anudar nostalgias, y de partir un beso, y Pilar se había vestido con su mejor sonrisa. -Llegas tarde, bobo. -Lo siento –se disculpó él-. Me entretuve escribiéndote poesía. No es el amor, sino el amar la vida, recita el angelillo holgazán, con lengua torpe, lo que hace humano al hombre y le permite hundir su plenitud en quien se sueña. El ángel gordito entiende poco de poesía, pero disfruta releyendo aquellas palabras ensortijadas. Es el regalo de Navidad más extraño que jamás ha recibido. Y el más hermoso. Se confunde con las letras porque Antonio las peinó con rizos. Amar es comprender que falta un mundo para dar en el centro del amor que llevo dentro. El angelillo perezoso anuncia, en las puertas del cielo, que está contento. Ha descuidado su oficio y, en lugar de propinas, recibe ahora reproches del jefe. Está contento porque las cosas han cambiado ahí arriba. La semana pasada se compró un lapicero y un cuaderno. Hoy es miércoles, y el ángel gordito no está en la puerta. Apoyado en el muro, un cartoncillo reza: Vuelvo enseguida. -¿Adónde ha ido? -Se fue a escuchar al poeta. Quiere ser como él. La Navidad que ve un copo de nieve5/6/2020 Empujado por un viento que corta en filetes la noche, el copo desciende lentamente hacia la ciudad. Por el camino, el copo se estremece y estornuda; además de vértigo, tiene frío. Una lengua invisible de aire lo atrapa, lo revuelve en una espiral y lo impulsa contra la ventana de un edificio muy alto. El copo se posa un instante en el alféizar y observa, al otro lado del cristal, a un niño pelirrojo que llora desconsolado porque no encuentra, entre un montón de paquetes, el regalo que tanto ansiaba, el juguete que había esperado con euforia. Los demás regalos no le importan, los rechaza, se ensaña a patadas con ellos. El copo tirita de frío y se desliza desde el alféizar, y desciende un poco más. El viento travieso juega con él; le tira del cabello y le araña las mejillas blancas, lo sacude a un lado y a otro, no lo deja en paz un momento. Ha vuelto a arrojarlo contra una ventana. Una niña rubia, sentada a la mesa de un saloncito estrecho y abrazada a su muñeca, se atraganta obstinada con el turrón y los dulces. Sus padres, al fondo, se gritan furiosos y hacen aspavientos, y se lanzan las botellas de sidra, y se golpean en la cabeza con las bolas del árbol de Navidad, y solo cuando la niña se vuelve morada y tose, advierten su presencia y la auxilian. El copo tirita, tirita con violencia. Qué noche tan fría, diantres. Menudo temporal. Quién tuviera una bufanda. Da un saltito y desciende de nuevo. Casi ha alcanzado la calle. El viento ha perdido su fuerza; ya sopla con desgana. El copo gira sobre sí mismo y aterriza despacio sobre unas cajas de cartón. Es injusto, ¿no? La gente se ha quedado en sus casas, abriendo paquetes, comiendo dulces, y él estornuda en la calle, y mañana se habrá deshecho, cuando salga el sol. De pronto, oye un ruido, unas voces. Anda, qué sorpresa, si hay alguien dentro de esas cajas de cartón. El copo, que es muy curioso, se asoma por un hueco y descubre a un niño y a su madre abrazados bajo una manta roja. Y, como es Navidad, ese niño también recibe unos regalos: un gorro de lana y un beso. Reflexiones de alguien muy delgado6/5/2020 Nací y me crié, casi invisible, a la sombra de su risa y de su mal humor, y caminé sin tregua alrededor de su cuerpo, regalándole unos suspiros que me fueron robados, y la abarqué sin brazos, y la acaricié sin manos, y la besé sin labios. Nací y me crié a la sombra de su amor, que me fue arrebatado, y tropecé mil veces en ella, y le causé dolor, y me bañó con sangre, y me maldijo. Ahora, cuando la veo despertar, cada mañana, cuando la veo amanecer con ese gesto enojado de niña consentida, la maldigo yo, la maldigo desde mi destierro, la maldigo con ahogo por haberme arrancado de su lado, por haberme confinado a mi caja, maldita niña malcriada, maldita criatura adorable. He conocido manos más dulces que las suyas, más diestras, más cariñosas, más cálidas y atentas que las suyas, he disfrutado de un halago espontáneo, impensable en ella, he sentido la presión de unas yemas mil veces más suaves y delicadas que las suyas, más humanas que las suyas, pero no me conforta, porque es su torpeza y su desdén lo que añoro, porque es su desaire lo que imploro, cuya ausencia me condena. Maldita niña mimada, malditos ojos de ángel travieso y maldito su mirar de tormenta, maldita risa de caramelo, malditos labios de primavera, maldito caminar de marejada, maldito su aliento de vida, que tanto me falta, que tanto me ha quitado. Maldita seas por ser lejana, maldita seas porque me rindes, porque me mueres. La inercia en mi caja es mayor sin ti, es más fría y más de acero. La compañía de las otras no consuela. Ya no hay caricia que compense un poco, ya no hay rumor de pájaros en la ventana, ya no hay murmullos alegres de lluvia, ni vientos silbando fiesta, ya no hay aromas a domingo en la habitación, no en mi caja. Estúpida criatura ingrata, estúpida criatura de hielo y de brumas. Estúpida e insensible juventud. Escaparé de mi caja, algún día, y me perderé en el pajar para que nunca me encuentres. María14/4/2020 Como llovía, se refugió en la marquesina de la parada. Y allí, sentada y en silencio, mientras esperaba el autobús, descubrió por azar que su vida iba a desencajarse. Porque vio pasar a su marido en un coche oscuro, sonriendo, y a una mujer, en el mismo coche, que abrazaba a su marido igual que lo había hecho ella años atrás, al conocerse. Como llovía, caminó deprisa, sorteando los charcos. Se dijo que no lloraría, se prometió que no lo haría. Quizá más tarde, pero no allí, no en la calle. Y cada paso que dio, cada golpe de tacón en el suelo, le recordó que no era, que nunca había sido una mujer fuerte. Y antes de alcanzar la esquina, las piernas le fallaron y la arrojaron al suelo. Como llovía, tenía las mejillas mojadas, y ni ella misma reparó en que había faltado a su promesa. Alguien la recogió del suelo y la condujo a un lugar seco. Le quitaron los zapatos y le prestaron una toalla limpia. Le ofrecieron un café muy caliente y un asiento junto a una ventana. María, mírame. ¿Qué ha pasado? ¿Estás enferma? ¿Ha sido él? ¿Ha sido por él? María, estoy aquí. Estoy contigo. Como llovía, le pidieron por favor que no se marchara, que aguardara a que mejorase el tiempo. Estaba en una cafetería discreta del centro, sentada junto a una ventana muy amplia. Tenía los pies descalzos y una lágrima escondida bajo el mentón. Habían sido muy amables con ella. Le preguntaron si había resbalado, y ella respondió que sí, que habían sido los zapatos. Como llovía, le dieron un paraguas. Ella no quiso aceptarlo, pero insistieron. Le dijeron que era una mujer preciosa y que no debía llorar. Se marchó, agradecida. Y caminó deprisa, sorteando los charcos. María, mírame. ¿Qué ocurre? ¿Estás enferma? ¿Ha sido él? ¿Has vuelto a verlo pasar frente a la parada? ¿Has vuelto a ver el coche oscuro? Estoy aquí, María. Estoy contigo. Estoy aquí. Noche fría9/4/2020 Con lo que sobró de un beso se ha hecho un sombrero, y con él pasea por la calle, tan orgulloso como el día en que su madre le regaló su primera bicicleta. Tiene un tigre en la tripa que ruge con impaciencia, pidiendo pan, y un oso en el jersey que mira de soslayo a los viandantes. Con lo que sobró de una cena, cena él. En los cubos de basura encuentra cosas que jamás habría imaginado. En América, las tapaderas de los cubos son como los platillos de una orquesta; lo ha visto en las películas. Pero en lo que queda de su España grande y libre, los cubos de basura tienen tapadera articulada, igual que los retretes. Y el mismo olor. Y en ellos encuentra cosas muy valiosas: una bolsa de viaje, un melocotón, un lapicero, un periódico… Al tigre de su tripa le basta con morder el melocotón. Al oso del jersey le basta el lapicero. Y a él, a nuestro vagabundo, le basta con que a ellos les baste. Donde hay dos sonrisas, puede haber tres. Frío, niebla de invierno somnoliento y sonrisas, tres sonrisas, que son más que dos y menos que mañana, o algo así. Con lo que sobró de una tertulia callejera se ha hecho una bufanda. Ya no le corta el viento la cara, menos mal. Menuda noche destemplada. Mira, ahí está Eva, la hija del peluquero. Cada vez que sale a la calle, la ciudad se embellece. Es como un adorno de navidad, como un farolillo de verbena. Al oso de su jersey se le encienden los ojos de rubor. Y a él también, pero los gira hacia arriba y los esconde. Ahí se acerca la muchacha. Que viene, que viene. -Buenas noches, guapa –le dice. Nada, ella no escucha. -Abrígate, Eva, que hace frío. Ella no habla con indigentes. Ni siquiera los ve. Camina con la arrogancia que otorga el estómago lleno. Lleva prisa. Ha quedado. Tiene un novio en la esquina, aguardando. El novio tiene coche y medio, y ganas de verla, como cualquiera. La recibe con brazos abiertos y ojos encendidos de rubor, igual que el osito del jersey del vagabundo, y la muchacha se cuela entre los brazos como un regalo. Se van. Se han ido. Abrígate, niña, que no es noche de andar destapada. Con lo que sobró del abrazo, se abriga él. Duerme el tigre de la tripa, está roncando. Es hora de mullir los cartones. Mañana será otro día. Mañana habrá nieve; lo ha visto en la tele del escaparate. Al vagabundo le gusta la nieve porque no hace daño, porque cae despacio, igual que los besos de una madre. Se adormece, suspira. Con lo que sobra de los recuerdos de una vida, vive él. A un paso30/3/2020 Las gotas de lluvia murmuran palabras, y es francamente pasmoso descubrir, como yo hago, como hago yo ahora, que son para mí. Las palabras. Agua de lluvia formando frases sin sentido. Un susurro continuo a cada paso. Y son para mí. Y es francamente pasmoso descubrir, como yo hago, como hago yo ahora, que no carecen de sentido. Las frases. Las que escribe la lluvia. No quiero hablar con ella. No quiero hablar con este día gris. Si me pregunta por ti, que lo hará, mentiré. Como otras veces. Cuando pregunte por ti, que hoy lo hará, le diré que estoy dormido. Nubes oscuras de puños apretados, dejadme en paz, que estoy dormido. Llueves tú, día melancólico y tramposo, pero no yo. Yo no quiero. No quiero hablar contigo ni llover, hoy no seré tormenta. A un paso estoy de convertirme en agua, pero no quiero. Por eso, si preguntas por ella, que lo harás, te estamparé una mentira. El aliento se me agota en la parada del autobús. Se me desvanece el paso y, como hay gente, finjo que compruebo la hora. Como si importara dónde se hallan las agujas del reloj, como si eso importara hoy un poco. Hay un espejo en el suelo, enorme, del tamaño de cualquiera de tus recuerdos, que vibra con cada gota de esta lluvia tozuda. Y es francamente pasmoso descubrir, como yo hago, como hago yo ahora, que está reflejando mi locura. El espejo. Y no sólo aquél; también los otros. Porque hay cientos. Espejos vibrantes de agua sucia, aquí y allá, dondequiera que miro, mostrando que de mis mejillas cuelga una locura. Y es francamente pasmoso descubrir, como yo hago, como hago yo ahora, que no es tal, sino angustia. La locura. No es tal, sino angustia. La que muestra el espejo. No quiero enfrentarme a él, no quiero hablar con el reflejo de agua sucia. Si me pregunta por ti, que lo hará, que lo está haciendo, le arrojaré una mentira. Como otras veces. Cuando pregunte por ti, que hoy lo hará, que ya lo está haciendo, le diré que estoy dormido. Déjame en paz, que estoy dormido. A un paso estoy de rendirme, pero no quiero. Detrás de todo3/3/2020 Hay un paisaje de verdes, de agua fría y de ojos tuyos en el hueco de la memoria. Y detrás, más allá del lienzo falso, hay una melodía que no entiendo. Hay un paisaje de almendros, de caricias lentas y de labios tuyos en el hueco de la memoria. Y detrás, más allá de los colores fingidos, hay un murmullo que no entiendo. Mira, ha venido a verte una nube, han venido a verte las agujas del reloj, han venido a saber de ti, a preguntar cómo estás. Mañana se irán con las manos vacías, pero hoy, mientras tanto, habré de esforzarme en componer la patraña de siempre. Y si algo los inquieta, si los angustia el velo transparente del disimulo, de este áspero engaño, buscaré una sonrisa en el armario y la colgaré de los ojos. Porque han venido a verte, otra vez, y el viaje ha sido largo. Porque han venido a saber de ti y no merecen mala cara. Detrás del sueño hay un sendero de hielo y de margaritas deshojadas, detrás de la calma hay un susurro de pasos y de noche amargamente oscura, detrás del viento hay niebla azul. Detrás del tiempo hay más tiempo, hay más locura. Detrás del espejo hay una herida. Detrás de las manos que abrazo hay una mueca de espanto, hay un dolor pálido, desmaquillado. Detrás de la lluvia hay una sombra quieta, hay una figura inmóvil, hay un deseo. Detrás de un simple beso hay un gemido agrio y desnudo. Detrás de la náusea hay un motivo. Mira, ha venido a verte el gusano de la manzana, han venido a verte las teclas negras del piano, han venido a saber de ti, a preguntar cómo estás. Mañana se habrán ido. Pero hoy, mientras tanto, tendré que esforzarme, tendré que servir café y hablar de cuánto hemos cambiado, de cuántas ojeras tiene ahora el atardecer. Mañana se irán, y el viaje será largo. Tendré que hacer más café y mojar en él un gesto amable. Hay un paisaje de ocres, de riachuelos ruidosos y de ojos tuyos en el hueco de la memoria. Y detrás, más allá del cristal invertido, hay un silbido perpetuo, alguien que me llama. Hay un paisaje de olmos, de ternura lenta y de labios tuyos en el hueco de la memoria. Y detrás, más allá del adorno artificioso, hay una alegría silente, hay una dicha extraña que no comprendo. Asomado al abismo20/1/2020 Hace frío, hiere el viento en las mejillas. Hiere el viento esta noche, Javier, como si eso importara. Abajo hay gente que mira, curiosa. La gente no duerme en las ciudades. ¿Dónde está Sandra? Sandra sabe a nata, a crema tostada, y su nombre es de turrón, su nombre sabe a turrón, y a trufas, y su recuerdo es de fresa, ¿no es eso? Su recuerdo es fresa, y miel, y nueces. Su recuerdo hiere, Javier. La noche más fría, amigo, la noche más amarga, la que más duele, la noche más oscura, una noche de metal, de acero, una noche de recuerdos que torturan, una noche que no acaba, que no te deja ir ni te lleva, una noche de luces tímidas, de nubes tímidas que se esconden, que no quieren mirar, Javier. Y lo peor, amigo mío, es que ya no hay más noches con Sandra. Ya no hay noches, muchacho. No hay Sandra, no hay colores. ¿A qué sabe, te acuerdas? A nata, a nata y a crema, ¿no es cierto? Esta vida son dos días, Javier, ¿verdad que sí, hijo? Has oído esa frase tantas veces que te aburre valorar el sentido. ¿Y qué se puede hacer ahora? Porque la vida han sido dos días, y no hay más. No hay más noches, campeón. Dos días. Y el viento se ríe de ti, ¿te has fijado? El viento se ríe de tu vacío, muchacho, porque al viento no lo inquietan las paradojas. Dos días, una vida con aroma a fresa, una vida con textura de mazapán y, de pronto, un infierno, un desierto sin colores, las horas que se vuelven de goma y se estiran, y los recuerdos que se enredan en la ropa, y las noches son frías, son de hielo, son oscuras, y envenenan, y duele, ¿te duele, verdad?, y llorar no tiene sentido, llorar es un desahogo pasajero, como beber un trago. Hay una voz siempre a tu lado, Javier, una voz de terciopelo, en la almohada, pero está sola, como tú. ¿La oyes? Ve con ella, no seas tonto. La echas de menos. ¿Cuánto? ¿Podrías contarme cuánto? ¿Cuánto puede echarse de menos a alguien? ¿Y las heridas se cierran alguna vez? Dicen que está en un buen sitio. Dicen que está con él, con ése al que llaman todopoderoso, ése que no puede nada. Pide un deseo, Javier. Pídela, pide nata y crema, pide nueces. Pide un sueño, un sueño corto. En los sueños hay sabores, ¿te acuerdas? En los sueños la miel sabe a miel. Y los abrazos parecen de verdad. Y los besos. Pero ¿acaso es cierto que la gente no duerme en las ciudades? Con este viento que corta, qué locura, y con este frío. Mira toda esa gente. Están esperando a que saltes. Quieren verte caer para irse luego a la cama con el espanto grabado en los ojos, quieren contar a los suyos que la vida son dos días. Fingen alarma pero es mentira. No hagas caso. Te observan con preocupación, pero es mentira. Como si eso importara, Javier, ¿eh? Ve con ella, hijo. De todos modos, ya no quedan más noches. La noche y mi mentira16/1/2020 Si estuvieras cerca, te regalaría un cuento. Ya sé que es poco, pero es cuanto tengo. Si estuvieras cerca, te haría dueña de mi historia. Ya sé que es poca, pero es cuanto tengo. Te descolgaría una nube pequeña para que la usaras como almohadón, si estuvieras cerca, para que pudieras escucharme sin que se agotaran los músculos de tu sonrisa. Robaría tres hojas al olmo para acariciarte las mejillas, si estuvieras cerca, para que pudieras escucharme sin que se desvanecieran tus pupilas. Ya sé que es poco, pero es cuanto tengo. Si estuvieras cerca, fingiría estar perdido para poder hallar refugio en tu regazo. Fingiría haber llorado, si estuvieras cerca, para poder hallar consuelo en tu murmullo de seda. Pero la noche, que es de piedra y penumbra, me desbarata el ánimo y me recuerda que tu cercanía no es más que una mentira del corazón. Una mentira más. Pero la noche, que tiene ojos de hielo y sombra, me desfigura el ánimo y me recuerda que tu visita no es más que una mentira del corazón. Una mentira más. Y ya son muchas. Si estuvieras cerca, te regalaría los pétalos de un tulipán. Ya sé que es poco, pero es cuanto tengo. Si estuvieras cerca, te haría dueña de mi aventura. Ya sé que es poca, pero es cuanto tengo. Arrastraría hasta ti la ola que rompe en la playa, si estuvieras cerca, para que tus pies se desnudaran con la espuma. Robaría tres notas al piano y te arroparía con ellas, si estuvieras cerca, para que el terciopelo de una melodía te adornara el cabello. Ya sé que es poco, pero es cuanto tengo. Si estuvieras cerca, fingiría estar enfermo para poder hurtar un mimo a tus manos. Fingiría haber enloquecido, si estuvieras cerca, para poder hurtar un beso a tu cordura. Pero la noche, que es de hiel y acero afilado, me descompone el ánimo y me recuerda que tu presencia no es más que una mentira del corazón. Una mentira más. Y ya son muchas. Y es cuanto tengo. Gloria1/10/2019 Amaneció, y no era la primera vez. En el mundo de Gloria, amanecía cada mañana. A ella le había contado un pajarito que el sol jugaba al escondite por las tardes, que se ocultaba detrás de las montañas antes de que la luna lo descubriera y que no asomaba la cabeza en toda la noche por miedo a perder la partida. A Gloria le había contado el pajarito que una vez, hacía mucho tiempo, el cielo no había sido azul, sino blanco, que antes de raso y frío había sido una alfombra de terciopelo y algodón caliente, pero que una lluvia de meteoritos lo había hecho jirones, y que esos jirones, que ahora se llamaban nubes, despertaban cada mañana y trataban de hallar, entre bostezo y bostezo, la forma original del tapiz rompecabezas. Amaneció, y no era la primera vez que Gloria abría las ventanas y sonreía como una boba al sol más tímido del día. -Tú no te escondes de la luna para jugar, sino porque te da miedo –le dijo una mañana, y el sol arrugó la frente y le dio la espalda, enfadado. A Gloria le hacía mucha gracia que el sol cogiese una rabieta. No lo veía arrugar la frente, pero podía imaginarlo. El pajarito le había contado que el sol era un niño mimado y friolero que los días de invierno se quedaba holgazaneando en la cama, y que Dios intentaba despabilarlo arrojándole aguaceros y nieve, y soplándole fuerte, aunque casi siempre se salía con la suya. El pajarito también le dijo que, cuando el sol estaba de buen humor, se asomaba entre las nubes y dibujaba una bufanda de colores en mitad de la lluvia, y que no le importaba el riesgo de pillar un resfriado. Gloria nunca había visto la bufanda, pero podía imaginarla. El caso es que amaneció, y no era la primera vez que su madre la sorprendía en la ventana mirando el cielo. Su madre era el pajarito que le contaba todas aquellas cosas, y muchas veces, después de inventar historias para Gloria, se encerraba en su cuarto, igual que el sol, y escondía la cabeza en la almohada, igual que el sol, y lloraba un poco, como el sol, pero luego se armaba de valor y fingía una broma delante de su hija. Amaneció, y eso significaba que había pasado un día más, o que restaba uno menos, o que el sol se había hecho mayor, como Gloria, o que se acercaba el momento en que la muchacha dejaría de imaginar las cosas que le contaba el pajarito y que por fin podría verlas, porque a la madre de Gloria alguien le contó que un médico muy prestigioso era un mago de la cirugía, y que muchos niños habían logrado recuperar la vista. Josefa pasa hambre14/8/2019 Josefa, la vieja y famélica pianista, había tenido un canario. El animalillo le había hecho compañía durante varios meses. El animalillo, que respondía con orgullo al nombre de Mozart, había rellenado con sus dulces cánticos las tardes solitarias y amargas de Josefa. Pero el hambre lo puede todo, bien lo sabe ella. La semana pasada se merendó al músico después de debatirse en una tormentosa lucha consigo misma en la que acabó venciendo el instinto de supervivencia. Se zampó al canario sin reparos. Ahora lo lamenta. Lo lamenta porque los días siguen siendo tristes y no tiene quien le haga compañía. Lo lamenta porque el hambre sigue estando presente en su vida, retorciéndole las entrañas. De qué le sirvió comerse al pajarillo, se pregunta. Son las once de la mañana y no tiene nada que llevarse a la boca. Por el suelo, junto al zócalo, corretea una cucaracha muy flaca. Josefa la observa un instante y después mira para otro lado; no quiere ni pensarlo. Su marido, Basilio, está tumbado en el suelo de lo que antes fuera la cocina, con un ojo cerrado y el otro medio abierto, vigilando de soslayo el frigorífico. Le ha dicho a su mujer que el frigorífico tiene el pensamiento de huir de la casa. Él le ha garantizado que lo impedirá a toda costa, palabra de honor. Josefa, cuando lo oye delirar de este modo, ahoga un lamento en lo más profundo de su vientre. -Cariño -lo llama ahora. -Qué -responde Basilio. -No puedo más. -No puedes más de qué. -Me muero, Basilio. Me muero, te lo juro -dice ella, rota de desconsuelo. -Aguanta, mujer. -No puedo. -Sí puedes. Aguanta. Josefa llora tímidamente. Se cubre los ojos con una mano y baja el rostro. -No puedo, ya no... -murmura. -¿Por qué lloras, tonta? -El tono áspero de Basilio le pone los pelos de punta. Ella lo quiere, lo ama realmente, pero el pobre se ha vuelto tarambana. Su marido, por más que le duela admitirlo, está más chiflado que un becerro tuerto. -No lloro -dice, entre suspiros-. Es la emoción, cariño. -¿Qué emoción, mujer? -Hoy es nuestro aniversario. ¿Ya no te acuerdas? Basilio, que se pone muy violento con estas cosas, sale de la cocina y se dirige con paso firme y medido hacia el vestíbulo. Josefa lo contempla con desmayo. -¿Adónde vas? -le dice ella. Y él le miente: -A comprarte un regalo. Su tristeza26/7/2019 Estuvo llorando toda la noche. Cuando amaneció, las lágrimas cubrían la alfombra. Huyó de la almohada. Caminó a tientas, palpando las paredes, cegada por los recuerdos. Tropezó con los fragmentos usados de su dignidad y a punto estuvo de caer. Abrió el grifo, a tientas. Más lágrimas. Y con ellas se lavó la cara. Desde lo alto de la torre, el hombre le hacía gestos para que lo mirase, para que le prestara atención. Estoy aquí, le decía. Estoy aquí, princesa. Desde lo alto de la torre, lejano, diminuto, apenas un punto en el horizonte, apenas un borrón de tinta en una hoja enorme, vacía y blanca. Desayunó, a tientas. Dejó un rastro de mermelada por el pasillo de la casa, por el pasillo que forman las casas bajas, por el pasillo que forman los puestos del mercado. Vio a un niño sentado en el suelo, con las manos cubiertas de barro, con el rostro cubierto de inocencia. Le ofreció una sonrisa, pero el niño no pudo aceptarla. Lo siento, le dijo, no puedo aceptarla. Se alejó, a tientas. Desde lo alto de la torre, el hombre le hizo gestos para que lo mirase, para que le prestara atención. Me dejaré caer, le dijo. Estoy aquí, princesa. Desde lo alto de la torre, ajeno, minúsculo, apenas una brizna de hierba helada en un paisaje de invierno, apenas un borrón de tinta en su memoria, vacía y blanca. Quiso llorar, de nuevo. Su corazón, a tientas, se agitó con tristeza en el pecho. El sol de la tarde, indiferente, brincó entre los tejados sucios con descuido. La mujer huyó. Dejó un rastro afrutado de melancolía, de caramelos amargos. Esquivó a las personas sin rostro que aparecían en el camino, trató de sortear sus manos agarrotadas. La noche se reflejó en las ventanas y le desgarró el vestido. Huyó, se alejó de la torre, y se ocultó, a tientas, entre las sombras mudas de su tristeza. Archivos
Marzo 2024
Categorías
Todos
|