Relatos breves de una vida
El perro del vagabundo26/6/2021 El destino de cada hombre no siempre es exclusivo del que lo disfruta, o del que lo padece, sino que suele compartirse con alguien más: una mujer, un hijo, una hermana, un perro... Como, pongamos por ejemplo, el perro de este pobre hombre, o de este hombre pobre. El animal no tuvo nada que ver con la mala gestión de sus acciones, o con el descalabro de su empresa, otrora boyante, o con el continuado despilfarro de su dueño. El animal no dijo ni media palabra durante todos aquellos años de obnubilado y ciego comportamiento. El perro, qué culpa tuvo el angelito, asistió impasible a la caída vertiginosa de su amo en las finanzas. Tan impasible como ahora, que, sentado a medias en el portal de una casa vieja, muestra a los viandantes su porte orgulloso y jadeante, mientras aguarda con infinita paciencia y cariño a que su dueño acabe de rebuscar en los contenedores. El animal no entiende de pobrezas o de caprichos. Acaso, de frío o de humedad; no se duerme igual en la calle que en aquel lejano salón comedor, tan confortable como un jardín de algodón tibio. -Nada -dice el hombre. El perro se incorpora y se acerca a su amo. En el corazón del animal hay una sonrisa tan grande como la mansión en que antes vivía. -No hay nada, Gabi. Vámonos. El hombre echa a caminar y el perro lo acompaña, muy de cerca, procurándole su aliento. El animal tiene hambre y no sabe cuándo llegará el momento de comer alguna cosa. Por un hueso podría estar ladrando hasta enmudecer. Pero por una sonrisa de su dueño, podría maullar y volar como un pájaro.
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Veneno16/4/2021 Resulta muy complicado creerte. Noches enteras de ojos abiertos. Noches de cortinas oscuras que vigilan con sigilo y calma el horizonte de las calles, allá donde acaban, allá donde muere su repecho y se convierten en montaña pobre. Noches de cortinas quietas que patrullan por mí. Alguien viene, alguien se tambalea en mitad de la bruma, eres tú. Y no eres. Alguien baja la pendiente hiriendo con tacones de acero este silencio de seda, eres tú. Y no eres. Un destello en la pared del dormitorio, el reposo de mi pecho en mil pedazos, eres tú. Y no eres. Se puede hilar con veneno una trampa y servirla como una pasta de té. Se puede. Es la argucia de un corazón infectado. Y se puede morder esa galleta con ojos cerrados y alma ansiosa de fe, y morir después, y estar muerto sin saberlo. Se puede también. Es la inocencia de un corazón que camina a tientas entre espinos. Resulta muy complicado quererte. Tardes enteras de brazos abiertos. Tardes tibias de relojes cansados, de pianos descalzos, de vientos descaminados que se levantan con languidez, sin ánimo, con el ánimo de levantarme el ánimo marchito; tardes plomizas de pájaros mudos, de un sol que me mira fijamente sin querer mirarme, sin querer y sin quererme, que me juzga y se apiada, que me acusa y me condena, y que después me indulta; tardes difuntas de esperas sin fruto, de flores difuntas sin color, de mariposas torpes, de recorridos vagos, de murmullos arrugados; tardes intrusas de atardecer prematuro. Alguien baja la calle, eres tú. Y no eres. Se puede morir con tu veneno. Se puede. Yo puedo. Resulta muy complicado perderte. En un banco5/4/2021 Lo malo de estar muerto es que ya no hay remedio. Son pocas las cosas que uno puede hacer cuando se ha ido. Contemplarse a sí mismo es una de ellas, es una de esas pocas cosas que uno puede hacer. O pensar en el pasado. O recrearse en la muerte, en la soledad, en la inmovilidad. Lo malo de estar muerto es que ya no hay vuelta atrás, ya no hay reproches, no sirven. Los reproches nunca sirvieron para nada, y hoy tampoco ayudan. La brisa del jardín apenas me acaricia, se ha vuelto antipática. Este banco frío es antipático. Son muy pocas las cosas que uno puede hacer cuando se ha ido. Lamentarse es una de ellas, es una de esas pocas cosas que uno puede hacer. O sufrir. O recrearse en la indiferencia del tiempo. Son muy pocas las cosas que uno quiere hacer cuando se ha ido. Sonreír es una de ellas. O fingir, encoger los hombros y fingir que todo sigue, que todo está bien, que nada ha cambiado. Lo malo de estar muerto es que solo hay distancia. Entre el día y yo, entre los objetos y yo, entre la realidad y yo solo hay distancia. Entre tú y yo, ahora, solo hay distancia. El ruido lejano de la calle apenas me recuerda que ayer estuve aquí, el color de la hierba ya no me conmueve, la melodía triste del viento ya no me conmueve. Solo el dolor lo hace, y el dolor es mío. Me conmueve porque es mío. Estoy dejándome llevar. En algún rincón oscuro de la conciencia se ha abierto una ventana. Estoy permitiendo que los lazos hirientes de la culpa se anuden y me asfixien. Si pudieras verme… Te colmaría de orgullo examinar mi derrota. Estoy dejándome arrastrar. Si pudiera verte… En algún peldaño mellado de la soberbia se ha abierto una brecha. Estoy consintiendo que el aire se escape, estoy cediendo al vacío. Lo malo de estar muerto es que te he perdido. Apenas quedan cosas que uno pueda hacer cuando se ha ido. Añorarte es una de ellas, es una de esas cosas que apenas quedan. O mentirme. O empolvar los motivos del corazón, diseñar de nuevo el engaño y maquillar los latidos. O rendirme. Porque lo malo de estar muerto, lo peor de esta vigilia que no acaba es que te he perdido. Infiel12/1/2021 Contigo es nuevo. Las gotas de lluvia que me arroja este sol de ojos azules no me impiden contemplar tu ventana. No tengo intención de parpadear. Miraré tu ventana hasta caer desfallecido. Creo que son cinco los días que llevo de pie junto al buzón, bajo este sol llorón de ojos azules. Cinco los días, o quizá más, y cinco las veces que he compartido contigo la locura, o quizá más. Cuánto anhelo el temblor de las cortinas, la sombra y el carmín de tus manos en el cristal, el revuelo de tu blusa entornada. No tengo intención de parpadear. Miraré tu ventana hasta caer malherido. Contigo, ya lo sabes, es nuevo. Las gotas de lluvia que golpean el cristal no logran distraerme de ti. Sé que estás abajo, de pie junto al buzón que ayer alimentaron mis cartas. Pesa tanto en mis brazos el reproche que apenas puedo huir de esta cama. No alcanzo desde aquí a ver tu sonrisa, que ayer alimentó el latido tenue de mi corazón y convirtió mi aliento enfermo en un rugido. Son cinco o quizá más los días que tiene mi vida, y son cinco las veces que he caminado descalza contigo el lienzo de las pinturas, o quizá más. No tengo intención de dormir. Ocuparé las noches con el eco de tus manos hasta rendir tu recuerdo. Oigo pasos, pero no eres tú. Contigo, hoy estoy seguro, es nuevo. La lluvia que parpadea entre las luces del día moribundo no consigue alejar el temor con su belleza. Quiero ser fuerte para ignorar el fuego, para ignorar el metal frío que me acaricia el pecho como una seda maldita. No sé llorar. Sólo puedo contemplarte dormida en la cama y fingir que hoy nos conocimos. Cinco días me estrangula ya la sospecha, o quizá más, y cinco son ya los días que he vivido sin vida, o quizá más. No tengo intención de despertarte. Seré sigiloso en mi tortura para no perturbar tu descanso. Te besaré en la frente y, después, caeré malherido a los pies de tu cama. Sigilosamente malherido. Elena18/11/2020 Lo que sucedió fue que Emilio se había enamorado de Elena y que, por descuido, se alejó de ella. -Era la mujer de mi vida –murmuró, sintiéndose atormentadamente culpable. Pero Emilio no se resignó a la pérdida; la buscó por todas partes. Acudió a una comisaría: -Busco a una mujer. -¿Cómo es? -Hermosa. Tiene los ojos claros, más azules que el cielo y menos que el mar. Y su cabello es miel, y su piel es la de un melocotón, y su sonrisa no es de este mundo. -¿Cuándo la vio por última vez? -No lo sé. Acudió a una juguetería: -Estoy buscando a Elena –dijo. -Acabo de abrir y es usted el primer cliente –le informó el dueño-. No ha venido nadie por aquí. -Usted vende muñecas de porcelana. -Es cierto. -Elena debe de estar entre ellas. -¿Es una pieza de colección? -No lo sé. Acudió a una pastelería: -¿Ha visto usted a Elena? –le preguntó a la encargada. -¿Cómo es? -Dulce. Intensa y sutil como una trufa y hechicera como el caramelo. ¿La ha visto? -Creo que no. ¿Es una mujer? -No lo sé. Después de varios días de búsqueda infructuosa, Emilio bajó los brazos y se dirigió a su casa. Elena lo esperaba en el salón, malhumorada. -¿Dónde has estado? –le preguntó ella. -Por ahí. -¿Por qué no llamaste? -No lo sé. Tenía miedo. -Te he echado de menos, ¿sabes? -Y yo creí que te había perdido. A quien yo quiero19/10/2020 Quien yo persigo, por quien las yemas de estas torpes manos se tiñen de tinta azul cada mañana, por quien este torpe y descompasado corazón late febril; quien yo anhelo empeñado, por quien los últimos fragmentos de cordura marcharon sin portar equipaje, por quien este débil y melancólico suspiro se rasga, día tras día, con achaques moribundos. Quien yo quiero, a quien yo quiero. A ella, que adorna su desprecio con destellos suaves de luna. El mundo gira, y con él giran también mi deseo y mi desdicha. El mundo gira, con su dolor, su gente y sus vientos, y con él, muertos de miedo, mi deseo y mi desdicha. El mundo gira, vertiginoso y fugaz, alegre y descarado, ruidoso y encabritado, y con él, atrapados en su corriente, giran también, avergonzados, muertos de miedo, mi deseo y mi desdicha. Quien yo quiero, a quien yo quiero. Por quien esta vida de esperanzas, gota a gota, se desangra. A ella, que adorna su castigo con el castigo de su silencio. Y con destellos suaves de luna. Se muere viejo y solo1/10/2020 A Gustavo cada vez lo asusta más el paso del tiempo. Ocurre todas las mañanas, a la hora del desayuno. Lo oye caminar, más allá de las cortinas, despacio, muy cerca de su ventana, acariciando la reja, fingiendo disimulos mordaces. La magdalena queda suspendida en el aire un instante, temblando en su mano, mientras el tiempo pasa, cada mañana, mientras se ríe de él, mientras se aleja. Gustavo está solo, tan solo que a veces no se encuentra en el espejo. Su sombra lo ha abandonado; esa silueta desgarbada que antes se proyectaba en las paredes se ha esfumado con el ocaso de ayer. Las persianas están bajadas; aprendió a escurrirse a ciegas por la casa, a transitar sus breves recorridos sin levantar tropiezos. En el armario de la cocina hay dos cajones: en uno guarda el cuchillo con el que jamás tuvo el valor de herirse las muñecas; en el otro, tres recuerdos de infancia, una fotografía de su madre y una carta de despedida de su mujer: Querido Gustavo: Te dejo. Preferiría morirme otro día, más tarde, pues aún me seduce el alba del otoño y escuchar la lluvia en el tejado, pero hoy he visto a las amapolas sangrando en el campo, y sé que ha sido por mí. El sol que ahora se esconde apenas me ha templado el alma. Es mi hora. Te dejo sin querer, sin propósito. Me alejo esta noche, me muero de ti esta noche. Adiós. Gustavo relee la carta cada madrugada, aprovechando que el reloj está dormido. Con la luz de un fósforo ilumina el papel, y con la yema de un dedo riza las letras delicadamente. Todavía desprenden las palabras el perfume de melocotón, que le arruga los ojos. Gustavo se muere viejo y solo, tan solo que a veces los ratones, ignorando su presencia, le arrebatan la magdalena de la mano. Pero mañana saldrá a la calle a recibir al tiempo, cuando pase. Mañana perderá el miedo y saldrá a la calle a enfrentarse al tiempo, cuando pase frente a su ventana. Así lo ha prometido. La frontera1/9/2020 Hay personas que pueden verla. Es una barrera transparente que recorre las calles, que sube escaleras en silencio y se cuela en las casas. Es un muro de apariencia frágil que bordea los parques y serpentea entre la gente. La frontera es muda e invisible, es una espiral de papel, a veces, que trepa montañas y se encarama en la copa de un árbol. Es un cordón grueso de terciopelo que divide el mundo en dos mitades. En los días de ocaso suave, en esos días en que las nubes del oeste se tiñen de melocotón, las personas pueden verla. Dicen que es como un espejo de reflejos débiles, como una pared de cristal desvaído que forma curvas blandas y que luego se estrecha y desaparece por el hueco de la ventana. Dicen, los que la han visto, que separa el mundo, que dibuja un límite en el suelo, que se manifiesta aleatoria e imprecisa. Dicen, también, que puede acariciarse con los dedos y que es tibia. Agustín la ha visto. Cuenta que estaba leyendo el periódico junto a la mesita del teléfono y que vio la frontera, que se iluminó débilmente en mitad del salón. Cuenta que su mujer se hallaba al otro lado del muro transparente y que se sorprendió tanto como él, que ninguno supo qué hacer, o qué decir, que se miraron a través de la barrera encogidos de hombros, que se asustaron y que después rieron como niños. La frontera se deshizo más tarde, cuenta Agustín, igual que el humo de un cigarrillo, y él trató de retener una nubecilla de esa niebla en el hueco de sus manos, pero se desvaneció por completo. Su ocaso, el de aquella tarde mágica, no era de melocotón, sino de violetas moribundas. Agustín dice que ahora se sienta cada día junto a la mesita del teléfono, con el periódico abierto, y que ya no lee las noticias, aunque lo finge, y que el periódico se ha estancado en la actualidad de entonces, y que sólo aguarda a que el muro aparezca de nuevo. Dice que lo desea con la ilusión de una noche de Reyes Magos. Dice que ver la barrera fue lo más hermoso que ha ocurrido en su vida, que vuelve a tener ganas de levantarse cada mañana, que el vacío ha dejado de ser grande. Yo no le creo. Sospecho que es su forma de soportar el dolor. Se ha inventado una excusa para seguir viviendo. Por muchos años que hayan transcurrido, la herida de su corazón continúa abierta. Agustín se ha inventado un pretexto para sonreír. Bendita sea esa frontera imaginaria. Ojalá se ilumine otra vez. Ojalá lo haga mañana. Ojalá vuelva a encontrar a su mujer al otro lado. En un sueño14/7/2020 Ayer soñé contigo. Te vi al doblar una esquina, mientras paseaba. En los sueños, ya lo sabes, los escenarios se entremezclan: caminaba por mi barrio con las manos en los bolsillos de un pantalón oscuro, cabizbajo, y, al cruzar la calle, sin mirar, me topé con los setos de tu jardín. Consciente de la irrealidad, avancé despacio por la acera y aspiré tu perfume. Te vi al doblar aquella esquina; me aguardabas con esa paciencia que tanto desconcierta. Estabas sentada en el borde de una cama desconocida, en un dormitorio extraño. Ayer soñé contigo, soñé que la ciudad callaba un instante, que el viento abría los labios y me empujaba con un soplo a esa cama desconocida. Estabas tan hermosa... Un hombre se interpuso entre nosotros y deseé gritarle que se fuera, que no rasgara nuestra intimidad, pero tú cerraste mis labios con un dedo que sabía a caramelo y pediste al hombre que trajera champán. El dormitorio extraño era el salón de un restaurante vacío, amenazante, un salón espacioso sin más mesas que la nuestra, sin más sillas que la tuya. Permanecí de pie, mirándote. El hombre se había marchado, aunque enseguida surgió de la nada y sirvió el champán. Tiene gracia, solo bebo champán en los sueños. Alcé la copa y me la llevé a los labios, pero no era la copa sino tus dedos. Los besé, bebí el caramelo. Ayer te hallé en un sueño y abracé tu cuerpo con tanta fuerza que pude sentir el dolor de la ausencia. Cuánto me enferma saber que solo fue un sueño. Te prometí lealtad, sometimiento, entrega... Te juré una eternidad que únicamente tiene cabida en la fantasía onírica de las noches. Se lo juré a tus ojos, que ya no eran tuyos, sino del hombre que servía el champán en unas copas de papel. Estabas bailando en el centro del salón sin mesas, y la espuma de las olas te acariciaba los pies desnudos. Celoso, arrebatado, te tomé en brazos y te aparté de la orilla, de ese océano envidioso que es el mundo, y te saqué de allí con prisas. En la calle no había calle, ni noche, y en mis brazos no había nada. Tú estabas al otro lado de un río, agitando la mano en el aire, despidiendo el sueño. Estabas apoyada en la baranda de tu terraza, o en la cubierta de un barco, o en el balcón de un hotel, sonriendo. Ahora me doy cuenta de que te quise, y cuánto me enferma saber que he perdido mi vida en un sueño, en un sueño que soñé ayer. El poeta16/6/2020 En las puertas del cielo, hay un ángel gordito y pamposado que bosteza nubecillas de colores. Es el encargado de anunciar las llegadas. Es, también, ese que ayuda con las maletas y enseña el camino a la habitación. Por una propina sería capaz de dar la bienvenida a alguien con trompeta y platillos. Bosteza colores y se hurga en los oídos; una vez, hurgando y hurgando halló una moneda. Es tan perezoso que, cuando duerme, ni siquiera ronca. Aquel domingo de diciembre, el ángel gordito estaba echando una cabezada en el portal del cielo, como era su costumbre. Antonio, al llegar, encontró al ángel hecho un ovillo sobre la silla de mimbre, soplando zetas azules. No lo despertó, pues caminó de puntillas, y, al pasar junto a él, le dejó un poema en el regazo. Más allá del portal, a Antonio lo aguardaban los dulces y el cava, el confeti rebelde y las luces traviesas de fiesta. La Navidad es tiempo de reunión con los seres queridos, dicen, es momento de abrazos y de anudar nostalgias, y de partir un beso, y Pilar se había vestido con su mejor sonrisa. -Llegas tarde, bobo. -Lo siento –se disculpó él-. Me entretuve escribiéndote poesía. No es el amor, sino el amar la vida, recita el angelillo holgazán, con lengua torpe, lo que hace humano al hombre y le permite hundir su plenitud en quien se sueña. El ángel gordito entiende poco de poesía, pero disfruta releyendo aquellas palabras ensortijadas. Es el regalo de Navidad más extraño que jamás ha recibido. Y el más hermoso. Se confunde con las letras porque Antonio las peinó con rizos. Amar es comprender que falta un mundo para dar en el centro del amor que llevo dentro. El angelillo perezoso anuncia, en las puertas del cielo, que está contento. Ha descuidado su oficio y, en lugar de propinas, recibe ahora reproches del jefe. Está contento porque las cosas han cambiado ahí arriba. La semana pasada se compró un lapicero y un cuaderno. Hoy es miércoles, y el ángel gordito no está en la puerta. Apoyado en el muro, un cartoncillo reza: Vuelvo enseguida. -¿Adónde ha ido? -Se fue a escuchar al poeta. Quiere ser como él. Calle vieja27/4/2020 Una vez, oí decir que la calle respira, que se duele, como nosotros, del frío y de los ruidos. Me pregunto si la calle sabrá algo de ella, si al verla pasar se inquieta, como yo. Me pregunto si la calle sabrá cosas de ella, si al recordarla caminando, como yo, se agita en el sueño. Me pregunto si la calle se siente sola, o si ahora, sólo ahora, no encuentra motivos para sonreírme. Calle vieja, que envidio tu abandono. Hoy no pude dormir y salí a recorrerte desde la ventana. Calle vieja, que me dueles. Hoy no pude soñar con ella y salí contigo a imaginarla. Calle vieja, que me conmueve tu descuido. Hoy no pude vivir sin ella y corrí a llorar en tu acera, y corrí a pedirte abrigo. Una vez, oí decir que la calle esconde un secreto, que tiene uno, como nosotros, y lo protege del frío y de los ruidos. Me pregunto si la calle sabrá cuánto hiere el tiempo, me pregunto si sabrá cuánto debilita la espera, y si ese secreto suyo, como a mí, le agrieta las manos de tanto ocultarlo. Me pregunto si la calle sabrá dónde nace el anhelo y en qué esquina muere, me pregunto si sabrá cuánto atormenta dar aliento y cariño a ese afán egoísta, me pregunto si sabrá cuánto, como a mí, puede llegar a consumir la vida. No sé si la calle se siente sola, o si ahora, sólo ahora, no encuentra una razón para sonreírme. Calle vieja, que codicio tu abandono. Hoy no logré dormir y salí a caminarte desde la ventana. Calle vieja, que me haces daño. Hoy no logré hallarla en ningún sueño y salí contigo a evocar su figura. Calle vieja, que me emociona tu olvido. Hoy no logré vivir sin ella y corrí a llorar en tus brazos, y corrí a pedirte abrigo. Calle vieja, que me guardas del miedo. Indiferencia21/4/2020 Se ríe de mí. La miro, le acaricio las mejillas con un soplo y camino sus párpados con un dedo que tiembla de miedo, y ella, entonces, se ríe de mí. Su desdén ciego es un desmayo gris que me va y viene por el cuerpo dejando un rastro de aliento pobre, un recorrido amargo y tambaleante que araña la sangre y traza un surco frío entre los huesos. Una espina verde atravesada en la garganta, un relámpago de hielo alojado en el corazón. La quiero, pero el calor de mi entusiasmo desfallece, con cada golpe de mar, en la orilla desnuda de su indiferencia. Me ahogo al toparme con sus ojos inquietos, me ahogo mil veces al toparme con el deseo de abarcar su pensamiento, tan ensortijado. Ella es terciopelo afrutado, es aroma de azúcar mudado en cristal oscuro, es un amanecer tibio en mitad del invierno, es la promesa de un beso fugaz detrás de las cortinas, es mi locura mudada en cristal oscuro. Es, si sonríe, toda una vida. Se burla de mí. Su descaro de niña impaciente está jugando con los jirones de mi calma. La divierte mi naufragio. La miro, le estremezco el cabello con un soplo y camino su pecho con un dedo que tiembla de pánico, y ella, entonces, se burla de mí. La miro, le desbarato los nudos de su vestido con un soplo y camino su vientre con un dedo que tiembla de terror, y ella, entonces, se burla de mí. La miro, y ella, que hoy lo significa todo, que a un tiempo es llanto y primavera, se ríe de mí. Y yo desfallezco, con cada golpe de mar, en la orilla desnuda de su indiferencia. La joven de verde18/3/2020 Apareció de pronto, de entre un revuelo de risas y aromas de primavera, y cogió prestado un corazón. El mío, que ahora late de puntillas, temeroso. Apareció de pronto, de entre un revuelo de recuerdos quebrados y aromas de viejas canciones, y cogió prestado un corazón. El mío, que ahora late de puntillas por ella, muerto de miedo. Apareció, de pronto, y dibujó nubes nuevas en un cielo nuevo. Y dibujó una vida nueva. La joven de verde traza un camino en la arena. Con cada uno de sus pasos, el futuro se deshoja. La joven de verde acaricia con los dedos las agujas del reloj, las detiene y las empuja, las sumerge en el estanque y las arroja después al vacío, y el futuro se deshoja. Mi futuro, que ahora late de puntillas, temeroso. La joven de verde traza un sendero en la arena. Con cada una de sus sonrisas, el pasado se enturbia. Acaricia con los dedos el llanto de un niño, lo consuela y lo acuna, lo sumerge en su quietud y lo envuelve después con sus besos, y el pasado se enturbia. Mi pasado, que ahora languidece atrapado en una bruma densa y gris. Y yo, muerto de miedo. Si pudiera, que no puedo, correría hacia el abismo. Si pudiera, embarcaría mis sueños en el antojo de un invierno de hielo y nieves frías, pero no puedo. Si pudiera, si quisiera, pero no quiero. Apareció de repente, de entre un revuelo de esperanza y aromas de medianoche, y cogió prestado un corazón. El mío, que ahora late descalzo y de puntillas, sonrojado. Apareció de repente, de entre un revuelo de ternuras marchitas y aromas de viejos cafés, y cogió prestado un corazón. El mío, que ahora late descalzo y de puntillas por ella, muerto de miedo. Apareció, de repente, y escribió versos nuevos en un mañana nuevo. Y escribió, para mí, una vida nueva. Si pudiera, que no puedo, navegaría hacia el más terrible de los abismos. Si pudiera, embarcaría mi ilusión en el antojo de un infierno de fuego y cristales rotos, pero no puedo. Si pudiera, si quisiera, pero no quiero. La joven de verde, con cada uno de sus pasos, desgarra el lienzo viejo de otras vidas y traza un camino en mi arena. Y yo, muerto de miedo. La hora de su salida25/2/2020 Se sienta y aguarda una tarde entera a que llegue el momento de verlo. El cielo la amenaza con lluvia, la amenaza con aguarle su fiesta breve de emociones, pero ella ignora las nubes de algodón inflado igual que ignora siempre los consejos de su abuela. Que el amor hace daño es algo que ya intuye; no necesita que nadie le repique en los oídos. También hace daño estar sola. Se sienta y aguarda una jornada entera a que llegue el instante. Se sienta en el borde de la acera, encogida, hecha un ovillo de deseos y de nervios, se sienta y dibuja en el cristal de sus ojos un beso. Y llora, qué boba. Llora porque el beso nunca llega, llora y se pone perdida de llanto. -Estás mojándote, niña –le dice un hombre-. ¿No ves que llueve? No responde, se enfurruña. Ni ve que llueve ni quiere verlo. No necesita que nadie... -...me repique en los oídos. -¿Qué dices? -Nada. Se encoge, ahora de frío, pero no se viste la chaqueta. Ella sabe que con la blusa luce más hermosa. Se lo ha dicho esa mañana el espejo. La chaqueta está en el suelo, hecha un nudo. La trajo por no escuchar a su abuela. Los mayores creen saberlo todo, que si abrígate que luego duele la garganta, que si ay si yo hubiese tenido tus oportunidades, que si el corazón se rompe sólo de mirarlo... Que se rompa. A ella le importa un pimiento. Ella lo que anhela es que llegue la noche para verlo salir del trabajo y ahogarse enamorada de pena. Se sienta cada día en la acera con ese fin, y lo demás puede esperar. Lo demás es secundario, como dice su padre. Sólo que su padre no habla de amor, sino de otras cosas. Se sienta cada día y aguarda una vida entera por verlo salir, por verlo un segundo y poder morirse en él de alegría. Cuando llega la magia, cuando la noche le regala el momento, la niña se muerde el miedo y aprieta los puños. El desmayo la tambalea mientras contempla al muchacho ajustarse el abrigo y despedirse en la calle de su jefe. Ella lo mira con fijeza, lo retiene en las pupilas con fuerza para llevárselo consigo a la almohada, cada gesto de él, cada suspiro. Si hay suerte esa noche, el chico cruzará con ella una mirada casual y la niña creerá que le arde el pecho, y la locura de una esperanza clandestina se le grabará a fuego en las mejillas. Y, si no hay suerte, si no la mira esa noche... -Si no hay suerte, se pinta –murmura la chiquilla. Es lo que siempre le repica su abuela en los oídos. Hubo20/2/2020 Un beso. El mejor. Sol de abril en cada rasgo. Un beso con cucharilla. Sol de abril en cada pupila tuya. Un beso breve, el más codiciado. Tanto tiempo deseándolo, tantas noches de sueño. Un beso. Sonreír demasiado me provocará ceguera. Hubo melodía y piano. Sol de abril en cada mejilla. Ciego por ti, por ti. Ayer te quise, hoy te adoro. Un beso pequeño. El que más enamora. Antes, una promesa. Me abrazo a las palabras, aunque me hagan daño. Queda carmín en la yema del dedo. Una promesa mojada en café, una merienda de gestos suaves, todos tuyos. Quizá mañana. Cuánta suerte en un día. Hubo ilusión. Te doy las gracias. Tal vez tú. Esperarte me provocará un infarto. Un sueño. Bendita vida. Antes, un encuentro fortuito. El azar hizo migas conmigo. Nos cruzamos tú y yo, hablamos, acabamos sentados. El camarero robó tu mirada un segundo y creí desmayarme. Hubo vértigo. Decidí regalarte el corazón. Es tuyo. He cubierto el hueco con una manzana. Soy frágil. Antes, una habitación vacía. Las dudas de siempre. Salir a la calle, salir a las calles. La hierba del jardín sin rocío. El paseo infinito, sin sentido, sin regalo. La calma oscura de la noche sin sujeciones, sin bordes. Hubo frío. Un murmullo venenoso bajo la almohada. Las nubes, brujas de algodón. Antes, otra persona. Otro anhelo. Una niñez. Otros colores. Pero hubo algo, no alcanzo a ver qué fue, que se empeñó en cambiarme el paso. Su corazón prestado27/1/2020 Baja cada mañana a escuchar el latido de su corazón. Se sienta junto a la puerta azul y la espera. Cuando ella pasa, acerca el oído con disimulo y lo percibe. Es un latido leve y fugaz, pero presente. Para él, es el latido de una realidad, es el sentido completo de una vida, de principio a fin. Cuando ella se aleja, acerca las manos con disimulo al nudo de la corbata y finge componerlo. Podrá soportar otro día sin ella. Hasta mañana. En ocasiones, el latido persigue al hombre hasta el trabajo y se le enreda en los zapatos, y lo hace tropezar con el café, y lo hace descuidar el teléfono, y lo hace olvidar el mediodía, y lo hace confundir el ocaso. En ocasiones, el latido persigue al hombre hasta su casa y se le enreda en los cabellos, y lo hace tropezar con la almohada, y lo hace descuidar la cena, y lo hace recordar que una vez dibujó una sonrisa en el espejo, y lo hace caer en la cuenta de que el tiempo, como el latido, se ha enredado en las cortinas. Cruza cada mañana, con su corazón prestado, frente a la puerta azul. Camina erguida, con paso fresco. Cuando el hombre acerca el oído con disimulo, ella percibe su anhelo. Es un ansia que le llega fugazmente, muy leve, pero presente. Para ella, es el anhelo pobre y huérfano de un hombre derrotado, es el vacío de una vida, de principio a fin. Cuando se aleja del portal, acerca las manos al cuello de su vestido y finge componerlo. Caminará, todavía erguida, hasta mezclarse entre la gente y el ruido de la calle. Y luego perderá el color de las mejillas y la arrastrará el desmayo. En ocasiones, el anhelo persigue a la mujer hasta el trabajo y se le enreda en los tacones, y la hace tropezar con los libros, y la hace descuidar a los niños, y la hace olvidar el mediodía, y la hace confundir el atardecer. En ocasiones, el anhelo persigue a la mujer hasta su casa y se le enreda en los cabellos, y la hace tropezar con las flores del recibidor, y la hace descuidar la cena, y la hace recordar que una vez extravió la sonrisa en el espejo, y la hace caer en la cuenta de que el azar, como el anhelo del hombre, están arropándola hoy. Viajar en una manzana13/8/2019 Se oculta tras un pecado. Es muy pequeño. Se encaramó a una manzana y ahora contempla desde su cima el paisaje. La Luna se pone, y él tiembla de frío. Las notas torpes de un piano lo hacen temblar de frío. Te quiere, no te quiere, te quiere. Acaricia con timidez el contorno de sus recuerdos, que lo persiguen siempre en las medias noches y acaban alcanzándolo cada madrugada. Suspira, se estremece. Su manzana se eleva y recorre en ella el mundo. La brisa le revuelve el cabello y le enreda los deseos. No hay algodón en las nubes, es miga de pan y mantequilla. Te quiere, está seguro. En su bolsa de viaje hay un rayo tibio de sol; lo compró para ti. La marea sube, las olas del mar caminan de puntillas, temerosas de quebrar el chocolate. Un tendedero en el patio, lágrimas desteñidas prendidas con pinzas de madera. La Luna se pone, y él tiembla de miedo. Los colores torpes de su fantasía lo hacen temblar de miedo. Guarda las manos en los bolsillos del pantalón; quizá las necesite más tarde. Su manzana surca la nieve de las montañas. El vértigo le revuelve el cabello y le enreda la cordura. Te quiere, hoy te quiere. El resplandor intenso de la noche lo ciega. Hay un surco de caramelo en su conciencia. Hay un vestido rasgado junto a la cama, y alguien tocando al cristal de su ventana. Acude a abrir, y las olas del mar irrumpen en la habitación, quebrando el chocolate. La Luna se pone, y él tiembla, y las horas torpes del día se elevan en el horizonte, arrebatándole la juventud. Te quiere, está seguro, pero hoy se oculta tras un pecado. La niña triste y el niño tonto23/7/2019 Ella estaba triste, y él enamorado. A ella, la luz que con el alba acariciaba los tejados le trenzaba lágrimas en las mejillas; a él le inspiraba un poema. A ella, las notas quebradas de un piano le debilitaban el paso; a él le arrancaban un suspiro. La niña estaba triste, y él enamorado. La noche, que sabía de su tristeza, se posaba con sigilo después del atardecer. Cuando dormía, la niña olvidaba que no era feliz. Y la noche la acunaba con mimo para no desvelar su sueño. Ay, niño enamorado, niño tonto. Si ella supiera, si tú le contaras. Ella estaba triste, y él enamorado. A ella, la luz que con el alba teñía de caramelo los jardines le trenzaba lágrimas en las mejillas; a él le inspiraba un verso. A ella, las notas quebradas de un ruiseñor le ahogaban el alma; a él le arrancaban una sonrisa. La niña estaba triste, y él enamorado. La noche, que conocía su tristeza, se posaba con dulzura después del atardecer. Cuando dormía, la niña olvidaba que no era feliz. Y la noche la besaba en la frente, despacio, para no desvelar su sueño. Ay, niño enamorado, niño tonto. Si ella supiera, si tú le contaras. El ascensor19/7/2019
Coincide cada mañana con el taxista, que ahora conduce un autobús. Se saludan siempre escuetamente y, después, cada uno mira a un lado. El taxista usa perfume denso y caramelón, como caramelonas son sus caricias en el tirador de metal de la puerta del ascensor, o en los botones, o en los cristalitos de dentro, que son como las ventanitas de un submarino. El taxista se aleja. Coincidirán más tarde, tal vez por la noche. Tropieza cada mañana con la pelirroja de la bufanda azul, que se operó las pecas y ahora luce el rostro blanco y despejado. Se saludan con un gesto leve, marchito de efusividad, y, después, cada uno mira a un lado, aunque ella siempre afecta cierto recato. Bien sabe él que es postizo; la conoce ya mejor que su madre. La pelirroja se aleja. Tropezarán más tarde, tal vez al mediodía. Se reúne un instante, cada mañana, con el fumador de puros del tercero, el que tose de tres en tres, que ahora fuma en pipa. Se saludan siempre sin saludarse; los buenos días viajan escondidos en la boina del fumador. Cada uno mira a un lado, atienden con fingido interés al crujido de los cables, repasan los planes del día... El fumador se aleja. Se reunirán más tarde, tal vez con el ocaso. Y se enamora cada mañana de la morena del abrigo oscuro, que suspiró un día en el diminuto universo del ascensor y, ahora, aun cuando ella no está cerca, el suspiro se arremolina y le acaricia el alma. Se enamora cada mañana con la melodía de sus pasos, que es un tamborcito de procesión, con el aroma que regalan sus movimientos más sencillos; se enamora con verla, con escuchar el tictac orgulloso de su reloj. Lo saluda ella, siempre con frescura, empapada de vida, pero él calla porque no tiene voz y, después, muerto de miedo, se refugia mirando a un lado. La morena del abrigo oscuro se aleja. Él volverá a enamorarse más tarde, tal vez antes de que se ponga el sol. Los días se hacen largos. El silencio es de piedra y ahoga. A veces, los niños juegan con él a media tarde: arriba, abajo, arriba... El portero de la finca les regaña y amenaza con contárselo a sus padres, pero ellos se ríen y echan a correr, y enseguida, en cuanto el portero se distrae en la calle, regresan con sus juegos latosos, y otra vez arriba, y abajo, y arriba... Y el ascensor, en el fondo, agradece la presencia cargante de los niños, porque así logra separar su mente del abrigo oscuro, y se olvida un poco de las horas que restan para enamorarse de nuevo. Muñeco de nieve enamorado4/7/2019 Cuando nadie miraba, escapó del jardín. Recorrió la calle dando apresurados saltitos. Un perro le ladró y lo persiguió sin demasiada insistencia durante unos metros. El muñeco de nieve se ocultó tras un contenedor de basura; unas personas muy abrigadas cruzaron cargadas de regalos. Cuando la calle quedó de nuevo en silencio, el muñeco de nieve reanudó su marcha. Caminó hasta el final de la avenida y después subió la cuesta, dejando a un lado la iglesia. Llegó hasta el callejón donde ella vivía y anduvo, de puntillas, hasta el árbol que se erguía en mitad de la placita, frente a su portal. Y allí, inmóvil, con el corazón latiéndole deprisa y los ojitos fijos en el cristal de su ventana, aguardó durante horas. El sol de mediodía, con maliciosa travesura, le derritió un poco los hombros. Un pajarillo se posó en su nariz de zanahoria y le picoteó las mejillas. El muñeco estornudó y el pajarillo huyó espantado. Luego, el horizonte se tiñó de terciopelo púrpura y una brisa helada lo hizo temblar de frío. Pero ella no aparecía en la ventana. Ella, que con el mínimo esbozo de una sonrisa agitaba su respiración y estremecía de anhelo sus bracitos blancos. Ella, que era su vida entera, que con el recuerdo de sus miradas distraídas se acunaba cada noche y tejía los sueños más dulces. Como un poeta enamorado de su luna, el muñeco rondaba a la muchacha cada día. Y como aquél, que nada espera a cambio, el muñeco nada esperaba, sino verla aparecer un instante fugaz. Se agitaron las cortinas y vibró el cristal de la ventana. La muchacha se asomó, protegiéndose del frío bajo una mantita de nubecillas bordadas. Se fijó en el muñequito de nieve que había junto al árbol de la plaza. Lo contempló con ternura y sonrió. Después, tiritando, regresó al interior de la casa. Y el muñeco, enamorado, con tibias lágrimas de alegría que dibujaban leves surcos en la nieve de sus mejillas, volvió a su jardín. El pirata y su palo por pata3/7/2019 Siguió las huellas del corazón, que eran como nubecillas rojas en la arena. Tropezó, tosió y se sentó a comer un coco y un melón. Después, desempolvando su pena, con la panza hinchada y las mejillas coloradas, el pirata y su palo por pata prosiguieron buscando el corazón, que era, para él, como un enorme tesoro, como un cofre repleto de oro, como su vida entera. La princesa, que antes fuera duquesa y alegre vendedora de fresas, en aquel mercado olvidado de aquel pueblecillo precioso y aislado, había negado el amor al pirata, y también a su palo por pata. Él la quiso con locura, con amarga entrega y dulzura, y, aunque prometió en rica seda envolverle la luna, la princesa, ensimismada, por un rico marqués embelesada, negó su amor al pirata. A él y a su palo por pata. "Sueño con tu mirada, princesa mía, con tus ojos grandes y tristones, y me embarco en ellos, cada noche, atravieso mares oscuros de aguas heladas, defiendo tu honor ante bandidos y bribones, y exhausto al final del viaje y la dura jornada, me adormezco en los brazos de tu recuerdo, mi princesa amada". En aquella isla desierta y desterrada, entre rocas, traviesos cangrejos y ensenadas, el pirata y su palo por pata seguían las huellas y buscaban, con cada nuevo amanecer, el corazón de su princesa deseada. A él, que nunca le importó que antes fuera duquesa y alegre vendedora de fresas, que jamás había enarbolado un reproche a su desordenada procedencia y cuna, le bastaba una mínima pista en la arena para desvanecer su tristeza y su pena y reanudar con ahínco su amorosa pesquisa. Y cuando florecía la noche, y sus cabellos canos alborotaba la brisa, tres flacos gusanos tomaba por cena, tres gusanos y el recuerdo de su cristalina risa. "Sueño contigo, princesa mía, a la tenue luz de esta luna, sueño con tener la fortuna, un día, de que tu vida y la mía sean sólo una." Duendecillo del alba1/7/2019
No hay madrugada, no hay lienzo de estrellas dormidas, no hay sol de ojos entornados que bostece entre nubes cobrizas, ni nubes cobrizas, no hay amanecer, ni aromas de café primerizos, no hay leves reproches de niños perezosos, ni conductor de autobús, ni caprichos densos de chocolate. No hay luz, ni esperanza, ni deseo. Sin ti, duendecillo del alba, no hay nuevo día. El muchacho enamorado camina sin rumbo, atrapado en la noche, en la noche larga y oscura que apenas consuela y alienta el latido vacilante de su corazón, camina sin brújula en la mirada, enfermos los vaivenes de su cordura, apoyado débilmente en la baranda de bruma y espuma que le tienden sus recuerdos. El muchacho enamorado guarda con celo sus lágrimas, las protege con tenaz coraje, las custodia ante el miedo y la duda, las aparta, desazonado, de las afiladas garras de la sospecha. Ay, duendecillo del alba, ven, acércate, pues sin ti no hay nuevo día. El muchacho enamorado deambula sin paso entre callejones solitarios y estrechos, encaramado a su burbuja de aflicción, flotando en la noche larga y oscura, su ánimo menoscabado, febriles los vaivenes de su anhelo, aferrado a la estela desvanecida de su memoria. Empuña, desafiante, imaginarias espadas en alto con las que reta al tiempo, a esa noche, larga y oscura, que, terca, porfiada, se resiste a marchar. Porque sin ti, duendecillo del alba, no hay madrugada, no hay lienzo de azules terciopelos, ni estrellas dormidas, no hay sol de ojos entornados que bostece entre nubes púrpuras, ni nubes púrpuras, no hay amanecer, ni aromas tempranos de café. Sin ti, duendecillo del alba, no hay nuevo día, y, sin nuevo día, no hay nada. Ven entonces, duendecillo, y disipa la noche, y permite al muchacho enamorado extinguir el temor y la angustia, al fin, entre sus brazos. Mago envanecido28/6/2019 Soy un rey sin corona, el lado opuesto, la mitad de un secreto, el rumor a medias del viento en la ventana, el fragmento menor de una verdad, las notas mudas de un piano, la luna asfixiada en baños de sol, el grotesco bufón con quien ya nadie ríe, la carretera cortada, el sendero que muere en el río, la mañana sin café, la fugaz tormenta de verano en un mes de abril, el dolor que no remite, el ave que no aprendió a volar, el muñeco al que ningún niño abraza, el invierno sin nieve y sin hogar, el marinero desembarcado y el velero sin mar, el horizonte sin fuego ni ocaso, la esfera del reloj sin agujas, el poeta de versos vacíos, el libro huérfano de prosa y el pintor al que enviudó su musa. Sin ti, soy todo eso. Y contigo, con el sólo esbozo de una tímida sonrisa, con el descuido de tus manos en las mías, soy un hombre, soy todos los hombres, soy el mago envanecido que hace girar el mundo a su capricho. Archivos
Marzo 2024
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