Relatos breves de una vida
Mago envanecido28/6/2019 Soy un rey sin corona, el lado opuesto, la mitad de un secreto, el rumor a medias del viento en la ventana, el fragmento menor de una verdad, las notas mudas de un piano, la luna asfixiada en baños de sol, el grotesco bufón con quien ya nadie ríe, la carretera cortada, el sendero que muere en el río, la mañana sin café, la fugaz tormenta de verano en un mes de abril, el dolor que no remite, el ave que no aprendió a volar, el muñeco al que ningún niño abraza, el invierno sin nieve y sin hogar, el marinero desembarcado y el velero sin mar, el horizonte sin fuego ni ocaso, la esfera del reloj sin agujas, el poeta de versos vacíos, el libro huérfano de prosa y el pintor al que enviudó su musa. Sin ti, soy todo eso. Y contigo, con el sólo esbozo de una tímida sonrisa, con el descuido de tus manos en las mías, soy un hombre, soy todos los hombres, soy el mago envanecido que hace girar el mundo a su capricho.
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La princesa desmayada27/6/2019 Vi pasar un carruaje a altas horas de la noche, tan altas como enormes cipreses, tan noche oscura como la oscura envidia que su balanceo opulento en los hombres provocaba. Vi una princesa desmayada en su interior, vi sus pálidas mejillas, tan pálidas como la demacrada nieve de mis amargos inviernos. Vi su rostro desvanecido, y así como súbitamente desfallece el ánimo al borde de un abismo, así como huyen las fuerzas ante un inmenso peligro, cual ejército desmembrado, así desfallecí yo en mitad de aquella noche de altas horas. De puntillas, asomado tímidamente al horizonte, cuando el día languidece, mi ojos cansados y huérfanos de consuelo examinan minuciosamente el paisaje, y buscan sin descanso, cada ocaso, entre campiñas y caminos, entre gentes y riachuelos, entre bosques de terciopelo y montañas de piedra fría. Ay, princesa desmayada de mis sueños desmayados. Si pudiera yo, con un beso de cristal templado, acariciar tus suaves mejillas y reanimar tu aliento sonrosado. Si pudiera yo, con osadía, abrazarme a tus secretos deseos. Vi pasar una calesa a altas horas de la noche, tan altas como enormes muros de dignidad y granito, tan noche oscura como la oscura pesadumbre que en mi corazón su balanceo delicado ocasionaba. Vi una princesa desmayada en su interior, vi sus pálidas mejillas, tan pálidas como las marchitas promesas de mi atormentada infancia. Vi su rostro desvanecido y abrumadoramente hermoso, y así como repentinamente desfallece el pudor en el umbral de un pecado, así como huyen el vigor y la vehemencia ante el rumor de una condena, cual ejército desmembrado, así desfallecí yo en mitad de aquella noche de altas horas. Si pudiera yo, con osadía, ay, princesa desmayada, anudar mis anhelos a tus secretos deseos. Cambio de aires26/6/2019 Amalia se despidió de la familia, de los amigos, de sus vecinos, de los tenderos del barrio y del cartero que jamás le trajo la carta que esperaba. Se despidió de todo el mundo, y después se metió en la cama y se marchó. Cada uno tenía su hora, bien lo había sabido ella hasta hoy. A cada uno le tocaba cuando le tenía que tocar, y no había verdad más grande. Su padre decía que a unos les tocaba antes de que lo esperasen y que, a otros, les tocaba antes de que lo merecieran, pero que la vieja de la guadaña siempre estaba ahí, que siempre aparecía sin avisar y sin pedir permiso. Cuando a uno le llegaba el premio, no había puertas cerradas. Decía que la vida podía o no parecer injusta, que los había con suerte y evitaban a la vieja hasta muy tarde, y que los había desgraciados a los que atrapaba en la primera curva, pero que la vida era lo que era, y que no había más leña que la que ardía. Aunque otra verdad muy distinta, y bien lo había sabido Amalia, era que la vieja la esquivara a una sin motivo. Aguardó la carta de Ignacio después de que él se marchara al extranjero. Despertó cada una de las mañanas que formaron su ausencia con una sonrisa en el alma y un suspiro en la garganta, y bajó al buzón de puntillas cada una de las tardes que poco a poco formarían su infierno. Al cabo de tres años, la carta que llegó no era de Ignacio, sino de un desconocido que le informaba de su muerte. Pero ella se negó a creerlo y, testaruda y obcecada como una niña, se convenció de que sólo era una coincidencia desagradable. Y aguardó todavía la carta de Ignacio, y despertó cada mañana con la sonrisa en el alma, y bajó cada tarde al buzón tan esperanzada como siempre. Y la pretendieron hombres, y se enamoró de ella el atardecer, y la luna le recitó versos las noches de verano, pero nada logró apartarla del recuerdo. Amalia miraba las cosas por encima de su significado y, aunque fingía ser coherente en su diálogo con los demás, hasta el último de los gorriones que la visitaron en su ventana supo de su pena y de su vacío interno, y de la locura en forma de serpiente que la rondaba en sus sueños. Por eso, cuando se despidió de todo el mundo y uno de sus sobrinos le preguntó si había pensado en hacer un viaje a alguna parte, ella sonrió con la sonrisa que guardaba en el pecho y dijo que no, que sólo era un cambio de aires. Despecho25/6/2019 No siento dolor. Sólo siento desprecio. Pero es extraño el balanceo vertiginoso de mi náusea, que ayer me hizo sentir este desprecio por él y hoy provoca que sea yo mismo quien lo inspire. El odio y la soberbia me impidieron escuchar sus disculpas, sus argumentos huecos e inútiles, y ahora no tengo el valor de enfrentarme a mi propio reflejo en el cristal. ¿Es posible limpiar una culpa con otra culpa? ¿Se puede curar una herida infligiendo otra herida? Si no siento dolor, si sólo es desprecio, ¿por qué no soy capaz de respirar? ¿Por qué me abrasa el aliento la garganta? ¿Por qué no me alivia el aire frío de la mañana? ¿En qué me he convertido? ¿En qué me ha transformado el rencor? ¿Por qué, cuando duermo, no duerme conmigo esta ansiedad malsana? ¿Por qué no se diluye el veneno? Necesito descansar. No encuentro la luz, la he perdido. Hay una sombra en los pliegues de mis manos, una penumbra de carcajadas muertas que me atormenta los oídos. No sé dónde puse los latidos del corazón. ¿Por qué ha salido el sol y sigue habiendo noche en mis ojos? No encuentro la luz. Estoy caminando a ciegas por un sendero plagado de gritos y escombros. Si no siento dolor, si sólo es desprecio, ¿por qué no soy capaz de aquietar la mente y su tortura? Si únicamente es desprecio y no dolor, ¿por qué no puedo acallar el temblor de mis labios? ¿Por qué duele si no es dolor? La ciudad sin ti21/6/2019 Las hojas abiertas de una puerta desmesurada, antigua madera herida, antiguas noches secretas en amarga vela; el sol tardío de un verano moribundo que deslumbra la calle; las huellas invisibles, borradas por la gruesa lluvia, de un mundo vacilante y taciturno que cruza incansable de un lado a otro, asfalto hoy, adoquín ayer, barro y polvo anteayer; la brisa con su remendado disfraz de vendaval; escaparates luminosos, muñecos sin rostro, sin alma; el estruendo gris en cada esquina; las ventanas de oscuros cristales que vomitan drama y miseria; individuos con premura y sin rostro, sin alma; el niño que desgarra su llanto, que castiga su juguete; el carmín desencajado de una prostituta; el pan despedazado en las manos de un hombre; un perro sin dueño, sin collar, sin ladrido; escaleras de piedra, latidos agudos de afilados zapatos que arañan la esfera de un reloj; la cúpula vertiginosa que desdibuja el vientre de una nube huérfana; los destellos rojos, los reflejos verdes; el estúpido estruendo en cada esquina. He salido a buscarte. Pero la esquiva ciudad, con astucia y crueldad exquisitas, oculta hoy el debilitado rastro de tu áspero y fugaz pasado. Y así ayer, y así mañana. El palabrero20/6/2019 Afanado sobre el papel, inclinado en actitud religiosa, el hombre se acalora a medida que la búsqueda se vuelve más y más insoportable. Los minutos se extienden con la terca paciencia infatigable de un pescador avezado. La aguja más larga se precipita al vacío y se recrea remolona en lo más bajo de la barriga del reloj. Es atravesar la arena infinita de una playa desierta bajo un sol de justicia, es cruzar a nado un mar en calma, inacabable, con el espejismo de la costa preñada de rocas en el horizonte. Cuando surge la palabra, y qué tormento rescatarla de entre tanta materia gris, los minutos ya no son densos, sino fluidos y transparentes como el hálito de un cangrejo colorado y moribundo. Las agujas del reloj se sacuden la pereza y chocan entre ellas con la torpeza de las prisas. Vamos, que ya llega, que ya la tenemos. El obrero de la palabra moja la pluma en el tintero y traza curvas caligráficas sobre el áspero y amarillento papel. Luego, alza con orgullo su tesoro y lo prende con pinzas de madera en una cuerda tensada. Ahí queda la cosa, ahí queda, bien parida. El tendedero ya luce ufano más de catorce palabras distintas. Ahora es tiempo de reposo, aunque breve, de reposo y de un sorbo de vino tinto, bien tinto, y de eructar satisfecho los vapores del trago. Después, el regreso al oficio. El palabrero vuelve a postrarse sobre la mesa y el papel, estrujando de nuevo la materia color ceniza del seso. Y vuelta a la playa extensa, vuelta al océano dormilón. Un cangrejo bermellón y malcarado, pariente del recién finado y enlutado rigurosamente hasta las pinzas, pellizca con descaro las nalgas del maestro y le sonsaca un chillido bostezón. La aguja minutera del reloj se afila con paciencia otra vez en lo más bajo de la barriga y aguarda somnolienta un nuevo y laborioso hallazgo del hombre. Maldita mi estampa y los huesos que me sostienen, se dice éste, que acaba de perder una palabra después de acariciarla con la punta de la lengua. Y más vale dejarla escapar que arrojarle el sedal de nuevo, bien lo sabe. Más vale empeñarse en descubrir otra que seguirle el rastro a la que resbala de los labios. Torpe maniobra que bien merece un pescozón. El cangrejo le muerde la nalga y el maestro se da por reprendido. Tampoco vayamos a excedernos con la amonestación, narices, que palabras hay miles, y paciencia, suficiente. Echemos un sorbo de vino y reposemos un instante, que el alcohol es consejero antiguo de la escritura. Y buen amigo. Y confidente. Echemos un trago, demonios. La pluma, aunque no pesa más que una pluma, se torna pesada como el plomo en momentos de escasez palabrera. Risueña tú19/6/2019 Las notas agridulces de pianos marchitos que componen su melodía, los aromas desgarrados de que están hechos sus recuerdos; el sol, que apenas deslumbra hoy; el terciopelo áspero y deslucido de sus manos. La vida, ráfaga de melancólico y desdeñoso viento, que se filtra entre los dedos. Si cada brizna de esa luz que respiro, si cada uno de esos sueños de algodón que me arropan en mitad de la noche, si cada uno de los besos que guardo en ese delicioso cofre de párpados e incienso, si se extinguieran, si disiparan su figura y su aroma... Si la vida no viviera, si la sombra engendrara más sombra, si me extinguiera, si disipara mi aliento y mi figura... Un día más, una aurora más, un rumor nuevo. Eso pido. Me asomo a la ventana, abismo del pensamiento, y los fragmentos de cristal me hieren las manos, encuentro horizontes hoy de seda deshilada, crepúsculos quebrados de un sol moribundo y desconcertado. Y me apiado de esta estrella fatigada, y me enternece su dolor y su soledad, y me duelen sus lágrimas de oro fundido. Te prefiero risueña a ti, pues, porque así son más risueñas las olas del mar, porque así sonríen también la arena y la brisa en mis paseos contigo, porque así sonríe la noche y ya no es fría, porque así late alegre mi corazón, porque muere, entre latidos, por vivir contigo. Tu sonrisa envuelta en papel, regalo tardío que encuentra prematuro unos brazos, el blanco destello que el velo de unos párpados apenas contiene. El año que muere18/6/2019 En cada verso que la media voz pronuncia; en cada abrazo, que me hace desfallecer; en cada recuerdo velado, empañado de bruma y melodías azules; en cada embestida de espuma y reproches de este mar agonizante, en esta playa amortajada y doliente; en cada una de tus miradas de hielo, desgarrado terciopelo y menta; en cada sueño, que desbarata y quiebra el alba; en cada destello moribundo y huérfano que araña el cristal con obstinada ternura; en cada una de las huellas donde pisó un alma errante, hoy ya desvanecida; en cada brisa, en cada risa, en cada herida. El año muere. Y, cosa extraña, mi esperanza cobra vida. El pulpo14/6/2019 José Luis Pérez de la Mota se ha quedado solo en su estudio gracias a los méritos que ha cosechado a lo largo del tiempo. José Luis es un hombre malvado y egoísta que solapa su despreciable actitud tras una máscara de bondad infinita. Pero el resto del equipo ha logrado desnudar el verdadero rostro de este hombre endemoniado. Lo han dejado solo, y ahora nadie se apiada de él. Ni siquiera sus oyentes, que, a sabiendas del abandono al que lo han sometido sus compañeros, insisten pertinazmente en escuchar sus programas. "...en esta tarde otoñal –dice José Luis a sus oidores anónimos e incondicionales mientras prepara a toda prisa un disco-, qué menos que endulzar tu vida con una canción tan desgarrada y hermosa como ésta que ahora mismo vamos a escuchar y..." José Luis Pérez de la Mota no tenía mote. Sus amigos, que nunca los tuvo, podrían haberlo llamado el corderillo, por aquello de disfrazar sus intenciones; su mujer, de la que siempre careció, podría haberlo llamado el osito, por lo peludo que es y por su aspecto engañosamente tierno; sus padres, a los que nunca conoció, lo habrían apodado chiquitín, o quizá nenín, o riquichiquirritín tal vez, o algo parecido. Quién sabe. Pero el destino, ahora, le ha deparado una soledad bien merecida, más que justa, y también un mote: el pulpo. José Luis Pérez de la Mota introduce el disco en el reproductor con una mano, y con otra se acaricia las canas del bigote, y con una tercera mano sube el volumen del reproductor, y con una cuarta baja el volumen del micrófono, y con otra más descuelga el teléfono y atiende la llamada de un oyente, y con otra enciende un cigarrillo, y todo a un tiempo, todo a un tiempo en ese estudio vacío, donde la música repetida de esos discos tan manidos reverbera metálicamente una y otra vez, una y otra vez, como en los sueños malos, como en las noches malas, y los programas se suceden sin descanso, todos iguales, La hora del recuerdo, La hora del café musical, La hora de la nostalgia, y en todos cabe la misma música reiterada, los discos viejos y trillados, y José Luis se empecina en saludar a sus oyentes anónimos, en dedicarles canciones gastadas; José Luis se empeña con obsesión en acariciar el micrófono, él solito, como siempre había soñado, solo en su estudio, en su mundo, feliz en su abandono, él y sus múltiples manos, como siempre había soñado. Lluvia que me aflige hoy12/6/2019 Gota a gota, como besos traidores, orlados de infamia; barco a la deriva soy, incapaz de caminar la superficie; lluvia que tiñe de llanto mis manos, lluvia que dibuja gruesas lágrimas en las faldas de la colina, de tierra podrida y moviente; barco a la deriva soy, brújula de arena, cartas empapadas en sangre; caprichosa lluvia, implacable tormento; barco encallado soy, anhelo amargo de dulces amarras, que la luz turbia de la mañana troca en brazos quebrados. Como besos traidores, orlados de duelo, las gotas de lluvia hoy. En la editorial11/6/2019 Salgo del despacho sin estrechar la mano del hombre. Me despido con un breve adiós y enfilo el pasillo en busca del ascensor. Con los nervios y el enfado, he olvidado los vértigos y el mareo de las alturas. Pulso el botón, aunque ya nadie pulsa los botones, ahora deslizamos la yema del dedo índice por encima del acero y una lucecita nos sorprende con un entusiasmo que no compartimos. Aguardo a que la caja ascensoriana alcance la octava planta y, mientras, me fumo un pitillo imaginario. -Buenos días -saluda alguien, un anticuado, porque ya nadie saluda en los edificios de pública y multitudinaria concurrencia. -Buenos días -digo yo, y me esfuerzo por fingir una actitud amistosa. El caballero tose, y yo me vuelvo hacia él con la sonrisa paciente del que presencia la enfermedad crónica sin pestañear. Diablos, el tipo está fumando seis cigarrillos a la vez, todos a un tiempo: los tiene apresados entre los dedos, qué malabarismo, qué barbaridad, qué ganas de hacerse un agujero en los pulmones. -Estoy intentando dejarlo -me dice, y de pronto se revuelve en un espasmo y cae al suelo, y yo lo miro, impertérrito, mientras el caballero se ahoga en una baba grisácea y le surge un inquietante humillo por las orejas. -Va usted a poner la moqueta perdida -le reprocha una mujer enlutada, enlutada y gorda como una vaca golosa, que, para colmo, le clava el tacón del zapato en la garganta y le arrebata con destreza los seis cigarrillos de entre los dedos. Las puertas del ascensor chirrían y la vaca enlutada se abalanza al interior. Da una calada múltiple a los pitillos y luego los arroja fuera de un papirotazo. Me aparto, prudente, para evitar las bengalas, y en ese instante el ascensor se desploma y se precipita al vacío por el hueco con la vaca en su interior, o en brazos, a quien oigo chillar de espanto justo antes de estamparse en el fondo del agujero. -Otra vez -comenta un hombre, que, a juzgar por su uniforme, debe de ser el portero. ¿Y qué hace el portero en la octava planta? -¿Perdón? -digo yo, algo perplejo. -Otra vez -repite el hombre, satisfecho con su crónica-. Ya van tres con ésta. El ascensor, que no pita. ¿Había alguien dentro? -Una vaca... Una señora -contesto yo en dos tiempos, y me sonrojo por la descortesía. -Ya dije en la asamblea de la comunidad del mes pasado que el ascensor no pitaba. Los cables no pitan. El otro día, después de caerse la última vez, hice un apaño con una maroma. Pero no ha servido, ya ves. -No ha pitado -comento. -No, no ha pitado. Y es una lástima, porque a esa maroma le tenía yo mucho cariño. Mi cuñado se ahorcó con ella y la conservaba como recuerdo. No somos nada. Hoy estás aquí, y mañana te has ido. ¿Lo ves? Y el infierno siempre está más abajo que nosotros. Que se lo cuenten a la señora. ¿Era guapa? -No mucho -contesto, y disimulo mi desgana en la descripción. -Da igual. Polvo somos, y a tomar viento. Por cierto, te estarás preguntando qué puñetas hace el portero en la octava planta. ¿Quieres saberlo, campeón? -No, ahórrese la explicación -le digo, y entonces me dejo caer por el hueco. Si al editor le hubiera dado la gana publicarme el libro, nada de esto estaría pasando. Pero hay gente con verdadera mala leche. -¡Muchacho! -grita el portero, asomando la cabeza por el hueco-. ¡Que no somos nada, ya ves! ¡Y el infierno siempre está más abajo! En un pozo10/6/2019 Soy el minero más pobre, el que excava sin tino en tu corazón de diamante. Bajo cada día al pozo más turbio que existe, al infierno negro que acaba, que marchita la llama de una vida, la mía. Soy el minero más triste, el que vaga por el túnel frío de tu desprecio. Sueño cada noche con enfrentarme al destino, al azar, la suerte que apaga, que debilita el brillo de unos ojos, los míos. Soy el minero más loco, el que amaga sonrisas mientras golpea la piedra de tu alma, el que te disculpa en secreto. Vuelvo cada día al pozo, mañana, al pozo enlutado que alienta una vida, la mía. La forma de un beso9/6/2019 Circular, remolino en espiral de brisa fresca y ardiente que tamborilea en los labios, trazo torpe y certero que abrasa la piel, que navega en precaria y deliciosa zozobra, con aristas de fuego y candente hielo, torrente de amarga miel, lujuriosa bondad que atrapa en su vientre el deseo. Beso fugaz, beso eterno, beso permanente y efímero de alas plomizas que vuela ligero como sedosa, cristalina y blanca pluma, y que envuelve una vida, cadenas de primavera, grilletes de azul adormecido. La pulga y el saco8/6/2019 Corretea, corretea sin descanso, la vi colarse en un cajón, la vi pasar entre bizcochos, la vi sumergirse en la leche del vaso, la vi tiritar de frío por mojarse el calzón. Corretea, corretea sin descanso, la vi trepar por la cuchara, saltar desde la cima y ganarse un coscorrón. Lleva la pulga un saco de esparto al hombro, un gorro blanco con borla, el susodicho calzón y un ansia innata de hacer escombro todo aquello que palpa, todo aquello que antoja, o todo aquello que pisa y le provoca un fortuito resbalón. En el saco guarda una vida, su vida pulga, su pulga vida, que pesa más de un quintal, y entre correteo y correteo, a veces, para aliviar la carga, la pulga distrae la mente, alegra el gesto e improvisa una elaborada canción: No me alcanzas, no me atrapas, soy muy rápida y veloz, no me pillas, no me coges, eres bobo y tontorrón. Corretea, corretea sin descanso, la vi brincar en la mesa, la vi eludir mi trampa, la vi volar de la tostada a la pastilla de jabón (a ver si hay suerte y se estampa, y se rompe un diente o dos). Corretea, corretea sin descanso, la vi trepar por la tetera, saltar desde lo alto y planear como un avión. La vi comerse el chocolate, la vi hurgar en el tarro de la miel, la vi bañarse en mi taza y dejar luego un rastro de café, la vi escarbando el azúcar, la vi husmear en la empanada, la vi, la vi mofarse de mí, intenté aplastarla con la prensa y me quedé con las ganas. Lleva la pulga un saco de esparto al hombro, un gorro blanco de lana, un calzón, como ya dije, y un ansia innata de pana. ¿Un ansia innata de pana? No, un ansia innata de hacer escombro todo aquello que pise. En el saco esconde una vida, su vida pulga, su pulga vida, que pesa más de un quintal (más le habría de pesar), y entre correteo y correteo, a veces, para aliviar la carga, la pulga entretiene la mente, destuerce el gesto y canturrea una compleja canción: No me alcanzas, no me atrapas, soy muy rápida y veloz, no me pillas, no me coges, eres bobo y tontorrón. Dame tiempo, pulga idiota, y acabaré por cazarte. Palabra de honor. La pelota7/6/2019 Había un niño en la calle matando el tiempo con la pelota, bota que bota, bota que bota. Normalmente, el niño no mataba el tiempo en la calle a esas horas de la noche, pero mamá le había puesto la pelota en las manos con cierta urgencia y le había pedido por favor que se fuera a jugar, que no molestara, que no estorbase. Papá no estaba en casa, así que no tuvo que contrastar el permiso. Al abrir la puerta, el niño se topó con un señor perfumado que sonreía mucho, y pensó que sería el tipo de la publicidad, el tipo que le metía a mamá la publicidad en casa. Bajó a la calle y botó la pelota, la botó con fuerza, la botó con cierta urgencia. Adela tenía dos problemas aquella noche: asumir que estaba envejeciendo muy deprisa y concentrarse en la carta que tenía en las manos. El primero formaba parte de una batalla perdida; el segundo era transitorio. Se levantó de la butaca, abrió la ventana y gritó al niño de la calle que dejara de botar la puñetera pelota. El niño se giró un segundo y la miró, sin dejar de botar la puñetera pelota, bota que bota, y decidió que no valía la pena atender a la señora envejecida de la ventana. Seguiría botando la pelota para no pensar en mamá, para no pensar en ella y en el señor sonriente de la puerta, para no pensar en papá, que se había marchado de viaje al extranjero. Adela cerró la ventana. El niño de la calle era un hijo de… Sí, estaba convencida: era un hijo de la vecina. En realidad, el único hijo que tenía la vecina. Pero era muy tarde para jugar en la calle, tan solo, tan desprotegido, con su pelotita y esa carita de bastardo abandonado… Qué raro. Intentó no pensar en ello y volvió a sentarse en su butaca, y tomó de nuevo la carta de su marido, y regresó al renglón donde él le decía que pretendía divorciarse de ella para casarse, entiéndelo, amor, con la jovencita de diecisiete años que había conocido en la biblioteca (la gorda, se dijo Adela con lucidez, seguro que es la gorda), pero la puñetera pelota del niño, que botaba y botaba, que botaba puñeteramente una y otra vez, la distraía de la lectura. De modo que volvió a abrir la ventana y gritó al niño de la calle, con arrebato, que era un hijo de la vecina, un auténtico hijo de la vecina, pero el niño no le hizo ningún caso porque se había girado para abrazar a su papá, que había suspendido el viaje. -¿Por qué te grita la vieja de la ventana? –preguntó el padre. -Porque su marido la engaña con la gorda, papá. El mago6/6/2019 Es pequeño, tiene una varita de madera y ojos de soñador, y se desliza por la fachada de mi edificio, saltando de ventana en ventana, haciendo requiebros a la gravedad, sorteando los jardines flotantes de mis vecinos y el ladrido de un gato, y el aroma denso de las cenas, caminando sin puntillas por el ladrillo áspero, palpando la noche con sigilo, acariciando brisas, desmenuzando los arrullos de las palomas dormidas, quebrando el cristal del tragaluz y el de mi sueño raramente quieto, franqueando umbrales, girando la bombilla de las noches en vela, inventando adornos que colgar en la pared descarnada, rasgando mis camisas viudas, sin seda, sorbiendo el agua del vaso, descalzando mis zapatos rubios, orquestando con guasa mis ronquidos, mi ingenuidad, mi torpeza, reordenando los libros junto al portalápiz, debilitando el color de las sábanas, el de los seis muñecos, el del pudor, haciendo menos nocturna la nocturnidad de su intrusión, que no es tal, burlándose del ratón, de su asombro, de sus ganas de roer el mundo, desplazando los rumores nocivos, sacudiendo envidias y antipatías, cosiendo heridas mal cerradas, besando en la frente al pecado, hilvanando fantasías, desempolvando los compromisos que aún guardo en el cajón, alentando nostalgias no llevaderas, construyendo castillos delicados de naipes, de recuerdos, de voces antiguas, de destellos antiguos, sobrecogiéndome en mitad de la pesadilla, navegando conmigo en un cascarón de nuez, surcando mares de arena, dibujando globos pardos que luego arrastra el viento, sepultando quejidos, ahuyentando brujas con manzanas, aliviando la presión fabulosa de los cuentos, engarzando suspiros como lágrimas de un collar, hurgando en las migrañas en busca del duende malicioso, agitando su varita con destreza, suavizando el castigo y las culpas, compadeciéndose de mí. Es pequeño y tiene ojos de soñador. Es un mago. El piloto5/6/2019 Vuela de noche, cada noche, aferrado a los mandos de su avión plateado. Y con él, también cada noche, unos muchachos pintores que se regocijan con el murmullo del motor y echan cabezadas durante el trayecto. La rutina del oficio no ha logrado nunca cerrar los párpados al piloto. Conoce bien las curvas de su sendero invisible; podría recorrerlo a ciegas, si quisiera, pero ni un instante descuida el rumbo. Colgado en un rincón de la cabina, como un amuleto, está el dibujo que sus críos le regalaron el día de Reyes: es un avión con ojos verdes y sombrero que sonríe, y papá lo conduce desde lo alto sujetando unas riendas. -Hemos llegado –dice el piloto en la soledad de su cabina, y aparca su avión entre unas nubes. Los muchachos pintores se desperezan y se preparan para el trabajo. La cabina del avión plateado ha escuchado muchas historias. A veces, se ha estremecido. El piloto le habla en voz alta: le cuenta cosas de su infancia, de cómo creció sin conocer a su madre, de cómo descubrió la risa, de cómo era aquello de jugar al balón con sus amigos, de cómo se hizo un hombre ayudando a su padre a vender fruta, de cómo, en las guardias de su servicio militar, se le dormía el tiempo en las manos, de cómo aprendió a volar en la academia, de cómo voló luego en los brazos de Rosa, de cómo fue eso de ver nacer a sus hijos y de cómo y cuánto echaba de menos a esa madre que no había conocido. Le cuenta las cosas que diría a ella si la viera. Los muchachos casi han acabado la tarea. Han comenzado a recoger las pinturas. El cielo luce azul, y a las nubes sólo restan unos retoques. Hoy, como hace frío, han dado más color a la niebla. -Demasiado gris –comenta uno de ellos-. Se nos fue la mano. Parece una niebla de invierno. Después, regresan al avión. -¿Dónde está el piloto? Allí, sentado en el borde de una nubecilla, ensimismado, buscando con la mirada. El amanecer es misterioso, bien lo aprendió de niño. Tal vez esta mañana, tal vez la próxima. Tal vez algún día. El piloto no aceptó este trabajo por el sueldo, que es poco. Lo hizo por estar más cerca de ella. Mediocridad4/6/2019 En este mundo frío y ensombrecido de las letras, donde esculpir la jota sin desfallecer merece la ovación más apasionada, no ya por mérito, que nunca se tiene, sino por compensar el esfuerzo; en este mundo macabro y áspero de literatos y celadores de colegios de segunda venidos a menos, el poeta mediocre, que siempre lo ha sido y siempre lo será, esgrime ilusionado su taladro puntiagudo y castiga el papel satinado con ahínco, con triste saña, y, a contraluz, a través de los agujerillos que el poetucho va creando en el folio reciclado, la cucaracha, que no deja de frotarse la espalda en el rodapié bajo prescripción médica (maldito sarpullido), y que no logra experimentar más alivio en el lomo del que sintió esa mañana al ingerir la también prescrita gota y media de aceite de girasol –aunque no era vegetal, pobre ilusa, sino industrial-, gira la cabeza y se compadece del autorucho al leer, del revés y con maña: “Flor deslucida, flor malherida, flor desangrada, flor derribada...” Ay, tontorrón, qué suplicio leerte, se dice la cucaracha ensarpullada, y prosigue con el frote, indiferente a los sudores del otro. En este mundo helado, turbulento, apático y antipático de la poesía, o de las altas pleitesías, el autor de tercera y barata calaña no lucha cada jornada, más o menos gris, por afinar su talento desvencijado y engrasar un poco el oficio, que ya sería, de conseguirlo, como para darse con el teléfono móvil en las muelas, sino que se parte el pecho escuálido y lampiño, sencillamente, por cincelar la jota, como antes se mencionó, la jota, queridos amigos, que rima, qué cosas, con idiota, con palabrota y con señorota, y que, según los gustos o la necesidad, unos la tallan con bastón y, otros, con rabo de gato. Pero a la araña gorda del estante de los libros, donde no hay libros, sólo una llave fija del diez, le importa un pito el calvario del poetucho; a ésta le basta y le sobra con rascarse la barriga mientras lo mira de reojo. Eso sí, de reojo y sin perder movimiento ajeno y detalle, no sea que al shakespirucho se le cruce el cable y le arroje el zapato, qué inconveniencia. Y lo mismo pasa con la pulga que se balancea en el cable de la bombilla: sin oficio ni beneficio, porque se le ha muerto el perro, o, como a los del Perú, porque se ha quedado sin hogar, y tiene gracia: al perro también se lo llevaron las corrientes de agua, pero éstas eran residuales, como las ideas del poetilla. A la pulga, amigos míos, le humedece el sobaco que el artista construya la jota de jinete o la eme de mierda; a la pulga, con pe, lo que sí le preocupa, con pe, es especular con la posible aparición de otro perro en el umbral de la puerta. La mediocridad del poeta, señores, o su aptitud insustancial, por lo que a los bichos respecta, es asunto del poeta, y sólo de él. Y que lo zurzan, si es menester. Archivos
Marzo 2024
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